24 de diciembre de 2004

La incógnita China



CLAVES Nº 134 - DICIEMBRE DE 2004

 
China,  país poderoso. 

Dicen que Napoleón Bonaparte alguna vez expresó “Dejad que China duerma y cuando despierte hará temblar al mundo”. Pues parece que, finalmente, al concluir el siglo XX el gigante asiático comenzó a desperezarse. 

Cuando Napoleón habría dicho esa frase, gobernaba la dinastía manchú de los Qing, responsable de la expansión territorial y unidad política de los chinos durante los siglos XVIII y XIX. Las eras imperiales terminaron para siempre con Pu Yi, el último emperador, cuya época fue popularizada por el filme homónimo de Bertolucci. A partir de esa caída, China vivió procesos políticos azarosos y violentos, como el cambio republicano iniciado por Sun Yatsen en 1911, pasando por el abroquelamiento de Chiang Kaishek en Taiwán a causa de la proclamación de la República Popular China por la triunfante revolución marxista de Mao Tzedong, el 1º de octubre de 1949, hasta llegar a las “4 modernizaciones” impulsadas por Deng Xiaoping desde 1978.

Seguramente Henry Kissinger tendría presente el cuadro de situación cuando en 1970, siendo secretario de estado, convenció al presidente R. Nixon de la necesidad de reconocerle a China status de potencia mundial e incorporarla al multilateralismo de Naciones Unidas. Esa movida de piezas acarrearía el beneficio principal de comprometerla con las reglas de la ONU, a la que se incorporó con banda y bandera en 1975, desplazando a Taiwán de uno de los asientos permanentes del Consejo de Seguridad.

¿Hará temblar al mundo, realmente? Al menos el mundo de los negocios se está estremeciendo, lo cual implica ajetreo político paralelo. En una nota anterior (v. Claves nº 129, julio 2004, “Otra vez el árbol y el bosque”) comentábamos que destacados analistas, observadores y protagonistas de la política internacional vaticinan cambios en la estructura de poder en el mundo entre 2025 y 2050: países con grandes superficies y población muy numerosa tendrán papeles protagónicos. Citábamos en aquella ocasión el caso de China, India, Brasil, la Europa de los 25, Rusia y los Estados Unidos. A medida que pasa el tiempo se nos afirma tal percepción, uno de cuyos indicios es el apuro por consolidar bloques regionales.

China posee un territorio de 9.596.960 km2 y posiblemente haya superado los 1.300 millones de habitantes. Estos datos alcanzan para entender su gravitante influencia de los últimos tiempos. Todo lo que hace, es y propone China, posee un tamaño descomunal. Basten unos botones de muestra: cuando empezaron las reformas económicas y políticas, cerraron fábricas ineficientes y burocracias innecesarias, quedando sin trabajo alrededor de 35 millones de personas, ¡casi la totalidad de la población argentina! Otro; un reciente informe del Instituto de Desarrollo Urbano con sede en la capital china, analizando las consecuencias del crecimiento demográfico del país (limitado por la Ley del Único Hijo), concluye que para ‘acomodar’ –esto es, distribuir proporcionalmente la población en el vasto territorio- China necesita construir 200 ciudades nuevas que alberguen cada una alrededor de 3 millones de personas. Estos datos concretos dan la pauta de por qué la diplomacia china se mueve con tanta habilidad, amplitud y rapidez, enviando misiones de primer nivel a nuestros países latinoamericano: necesita materias primas para alimentar a la gente y mantener ocupada la mano de obra barata por su abundancia, con las ventajas comparativas que ello implica. China, por ejemplo, produce el 40 % de los computadores que se utilizan en el mundo, de modo que los acuerdos económicos con ella tienden a reeditar la división internacional del trabajo característica del librecambismo decimonónico[1]. 

