Revista Claves nº 40, junio de 1995
Estas líneas se empezaron a escribir horas después de conocidos los actos terroristas de Madrid, Oklahoma y Yokohama, ciudades de tres países del primer mundo. Esos trágicos sucesos preanuncian, como una ominosa señal, la calidad de conflictos previsibles para el siglo XXI. El terrorismo internacional, cualquiera fuese su fuente inspiradora, es un dato actual de las relaciones internacionales y no responde a un comportamiento político previsible. Semejante signo de los tiempos estaba lejos de ser imaginado por quienes advirtieron, mientras se desarrollaba la más universal de las guerras convencionales, la necesidad de reelaborar reglas de juego sobre la base de que los conflictos armados no podían admitirse como instrumentos lícitos para obtener objetivos nacionales.
La Carta de la Organización fue firmada el 26 de junio de 1945 en la ciudad de San Francisco y entró en vigencia el 24 de octubre siguiente, luego de la ratificación por suficiente número de estados. Concluía así el proceso de negociación iniciado en 1941, en paralelo con las acciones bélicas. Se trata de un instrumento jurídico -un tratado multilateral- de 101 artículos, integrado además por el Estatuto de la Corte Internacional de Justicia, órgano judicial de jurisdicción voluntaria del cual, hasta el momento, sólo los estados pueden ser partes y muchas de cuyas sentencias han contribuido enormemente a fijar pautas de comportamiento de “buenos vecinos” entre las naciones.
El máximo organismo internacional reconoce como antecedente mediato al Pacto de la Sociedad de las Naciones o Liga de las Naciones, creado por los tratados de Versalles al concluir la Primera Guerra. Promotor de la Liga había sido el Presidente estadounidense Woodrow Wilson, quien fundamentó la creación en una docena de consignas que garantizarían la estabilidad de un orden internacional sustituto del Concierto Europeo, insostenible en la primera década de este siglo. La experiencia fracasó, entre otras razones, por la falta de ratificación del tratado constitutivo por los Estados Unidos y la posterior expulsión de la Unión Soviética luego de la invasión a Finlandia.
La negociación de la segunda experiencia societaria mundial se inició con la Declaración de Londres, suscripta el 12 de junio de 1941 por los catorce países aliados contra la coalición del Eje. El 14 de agosto siguiente se reunieron Franklin Roosevelt y el Premier inglés Winston Churchill para emitir la Carta del Atlántico, en la que expresaban la voluntad de construir un sistema de estados que, basado en ocho de los puntos de Wilson, resguardara el entendimiento entre las naciones más fuertes del planeta para evitar la repetición del fracaso de la Sociedad de las Naciones.
Un grupo de veintiséis estados firmó el primer día de 1942 la Declaración de Washington, llamada también Declaración de las Naciones Unidas, (oportunidad en que por primera vez se usó tal designación) reconociendo solemnemente la vigencia de los principios que aquellos dos líderes estipularan cinco meses atrás: 1) renuncia a toda forma de expansión territorial, 2) prohibición de introducir cambios en contra de la voluntad de los pueblos interesados, 3) derecho de cada pueblo a decidir libremente su forma de gobierno, 4) igualdad entre todos los estados para acceder al comercio de materias primas, 5) cooperación económica internacional, 6) establecimiento de un sistema de paz entre naciones que permitiese a todos los pueblos vivir seguros dentro de sus fronteras, 7) libertad de navegación de los mares, 8) renuncia al uso de la fuerza y desarme de las potencias vencidas.
El derecho de veto y la igualdad soberana de los estados.
Luego de la reunión en Londres siguieron las de Moscú, Teherán y Dubarton Oaks, culminando con la famosa conferencia de Yalta en donde Roosevelt, Churchill y Stalin decidieron un tema delicado respecto del cual había discrepancias: la composición del Consejo de Seguridad (CS) y su sistema de votación. Se estableció entonces el carácter de miembros permanentes a las potencias aliadas (China, Estados Unidos, Francia, Reino Unido y la URSS), con capacidad de veto. Se introdujo así la llamada regla de unanimidad de las grandes potencias para asuntos de importancia, la cual exige el voto positivo de nueve integrantes del Consejo incluidos los miembros permanentes.
Sin duda el derecho de veto se contradice con el principio de igualdad soberana de los estados, consagrado en la propia Carta. Pero a la luz de los resultados, esta desigualdad -paradójicamente- permitió que la ONU no naufragara en sus primeros difíciles años de vida. La inoperancia del CS en sucesos como la Guerra de Corea fue aprovechada por el resto de los estados miembros para sancionar la Resolución 377 (AG V), conocida como Unión Pro Paz. Mediante ésta, en circunstancias en que el abuso del veto trabara las decisiones del Consejo, la Asamblea reasumiría funciones en principio asignadas a aquél, pero que podía ejercer en razón de la misión genérica de mantener la paz y seguridad internacionales.
