24 de diciembre de 2006

Aporte para la problemática indígena

Claves nº 154 – diciembre 2006

El 29 de septiembre pasado, la Corte de Justicia de Salta dictó un fallo que tuvo mucha repercusión en Salta y casi nada a nivel nacional. Fue en el caso “José Fabián Ruiz”, un wichí acusado de violación y abuso deshonesto en perjuicio de una menor de su misma etnia. Detrás de las argumentaciones jurídicas emerge la punta de un iceberg: la ajetreada “cuestión” aborigen, uno de los temas pendientes más delicados en Latinoamérica.

Breve referencia a la causa penal

La mayoría de los jueces de la Corte local había anulado el auto de procesamiento para que la Instrucción pondere -a la luz de los preceptos constitucionales que garantizan el respeto a la “preexistencia étnica y cultural de los pueblos indígenas argentinos” (art. 75 inc. 17 CN y art. 15 CP)- una pericia antropológica objeto según ella de una “valoración peyorativa” por el juez interviniente. Tal pericia acreditaría que, entre los wichís, es costumbre ancestral que las mujeres puedan mantener relaciones sexuales consentidas a partir de su primera menstruación[1]. El voto mayoritario tuvo la disidencia de la jueza Garros Martínez, cuyos fundamentos se basan en una posición -digamos- etnocéntrica[2].

Sustraer a la población wichí de la aplicación de la legislación penal argentina implicaría reconocer un privilegio que no todos los ciudadanos del país estarían en condiciones de exigir. ¿El respeto a una identidad cultural preexistente está por encima de los derechos humanos, incorporados en el art 75 inc. 22 de la CN, luego de la reforma de 1994? El voto disidente ha sido defendido, entre otros, por María Julia Palacios y Violeta Carrique en el n° 153 de CLAVES (“Diversidad Cultural y Derechos Humanos”, nov. 2006), defendiendo la aplicación irrestricta de los tratados sobre derechos humanos, en especial del pacto de San José de Costa Rica.

En esta ocasión aludiremos a ciertos aspectos que merecen una lectura particular, para que jueces de cualquier instancia los tengan presentes al momento sentenciar. El pleito no tiene resolución definitiva y todavía correrá bastante tinta en el expediente hasta que se determine la culpabilidad o inocencia de Ruiz; dicho de otro modo, establecer si en éste y otros casos similares se aplicará el Código Penal o alguna normativa o uso tribal de carácter consuetudinario. Si se decidiera lo primero, se acabó el problema; en caso contrario, los problemas recién empezarán. 

Por otra parte, no será la primera vez que la jurisprudencia de los tribunales introduzca criterios que, tarde o temprano, incidirán en cambios políticos de relevancia, con mayor razón cuando el asunto termina en manos de la Corte Suprema de Justicia de la Nación. Acá nos centraremos, pues, en las consecuencias que podría acarrear una sentencia políticamente correcta, que destrate la estructura institucional argentina.

¿Población o pueblo?

“Pueblo”, para el derecho internacional, es un concepto con sentido preciso: grupo humano con referencias identitarias comunes como territorio, lengua, religión, organización, costumbres y tradiciones. “Un ‘pueblo’ -dice Verdross- podrá cambiar también de organización o, incluso, ser dominado transitoriamente por un poder extranjero, sin desaparecer como ‘pueblo’. Ahora bien: solo es ‘pueblo’ en este sentido aquella comunidad que ha llegado a gobernarse plenamente a sí misma, o sea un pueblo organizado en Estado, aunque surjan obstáculos pasajeros para su organización propia”[3]. En cambio, hablar de población implica una referencia genérica al conjunto de personas nativas o extranjeras que habitan un determinado lugar, una jurisdicción territorial; esta idea apareja menos dificultades en cuanto a que “población” somos todos: criollos, mestizos, aborígenes, heredo-europeos, etc.

Territorio, población y gobierno son los componentes básicos del Estado. El elemento que verifica esa condición es la libre determinación, principio de derecho internacional general que no admite acuerdo en contrario[4]. Asimismo, el art. 2 de la Resolución 1.514 de la Asamblea General de la ONU (14/12/60) concede a todos los pueblos el derecho de libre determinación para establecer su condición política y perseguir libremente su desarrollo económico, social y cultural. Precisamente por los conflictos que puedan derivar de su aplicación en la práctica, el art. 1.3. del Convenio 169 de la OIT refiere a que “La utilización del término pueblos en este Convenio no deberá interpretarse en el sentido de que tenga implicación alguna en lo que atañe a los derechos que pueda conferirse a dicho término en el derecho internacional”.

Un manejo desprevenido o ideologizado de la problemática abriría lisa y llanamente la puerta para que, por vía de interpretación judicial, se reconozca a los “pueblos originarios” una calidad de derechos o prerrogativas propios de comunidades autónomas; de allí a exigir la libre determinación hay apenas un trecho. Con eso se abre la tensión separatista, bajo la forma de enclaves o como sea, conspirando contra el principio de soberanía nacional y de integridad territorial. Si se diera una situación tal, ¿cómo oponernos a igual pretensión de los kelpers respecto de las Islas Malvinas?