China,  país previsor

Su actual presidente, el Ingeniero Hu Jintao, no pensó a la Argentina como destino de viaje. De hecho, el verdadero motivo fue la reunión de la APEC[2] que, después de su escala porteña, se realizó en Santiago en los últimos días noviembre pasado, ocasión en que todos los países de la cuenca del Pacífico debatieron una agenda de intereses comunes.

El periplo sudamericano de Hu fue un derrotero diplomático bien planificado y mejor consumado, imbuido –es claro- por la coherencia de un interés nacional perfectamente definido. Las concesiones que estaba dispuesto a otorgar se harían a cambio de su ratificación como ‘economía de mercado (aunque los tecnócratas siguen debatiendo si en realidad puede aplicarse a China).

Previo a la visita a nuestro país, el líder chino había estado en Brasil, que, en términos de poder nacional, representa para China bastante más que nosotros. El gobierno de Beijing entiende que debe apuntalar, al igual que EE.UU, a Brasil como país-eje de esta región; por eso el viajero y Lula de seguro hablaron más a fondo de lo que trascendió sobre la aspiración brasileña de contar con un asiento permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU. Brasilia ya debe tener ese voto y además sacó ventaja al obtener un acuerdo para que la poderosa empresa Vale do Río Doçe fabrique acero, algo cualitativamente distinto que la mera transacción de hierro o soja por computadoras, zapatos o anteojos.

La reunión de ese foro de cooperación económica en Chile incluyó además la presencia de los presidentes V. Putin y G. Bush y los primeros ministros de Japón y Canadá (detalle: tres de los integrantes del G 7); también estuvo el presidente mejicano Vicente Fox y, en suma, representantes de todos los países de un área responsable del 56,4 % del PBI mundial, por donde circula el 47 % del comercio internacional. Las 2.500 millones de personas que por allí residen, están ávidas de consumo, pero sus respectivos gobiernos no van a abrir gratuitamente sus apetecidos mercados sin una negociación puntillosa de cada asunto que les interese.

Una zona de libre comercio desenmarcada de las reglas de juego de la Organización Mundial de Comercio es francamente imposible. La OMC tiene mucho que ver con el intercambio comercial en general y con China en particular. Pertenecer a ella implica una ineludible aceptación de la economía de mercado; dicho de otro modo: los exportadores chinos deben demostrar que, en la producción y venta de cada producto que quieran colocar en el mercado internacional, prevalecen las reglas de una economía de mercado[3], es decir no hay dumping. 

Este organismo multilateral, surgido con el Acuerdo de Marrakesh en 1994, continúa la tarea del GATT y, por ende, los principios que hacia 1947 le habían dado vida: la liberalización del comercio internacional y la igualdad de trato, expresada ésta en la cláusula de la nación más favorecida, en la igualdad en materia de tributación y en la reducción general y progresiva de aranceles.

Cuando China anunció su deseo de incorporarse al GATT, en 1986, Estados Unidos y la Unión Europea pusieron piedras en el camino, exigiéndole requisitos habituales como la apertura a la inversión extranjera en los negocios bancarios y de comunicaciones, liberalización del mercado agrícola y respeto por la propiedad intelectual, ente otros puntos. Nada desconocido, dicho sea de paso, cada vez que una gran potencia desea comerciar con algún país que le interese. Diez años después, siendo presidente Jiang Zeming, el antecesor de Hu, China presentó solicitud de ingreso a la OMC. Para ello debió someter a su Director General un plan de liberalización económica y comercial, requisito indispensable para ser aceptado miembro pleno, lo que ocurrió con un Protocolo de Adhesión en 2001. Entre las cosas que debía emprolijar, básicamente estaba la eliminación de controles, reducción de aranceles a la importación y reforma del régimen cambiario.

Todo esto, que se puede enunciar con sencillez, ha sido el resultado de un arduo proceso de negociaciones bi y multilaterales; entonces, para poder moverse con plena libertad en un ámbito complejo por naturaleza -a cuyas reglas de juego China no estaba habituada- requirió de manera imprescindible ‘comportarse’ como economía de mercado, consideración que de cualquier modo no la protege de las demandas de dumping en el marco de la OMC[4].