Los capítulos VI y VII de la Carta adquieren una significación especial respecto de la estructura, misión y funciones de la Organización. El primero se refiere al Arreglo Pacífico de Controversias, estableciendo procedimientos para poner fin a las disputas entre estados miembros o no de la ONU. También en este aspecto la intervención del CS es decisiva, acompañado, con el correr del tiempo, por el Secretario General quien agregó tareas de carácter político-diplomáticas a sus funciones estrictamente administrativas.
Si fracasan los procedimientos pacíficos (negociación directa, investigación, mediación, conciliación, arbitraje, etc.), los acontecimientos susceptibles de amenazar la paz internacional, quebrantarla, o los actos de agresión, se encuadran en el capítulo VII que faculta principalmente al Consejo para ejercer dos clases de medidas: aquellas que no impliquen uso de fuerza armada (interrupción total o parcial de relaciones económicas, de comunicaciones, o ruptura de relaciones diplomáticas) y las que implican uso de fuerza aérea, naval o terrestre (demostraciones, bloqueos). Para ello, los estados miembros deben tener siempre a disposición de la Organización fuerzas de ayuda, a más de facilitar las acciones del Consejo de Seguridad coordinadas por un comité de Estado Mayor.
La cooperación internacional.
Es otra de las tareas “imposibles” de las Naciones Unidas, que ha permitido avanzar en el diagnóstico de los graves problemas generados por toda clase de desigualdades en el mundo. Este significativo objetivo, consignado en el preámbulo mismo y como propósito en el artículo 1 de la Carta, adquirió categoría de principio -es decir con fuerza instrumental- por Resolución 2625 de la Asamblea General (XXV). La cooperación internacional no se ha expresado solamente en el terreno económico; abarcó desde el proceso de descolonización -que sirvió para democratizar la sociedad internacional- hasta la protección de los derechos del hombre y libertades fundamentales, pasando por el desarrollo progresivo y codificación del derecho internacional a fin de consagrarlo como regla de conducta universal. La inmensa tarea está encomendada al Consejo Económico y Social. Existe también un Consejo de Administración fiduciaria, de funciones acotadas a la promoción de la plena soberanía de los estados coloniales o semicoloniales. Con la independencia de aquellos territorios sometidos a mandato internacional, está casi en desuso.
La tarea de la ONU para promover la vida independiente de los pueblos encuentra sustento legal en los principios de igualdad jurídica y libre determinación de los pueblos. A través de sus organismos especializados (FAO, UNESCO, GATT, OMS, OIT, OMM, OIEA, OACI, FMI, etc.) ha procurado asistir las más elementales necesidades de las poblaciones menos favorecidas.
A partir de la Declaración de los Derechos del Hombre de 1948, el trabajo en materia de protección internacional de los derechos humanos ha sido incansable. Tanto se ha avanzado hoy al respecto, que el individuo se halla cada vez más cerca de la categoría de sujeto del derecho internacional, equiparándose a los estados. En un futuro no lejano, la persona humana podrá acceder directamente a tribunales internacionales para reclamar la protección de sus derechos esenciales en cualquier lugar, sin necesidad de recurrir al instituto de protección diplomática por su estado de origen. Las convenciones internacionales en defensa de la dignidad humana en sus variados aspectos son numerosas; varias han sido incorporadas con rango constitucional en la nueva Constitución Argentina de 1994. Últimamente se ha desarrollado una rama especializada, el denominado Derecho Humanitario, para los casos de violación de derechos humanos en el transcurso de conflictos armados de cualquier índole.
Tampoco la ONU ha descuidado el desarrollo progresivo y la codificación del Derecho Internacional. Existe una atenta detección de normas (sean de origen consuetudinario, plasmadas en tratados bi o multilaterales, o principios generales: todas fuentes del derecho internacional), con la finalidad de depurarlas e incorporarlas en cuerpos normativos para una rápida identificación de la materia cuya aplicación se invoque. Así es como se reunieron reglas sobre diplomáticos y cónsules, misiones especiales, derecho del mar, derecho de los tratados, entre otros grandes temas.
Balance parcial del cincuentenario.
No se puede, evidentemente, practicar el balance general de una organización tan compleja durante cincuenta años decisivos en pocas líneas.
