CLAVES Nº 134 - DICIEMBRE DE 2004
China, país poderoso.
Dicen que Napoleón Bonaparte alguna vez expresó “Dejad que China duerma y
cuando despierte hará temblar al mundo”. Pues parece que, finalmente, al
concluir el siglo XX el gigante asiático comenzó a desperezarse.
Cuando Napoleón habría dicho esa
frase, gobernaba la dinastía manchú de los Qing, responsable de la expansión
territorial y unidad política de los chinos durante los siglos XVIII y XIX. Las
eras imperiales terminaron para siempre con Pu Yi, el último emperador, cuya
época fue popularizada por el filme homónimo de Bertolucci. A partir de esa
caída, China vivió procesos políticos azarosos y violentos, como el cambio
republicano iniciado por Sun Yatsen en 1911, pasando por el abroquelamiento de
Chiang Kaishek en Taiwán a causa de la proclamación de la República Popular
China por la triunfante revolución marxista de Mao Tzedong, el 1º de octubre de
1949, hasta llegar a las “4 modernizaciones” impulsadas por Deng Xiaoping desde
1978.
Seguramente Henry Kissinger
tendría presente el cuadro de situación cuando en 1970, siendo secretario de
estado, convenció al presidente R. Nixon de la necesidad de reconocerle a China
status de potencia mundial e incorporarla al multilateralismo de Naciones
Unidas. Esa movida de piezas acarrearía el beneficio principal de comprometerla
con las reglas de la ONU, a la que se incorporó con banda y bandera en 1975,
desplazando a Taiwán de uno de los asientos permanentes del Consejo de
Seguridad.