China y la Argentina.

Pero, ¿realmente conocemos todo lo necesario de China? ¿Hasta qué punto este gigante no es un misterio? Diplomáticos, políticos y empresarios, ¿avanzaron lo suficiente en el análisis de su idiosincrasia y en el estudio de su complejo sistema político-económico? ¿Tenemos en claro las enormes diferencias políticas, económicas y sociales que nos separan, para reconocer los que nos pueda unir?

En este contexto, el gobierno del presidente N. Kirchner hizo ‘otra película’, antes de la llegada del Ingeniero Hu Jintao. Ya sea por ingenuidad, torpeza o ambas cosas, dirigentes políticos y sociales se expresaron con tanto apresuramiento, que el propio huésped –y sus adelantados- debió relativizar las exageradas expectativas que corrían por vía de la acción psicológica desde un mes antes de su llegada. Absurdo e innecesario, pues no hay más verdad que la realidad. Así quedó en el camino el ilusorio préstamo de 20.000 millones de dólares para cancelar nuestra cuenta con el FMI, que –al momento de escribirse estas líneas- la primera dama pretendía recaudar en Madrid.

El memorandum de entendimiento que firmaron N. Kirchner y Hu Jintao contiene varios puntos: China se comprometió a abrir su mercado a productos alimenticios como carne vacuna y aves, cítricos dulces y ácidos, lácteos y tabaco, cada cosa con sus protocolos fitosanitarios. A cambio ellos nos venderán manufacturas, tripas saladas porcinas, ajos, peras y manzanas, aparte de declararnos país de destino turístico para los chinos. A 2003 nuestras ventas a China ascendían a unos u$ 2.700 millones, nada para un país con u$ 450.000 millones de reservas; los recientes acuerdos –dice el gobierno nacional- nos permitiría duplicar la cifra.

Pero el tema que más nos debe importar a los efectos de este comentario es lo de la condición de economía de mercado. Ya se ha dicho que la pertenencia a la OMC lo lleva implícito, agregando que Argentina prácticamente lo concedió a todos los países con que comercia. ¿Qué importancia práctica tiene ese status?, pues que el país favorecido sabe que el país importador no le puede aplicar tratos discriminatorios a sus productos, reduciéndose así la aplicación de cláusulas de salvaguardia. Entonces, ¿qué pasa si por la razón que fuere el balance de pagos se desequilibra demasiado?, debieran funcionar precisamente cláusulas de salvaguardia recíprocamente reservadas por los contratantes. De esto, no se sabe mucho y lo pueden terminar padeciendo los pequeños y medianos fabricantes argentinos de zapatos, de vestimentas y juguetes, que presienten una dura competencia con asimetrías[5]. Ese status que Argentina, Brasil y Chile concedieron a China no le ha sido reconocido aún ni por Estados Unidos ni por la Unión Europea, pese a que el 40 % de las exportaciones chinas tiene como destino el mercado norteamericano.

No obstante, China tiene un lado oculto que vale la pena recordar. Por lo pronto, la pésima relación con Taiwán constituye un inconveniente que preocupa no solo a los países de la región sino a extracontinentales como Estados Unidos, aliado histórico de los gobiernos de Taipei. Además, está la cuestión  de Corea y no es aventurado suponer que la posible unificación de ambas sin la luz verde de Beijing sea ilusoria. Pese a su condición de potencia nuclear, los recelos por el rearme japonés señalan la vigencia de otra cuestión pendiente y delicada. China tiene también problemas de límites con Rusia, Mongolia y la irresuelta cuestión del Tibet. Si a eso se le agrega la existencia de cientos de nacionalidades, etnias y lenguas, cabe entender que no será para nada fácil su estabilidad política interna (la matanza de Tienanmen sigue siendo un fantasma recurrente). Las ex repúblicas soviéticas de Asia Central no llegan en conjunto a 60 o 70 millones de habitantes y sienten la fuerte presión demográfica de su vecino, que también es un país con diáspora. En Argentina, solamente, la deportación de chinos ilegales aumentó en lo que va del año un 102 %. Por último, cabe mencionar los serios problemas ambientales que padece y que, según expertos, el gobierno no hace mucho para contrarrestar.

