24 de mayo de 2007

La Vª Conferencia del CELAM

CLAVES nº 159  mayo de 2007

La reciente visita de S.S. Benedicto XVI a Brasil ha sido presentada por cierta prensa de manera elemental y acaso maniquea: un anciano reaccionario desafiando las evidencias de la razón, ciego a los cambios portentosos  que vienen de su mano. Sin embargo, ese viaje tuvo sentido de inaugural de un nuevo tiempo. Como en las ocasiones anteriores, las conclusiones de esta Vª Conferencia General del Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM) han de repercutir en la conducta de millones de personas en nuestras sociedades latinoamericanas. No sería de extrañar que entre los prelados presentes en Aparecida se halle el futuro Papa que reemplazará, cuando Dios disponga, al Papa teólogo.

Continente de Siete Colores.

En una nota publicada en El País (“La Batalla por América Latina”, 06/03/07), J. Castañeda decía un tanto apocalípticamente: “La batalla por América Latina ha comenzado. Después de escaramuzas, tragedias y caricaturas todo parece indicar que ahora sí, por primera vez desde principios de los años ’60, y de manera más trascendente, la región se convierte en el escenario de un verdadero combate cuerpo a cuerpo ideológico, político, económico”. El escenario que el mexicano describía por esos días, se verificaba poco después en la Cumbre de Presidentes sudamericanos, realizada a fines de abril último en la Isla Margarita, donde campeó la confusión y el desencuentro (D. Muchnik, “Sabor amargo en la cumbre de Chávez, Lula y Kirchner”, Clarín, 23/4707, p. 13).

Lo avizorado por Castañeda es percibido por cualquier ciudadano medianamente informado: nuestros países, complicados por los problemas de esta época, se van alineando y desalineando espasmódicamente con la Casa Blanca, que -mal les pese a los distintos protagonistas- sigue siendo el astro alrededor del cual giran los gobiernos. Uno de esos “planetas”, el más grande de todos en superficie y población, tiene hoy su órbita próxima a Washington y fuerza de gravedad propia para alinear satélites (¿Mercosur?); otros -el nuestro, entre ellos- están en una elipse de escapada.

En ese apremiante contexto que implica nuevos desafíos, el Papa realizó una visita de estado a Brasil del 9 al 14 de mayo, la primera como tal a un país latinoamericano, con el objetivo primordial de inaugurar la Vª Conferencia General del CELAM, presidida por el cardenal chileno Francisco Errázuris. El periplo diplomático del Papa tenía además un eje popular en la canonización del primer santo brasileño, el monje franciscano Antonio de Sant’Anna Galvao (1739-1822), antesala de su presencia en el santuario mariano de Aparecida, a 167 km de San Pablo. Brasil es el país del mundo con más católicos; más del 70 % de sus habitantes está bautizado en esa fe, aunque no la practique con dedicación. Para el Papa Ratzinger, quizás en adelante Brasil sea para él lo que Méjico fue para Juan Pablo II.

La importancia de Brasil en el equilibrio político continental, su vasta extensión territorial y sus 180 millones de personas, se tuvo en cuenta para decidir esta primera visita papal a América, al igual que la preocupación por la pérdida de espacios de la Iglesia Católica frente al avance de cultos sectarios, en especial aquellos basados en la “teología de la prosperidad”. Según una investigación de Folha de Sao Paulo, en la última década el número de católicos descendió un 10 % aunque el 97 % de los brasileños afirma creer en Dios. Otro informe, de la Fundación Getulio Vargas, indica que el 73,7 % de católicos recauda apenas el 30,9 % de las donaciones del país, mientras los pentecostales (17,9 % de la población) reciben el 66,7 % del total (“La perdida de fieles, un desafío en Brasil que espera al Papa”, La Nación, 6/5/07). 

Benedicto XVI no dejó de reafirmar en todos sus discursos la línea vaticana ortodoxa en temas sensibles. En su mensaje el día de la ceremonia de canonización, no dejó margen para la duda cuando recordó a sus feligreses los difíciles tiempos por los que atraviesa la Iglesia y las tribulaciones de sus hijos: “El mundo necesita vidas limpias, almas claras, inteligencias simples que rechacen ser consideradas criaturas objetos de placer”. No hay flexibilidad posible en este terreno porque también existen voces opositoras entre los fieles y los sacerdotes mismos. El debate sigue abierto.

El Consejo Episcopal Latinoamericano.