Por tanto, estas reflexiones parciales apuntarán al aspecto más sensible, cual es el nivel de eficacia de la Organización para establecer y garantizar un orden universal. Precisamente la severidad con que se juzga su actuación, frente a la diversidad e intensidad de conflictos habidos desde su creación, se relaciona con la voluntad política de los estados miembros para resolverlos. Adviértase que la ONU no es un superestado, sino un organismo interestatal dentro del cual la convivencia heterogénea impide tomar decisiones rápidas y eventualmente sancionar a los infractores. Las tensiones entre lo “universal” y lo “estatal” y entre la riqueza y la pobreza se reflejan en un mundo donde el imperio de la ley internacional no ha podido todavía reemplazar las exigencias de la seguridad estratégica de las grandes potencias. Ejemplo de lo expresado fue el apresurado anuncio norteamericano de un “nuevo orden” luego de la repelida agresión de Irak a Kuwait, cuando en realidad resguardaba sus propios intereses con el presionado auspicio de la sociedad internacional. (El liderazgo se frustró con los sucesos de Haití, contrafigura de la crisis del Golfo Pérsico; nadie podía sostener seriamente que se trataba de un conflicto susceptible de poner en peligro la paz y la seguridad internacionales).
La Organización de las Naciones Unidas no nació condicionada tanto por su origen cuanto por su porvenir. La necesidad de hacer perdurable la supresión de la guerra como última razón de las políticas nacionales, requería un sistema en el que las potencias aliadas aseguraran sus posiciones en la toma de las grandes decisiones. El principio del no uso de la fuerza -y su correlato del arreglo pacífico de controversias- no había podido afirmarse con la Liga de las Naciones ni con el Tratado de Renuncia de la Guerra (conocido como Pacto Briand-Kellog), firmado por apenas nueve estados en 1928.
Ninguna de las potencias rectoras ignoraba que la carrera armamentista -especialmente nuclear- condicionaría a inmediata posguerra. A partir de la reunión de Yalta trasladaron las tensiones de su juego político al seno de la Organización, alineando al resto de los estados hasta el final de la guerra fría. Muchos analistas simplificaron el sentido de aquella conferencia, considerándola un “reparto del mundo” entre los Estados Unidos y la Unión Soviética. En realidad fue la primera oportunidad de explorar la futura convivencia de posguerra entre ambos bloques, los cuales, aunque separados por un foso ideológico -como dijera Walter Lipmann-, estaban unidos por el puente del interés nacional de cada uno.
Demostrada la imposibilidad de un enfrentamiento nuclear masivo (crisis de los cohetes en Cuba en 1962) comenzó el deshielo que daría lugar a un mundo políticamente multipolar pero militarmente bipolar. Así, el eje de las tensiones este-oeste se desplazó en dirección norte-sur, una contradicción que hasta hoy no se supera y produce más tensiones que la guerra misma. Los conflictos de “baja intensidad”, focalizados en determinadas zonas del planeta, expresaron de otro modo el enfrentamiento soviético-norteamericano. El fracaso de la perestroika apuró el derrumbe de la Unión Soviética, evidenciando un nuevo choque de intereses con el surgimiento de problemáticas nacionales artificialmente reprimidas.
Ante este panorama las Naciones Unidas, impelidas a cumplir el papel asignado en su Carta, deben asumir el monopolio del uso de la fuerza con firmeza. Hoy parecería atinado introducir reformas o reglamentaciones a este respecto, las cuales involucrarán la composición del Consejo de Seguridad y por ende la supervivencia del veto.
La globalización de la economía mundial, otro crucial condicionamiento de nuestro tiempo, requiere un mundo pacificado. Y como lo delicado seguirá siendo por algún tiempo la forma de ejercer la fuerza, la ONU no sólo es necesaria sino garantía de un mundo justo y solidario, más allá de las reservas mentales de los principales actores. Es recomendable la lectura del mensaje del actual Secretario General, el egipcio Boutros-Ghali, en oportunidad de la Reunión Cumbre del Consejo de Seguridad del 31 de enero de 1992 (el informe se llama “Un programa de paz. Diplomacia preventiva, establecimiento de la paz y mantenimiento de la paz”).
En sus párrafos finales dice el alto funcionario, refiriéndose a la oportunidad que tuvieron las Naciones Unidas y que le fuera negada a la Sociedad de las Naciones: “puede ser que nuestro planeta, que hoy, por diferentes razones, sigue estando en peligro, no tenga una tercera oportunidad”; es decir, los problemas son graves y pasan únicamente por la mala relación ancestral de algunos pueblos en distintas partes del globo. Por eso Ghali apuesta a apuntalar la eficacia del Consejo de Seguridad, afirmando su carácter de órgano colegiado, cuya labor “debe regirse por un genuino sentido de consenso derivado de intereses compartidos y no por la amenaza de veto ni por el poder de un grupo de naciones”. Como observación-diagnóstico la apreciación es adecuada, pero como fórmula para el tratamiento de los males del mundo, la cooperación entre las naciones sigue siendo la adecuada, sobre todo en materia económica pues -según advirtiera el extraordinario Pablo VI- el desarrollo sigue siendo el nombre de la paz.
No hay comentarios:
Publicar un comentario