Sólo una concepción demasiado elemental de la política internacional puede explicar los desatinos cometidos por algunos funcionarios nacionales y opinólogos varios que fatigan los medios, excepto el ministro Lavagna, para ser justos, con motivo de la presencia de Hu Jintao.

Desde esta columna hemos machacado con que una política exterior coherente se corresponde a una política interna de igual rango. Un país en el que los indicadores del subdesarrollo[6] gozan –desgraciadamente- de plena salud, debe cuidarse mucho más que cualquier otro en el manejo de sus relaciones internacionales. No se puede pasar de un solo salto de las ‘relaciones carnales’ al autoencierro o, peor, la improvisación, sin pagar algún a mediano o largo plazos. Precisamente, el periplo del presidente chino tiene una proyección de 25 años, es decir, contempla las necesidades de al menos una generación de sus compatriotas.

De aquella coherencia externa –que implica la interna- se deriva una especie de corolario: únicamente los países poderosos pueden usar la política exterior para cambiar los humores de su electorado. Claro ejemplo ha sido el aval del pueblo norteamericano a la reelección de George Bush, pese al embrollo indiscutible que es hoy la guerra en Irak.

Argentina, al contrario, tiene muy pocos asuntos e intereses definitorios para movilizar unánimemente a la opinión pública y que repercutan en el plano mundial. Seguramente uno es el caso Malvinas, un tema bilateral que ya sabemos lo que nos dolió; otro podría ser la caída en default, negativo para el país y que encima escapa de nuestro control. Por eso, apostar todas las fichas a un acuerdo salvador con China era tan ingenuo, por decirlo suave, como no concurrir al Cuzco a sostener que la unión sea latinoamericana e incluya a Méjico y demás países centroamericanos.

Bienvenida, entonces, nuestra apertura a los países del Pacífico, si eso reafirma un destino peninsular que nos impuso la naturaleza misma, pero que sin embargo la miopía dirigencial -si no su mezquindad- desmereció o sencillamente no entendió desde el fondo mismo de nuestra historia.



[1] Ver el artículo de Carlos Zaffore –“China no debe ser la Inglaterra del siglo XIX”- publicado en Clarín, 1º/12/04, Sec .Opinión, p. 29.
[2] Sigla inglesa de la Organización de Cooperación Económica Asia Pacífico, establecida en 1980 por impulso de Australia y Japón. Está integrada por 21 países ribereños del Pacífico, los cuales se fueron incorporando paulatinamente. En noviembre de 1994, reunidos en Bogor (Indonesia), decidieron establecer una zona de libre comercio para 1994, cosa que se debatió ahora en Chile.
[3] María José Etulain, “China y el status de economía de mercado”, en La Nación, Sec. Comercio Exterior, p. 3, 12/12/04.
[4] Quien desee ampliar éste y otros temas referidos a China puede consultar en la Biblioteca Central de la UCS, la tesis de la Lic. en Relaciones Internacionales María Eugenia Vargas Zambrano (posiblemente la persona que más sabe de China en Salta), titulada China, un país de dos sistemas.
[5] La participación de la industria nacional en el negocio de juguetes bajó del 55% en 2003 al 40% en 2004. El 72% de los juguetes que circulan en el mercado argentino son de procedencia china (datos del diario La Nación, 14/12/04).
[6] Por si alguien no los recuerda, son: estrangulamiento del sector externo, deterioro de la relación de intercambio, desequilibrio en la balanza de pagos, falta de movilidad social y desigual distribución en la propiedad y los ingresos, escasez o mala distribución de núcleos poblacionales, falta de competencia interna y externa.

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