La iglesia latinoamericana afronta en estos momentos el desafío de interpretar bien los signos de estos tiempos, aprovechando las enseñanzas  de las cuatro conferencias generales predecesoras, a inicios del siglo XXI, ante la evidencia del avance incontenible del relativismo moral, del materialismo hedonista y el secularismo radical. Hacia esa dirección debiera orientarse, pues, una lectura atenta y más objetiva del proceso que  inicia Aparecida.

Por la calidad de sus asistentes y la naturaleza de estas conferencias, se trata de acontecimientos de esencia eclesial, que se proyectan luego a la vida interna de las iglesias particulares en primer término, pero también hacia el comportamiento cotidiano de los católicos en cada sociedad nacional. Si bien su impronta es netamente latinoamericana, el apoyo y aliento de la Santa Sede es evidente.

Hasta fines de los años ’30 las iglesias nacionales latinoamericanas se habían comportado como islas sin mayor vinculación entre sí, pese a los problemas comunes que padece la gente en el subcontinente. Se adjudica a la lucidez del recordado cardenal Antonio Samoré, siendo nuncio en Colombia, haber avizorado la necesidad de tender puentes entre los distintos episcopados nacionales. Esa percepción fue apoyada rápidamente por el Papa Pío XII, allanando caminos para institucionalizar la relación entre las iglesias criollas.

El Consejo Episcopal Latinoamericano nació precisamente en la Conferencia General, Río de Janeiro julio-agosto de 1955, para aglutinar a los obispos de América Latina, el Caribe y las Antillas, estableciendo su sede en Bogotá. El tema central de esa convocatoria, producto del contexto histórico de la primera parte de la Guerra Fría, estaba referido a “los puntos fundamentales y urgentes del problema religioso en América Latina, bajo el doble aspecto de la defensa de la Fe y la conquista apostólica”, prestando particular atención a la escasez de sacerdotes.

Una de las principales consecuencias de la creación del CELAM fue la consiguiente aparición de las Conferencias Episcopales nacionales y, con ellas, una dinámica de relacionamiento en todos los niveles y una dimensión continental inesperada. En un recomendable y lúcido análisis, que se puede leer en la página web del CELAM, el Dr. Guzmán Carriquiry (Lima, 17/5/05) precisa que el impulso final al Consejo lo da el Concilio Vaticano II (1962-1965). Por primera vez el Episcopado latinoamericano (22 % de los obispos presentes) se reconoce y actúa como tal, pese a que su incidencia en los documentos finales fue modesta comparado con el protagonismo de las iglesias del “eje renano”. Con todo, a Roma había llegado una “Iglesia del Silencio” y se retiró otra más abierta al compromiso entre sí y con sus pueblos.

El CELAM es una organización intereclesial que ha generado a través de sus 52 años un complejo de asambleas ordinarias y extraordinarias, sínodos de obispos, comisiones episcopales, departamentos y secciones para los cuales nada de lo que suceda en América Latina en los planos confesional o político pasa por alto (el organigrama funcional se puede consultar en su sitio oficial). La periodicidad de sus reuniones les permite igualmente a esos foros estar actualizados de los problemas que se suscitan  en el continente. Como se ha dicho, el Consejo no es un “Vaticanito”, ya que jamás discutió la autoridad papal ni el carácter ecuménico del catolicismo. Antes bien, se acomoda al sello que cada Papa imprime a su pontificado. Si Medellín recogió las frescas enseñanzas del Concilio Vaticano II y más las perspectivas de Juan XXIII y Pablo VI, Puebla y Santo Domingo tienen el sello de Juan Pablo II, también dentro de tales directrices pero siempre en clave latinoamericana. De hecho en cada conferencia se plantearon relecturas, revalorizaciones, acomodamientos y vueltas de tuerca, pero nunca un alejamiento definitivo de aquellas líneas conciliares.

Las cinco Conferencias Generales

Uno de los inevitables efectos del Vaticano II fue la “bajada” secular de sus directivas, que politizó la Iglesia latinoamericana en general, coincidiendo justo con las “luchas de liberación” en lo que empezaba a identificarse como Tercer Mundo.

En ese estado de cosas se llegó a la IIª Conferencia General de Medellín,  agosto-septiembre 1968, cuyo tema central apuntaba obviamente a las transformaciones de la América Latina post Concilio. El contexto de esta reunión estuvo influenciado por una asamblea extraordinaria realizada en Mar del Plata, en octubre de 1966, en la cual la discusión se había centrado en el tema “Iglesia e integración latinoamericana”. Los resultados de la IIª Conferencia, sostiene Gutiérrez Carriquiry, están imbuidos de las enseñanzas sociales de Mater et Magistra (1961) y Pacem in Terris (1963), de allí la fuerza de la línea pastoral resultante.

