Revista CLAVES Nº 156 – Febrero 2007
Sin la atrapante intriga de esa joya de H. James, el
triunfo demócrata en los comicios de renovación legislativa y de gobernadores
del 7 de noviembre último, apuró otra vuelta de tuerca en la política
norteamericana en una instancia ciertamente complicada para el gobierno de G.
W. Bush, que empieza a recorrer la etapa final de su segundo mandato. Ya se
sabe que, tratándose de la ‘República Imperial’, los cambios se proyectarán -y
con suspenso- al plano internacional en los próximos meses.
No causó demasiada sorpresa que el
Partido Republicano (PR) perdiera aquella elección. Tal vez no estaba en los
cálculos el drástico cambio de manos en el Congreso, ahora de mayoría
demócrata. Esto ocurrió en buena medida por el atolladero de Irak, que incluso
se fagocitó a un obtuso secretario de defensa[1].
Rápido de reflejos, Bush no tardó en reconocer la contundente victoria del
rival y de inmediato convocó a los nuevos líderes del Capitolio[2].
La popularidad y aceptación de este presidente no se compara al ápice de un par
de meses después del 11 S (de un 75 % a un 30 %, aproximadamente). Pero no sólo
la difícil coyuntura externa ha incidido en la derrota. Sin perjuicio de los
vaivenes propios de cada electorado, venía in crescendo un sentimiento
antiglobalismo en la sociedad norteamericana. Como el Partido Demócrata (PD) es
preferido por los sectores progresistas, sus candidatos aprovecharon también
aquel feeling impulsado de nuevo -tal sucediera con Vietnam- por la
necesidad del repliegue, de una vuelta a casa. Es la histórica puja entre la
dirigencia norteamericana desde fines del siglo XIX: vivir tranquilos dentro de
un país-continente que lo tiene todo o salir al mundo y unificarlo tras las
consignas liminares de democracia, derechos humanos y libre mercado.
“Históricamente -dice Philip H. Gordon- la política exterior de Estados Unidos
ha estado marcada por los habituales y a veces violentos vaivenes entre el
internacionalismo y el aislacionismo”[3].