El afianzamiento de la revolución cubana, la fuerza centrípeta del mayo del ’68 parisino, el triunfo de Allende en Chile, el populismo nacionalista ascendente de Torrijos, Cámpora, Velazco Alvarado y Juan José Torres, las muertes de Camilo Torres y del Che, acompañaron en ámbitos eclesiales y laicales una inflexible lectura de la realidad expresada en la “teología de la liberación”. La polarización ideológica llevó la situación al extremo que el propio Pablo VI describió como un síntoma de autodestrucción, a la vez que en nuestros países la doctrina de la seguridad nacional poco a poco fue imponiéndose a las experiencias políticas progresistas. Como expresión de ese clima interno, las reducciones al estado laical (167 en 1967) entre Medellín y Puebla pasaron a 2.263 en 1968 y 3.800 en 1970 (v. Gutiérrez Carriquiry, 2005).

Dice este experto que la IIIª Conferencia General, realizada en Puebla enero-febrero 1979, tiene su base doctrinaria en la exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi (1975), de Pablo VI. Muerto éste y advenido a la silla apostólica Juan Pablo II, comenzó una etapa de relectura de las enseñanzas del Vaticano II. Por tal motivo, el tema de Puebla fue “la evangelización en el presente y en el futuro de América Latina”, en lo que se entendió como un lento retorno a la “afirmación de la identidad cristiana, eclesial y latinoamericana”. A partir de entonces se sucedieron las visitas del Papa a los países latinoamericanos, tanto para trabajar en la consolidación de la identidad desdibujada cuanto para desactivar conflictos como el argentino-chileno por las islas del Beagle o para reconfortarnos a los argentinos luego de la derrota en Malvinas. El Papa polaco obviamente tenía otras ideas en la cabeza, con el objetivo central de cerrar definitivamente ad intra la influencia del socialismo marxista y su metodología de lucha de clases. 

Sería injusto calificar de intrascendente a la IVª Conferencia General de Santo Domingo, octubre 1992, aunque es cierto que ésta no despertó el entusiasmo y movilización de sus antecesoras. El tema -recurrente- de la “nueva evangelización” se justificaba por la coincidencia con el V° Centenario del Descubrimiento de América y el nuevo contexto internacional. Para ese año todos los países latinoamericanos habían recuperado la democracia, aunque se presentaban problemas novedosos que inquietaban a la Iglesia: la problemática aborigen, el control de la natalidad, los derechos humanos, la cuestión ambiental y las deudas externas; todo ello implicó revalorizar la Doctrina Social de la Iglesia.

El tiempo transcurrido entre Puebla y la Conferencia General posee la marca indeleble de Juan Pablo II. Antes que la teología de la liberación, la preocupación se centró en las consecuencias de la caída del muro de Berlín y la desaparición de la Unión Soviética. Las cuestiones que enfrentaban a conservadores con progresistas, ya no eran políticas sino morales, derivadas del trastrocamiento de valores expresado en la confrontación vida - libertad.

Quedó atrás el mundo del ’68 y releyendo la literatura que nos proporcionaba en plena juventud el Centro Editor de América Latina, por caso Cristianismo: doctrina social y revolución (Buenos Aires, 1972), resultan tragicómicos los pronósticos desgranados en la Introducción por Marta Cavilliotti. Hoy la teología de la liberación ha virado más módicamente hacia la defensa de las comunidades aborígenes originarias y la armonía con la naturaleza: “Necesitamos ahora un catolicismo de rostro indio-negro-latinoamericano que no esté en contra del romano, sino en comunión con él”, concedía recientemente Leonardo Boff (“Los silencios reveladores de Benedicto XVI”, La Nación, 18/5/07, p. 25).

Este trabajo se escribió desarrollándose la reunión en Aparecida y antes de conocerse el documento final, pero teniendo a la vista la síntesis del extenso documento oficial para el debate. Sin embargo resulta casi obvio, sin perjuicio de un análisis más detallado de las conclusiones, que una de las consecuencias prácticas será el redoble militante de los católicos. Tanto candidato que anda en campaña por estos días, tendría que estar atento a las necesidades, preferencias y convicciones de  millones de católicos.