Hace años que en la Argentina hay organizaciones que trabajan en esa dirección, por razones nunca claras y que conviene abordar con urgencia. Los ejemplos de indigenismo secesionista están a la vuelta de la esquina. Ya aludimos en otra ocasión a la República Aymara socialista, independiente de Bolivia, que pregonaba Felipe Quispe en los caseríos del altiplano a mediados de 2001 (CLAVES nº 102, “Bolivia, tan cerca pero tan lejos”, agosto 2001); tampoco es de extrañar que comunidades aborígenes argentinas preparen el terreno para reclamar -tarde o temprano- su independencia. Si eso ocurriera, sería por la incompetencia y desinterés de la dirigencia argentina, incapaz de proponer soluciones perdurables para este sector de argentinos marginados absolutamente.
Indigenismo y Convenio 169 de la OIT
La Organización Internacional del Trabajo impulsó este “Convenio sobre pueblos indígenas y tribales”, cuyo texto se adoptó el 27/06/89. Pese a las presiones, no ha sido incluido en la nómina de tratados del art. 75 inc. 22 de la CN con rango constitucional. Garros Martínez lo aludió con buen criterio, citando sus arts. 8 y 9, los cuales, en el afán de prevenir conflictos, prescriben la posibilidad de aplicar la legislación nacional a los pueblos interesados tomando debida consideración de sus costumbres o su derecho consuetudinario (8.1.), siempre que éstas no sean incompatibles con los derechos fundamentales definidos por el sistema jurídico nacional ni con los derechos humanos internacionalmente reconocidos (8.2., la cursiva es nuestra); a su vez, el 9.1. consagra el respeto a los métodos con que los pueblos interesados tradicionalmente repriman los delitos cometidos por sus miembros, pero en la medida en que sea compatible con el orden jurídico estatal y los derechos humanos.

Lo que se conoce como indigenismo es una cuestión social que históricamente ha tenido su mayor impulso y referencia en Bolivia, Guatemala, Méjico y Perú. Surgió como una actitud moral y humanitaria, hasta convertirse en un movimiento reivindicatorio, sostiene José M. Fernández Fernández[5], lo cual implica considerarlo no una ciencia sino una “política” (y ésta en sus variantes asimilacionista o integracionista, ambas igual de criticadas). Este autor consideró distintos abordajes o “aproximaciones” a un problema absorbido por la antropología: culturalista, economicista, multidimensional. Este último enfoque logró reflejarse en la denominada Declaración de Barbados II (1977), cuya tónica es favorable a la autodeterminación. El indigenismo expresa hoy la condición de la “colonización interna”, ya que la secular anterior es cosa juzgada.

El Instituto Indigenista Interamericano definió el indigenismo como “una formulación política y una corriente ideológica, fundamentales ambas para muchos países de América, en términos de su viabilidad como naciones modernas, de realización de su proyecto nacional y de definición de su identidad”. Con todo, el concepto no es uniforme y recibe demasiados reparos, según la perspectiva del observador. El marxismo, por caso, le dio un soporte teórico importante a través de José Carlos Mariátegui, quien llegó “al entendimiento y a la valoración justa de lo indígena por la vía del socialismo”[6]: no es un problema cultural sino de explotación y lucha de clases. Hay autores, por cierto, que reaccionaron contra el “indianismo”, idea que va más allá del indigenismo. Manuel Gutiérrez Estévez[7], por ejemplo, advierte contra el radicalismo político de los que contraponen la civilización india a la occidental, intentando “construir una identidad indígena continental que sea políticamente operativa”. Esto presupone la existencia de una “profunda y escondida unidad entre todas las culturas amerindias”, cosa que el autor niega. Por su parte, Roger Bartra, miembro del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM y español de nacimiento, no vacila en considerar “el crecimiento de una izquierda reaccionaria y conservadora armada de una ideología indigenista populista” como un fenómeno político alarmante, que va a poner en riesgo los procesos de democratización en América Latina[8].

Colofón

Hace un mes largo, y luego de mucho tiempo, un canciller belga aterrizó en Buenos Aires. Karol De Gutch dijo ante un foro de editores argentinos: “Bélgica tiene intenciones de restablecer sus vínculos con América Latina, empezando por la Argentina, el país más europeo de la región” (“Bélgica se opone a que España cobre antes que el Club de París”, La Nación, Economía y Negocios, p. 3, 21/11/06). El remanido estereotipo que encierra la noticia viene a cuento para esta nota: ¿es el nuestro un país “europeo”, realmente? En todo caso, ¿qué significa eso? A causa de la visión unilateral centro-portuaria de nuestra realidad humana, que en determinados círculos se asume a pie juntillas, la Nación Argentina enfrenta procesos de desintegración social aún no abordados con contundencia y responsabilidad histórica. Uno es sin duda el problema indígena, que se desconoce y simplifica con el trato peyorativo a bolitas, yoruguas y paraguas. Hay un peligroso componente racista en nuestra idiosincracia.

Que los argentinos de etnia aborigen son ciudadanos de cuarta categoría (de tercera, los cabecitas negras), mal tratados históricamente, víctimas de la prepotencia criolla y del clientelismo político, ignorados sino despreciados, es rigurosamente cierto. Entonces ¿qué sentido de pertenencia  pueden tener? ¿qué ganas de seguir siendo lo que no sienten? Hace rato que esas comunidades confían más en las iglesias u ONG internacionales que en las autoridades “legales”.

La gran pregunta es cómo hacer para que las poblaciones aborígenes argentinas se sientan plenamente integradas a la Nación, salvo que convengamos que la empresa no vale la pena. G. Bidart Campos consideraba que el derecho a la identidad y el derecho a la diferencia son dos aspectos del derecho a la igualdad. La colisión es evidente y la perciben mejor quienes han tenido oportunidad de tratar con los aborígenes en su hábitat. Allí está el desafío, que requiere mucha inteligencia y responsabilidad, a la vez que no admite demagogia ni reservas mentales. Los magistrados intervinientes en las distintas instancias deben recordar, en fin, que el derecho internacional impregna cada vez más al derecho interno, penetrando en él por vías convencionales o jurisprudenciales. El Poder Judicial, contralor de los otros dos, tiene la función inexcusable de preservar el sentido de Nación, que trabajosamente y con altibajos ensayamos desde 1816. Confiemos en su prudencia y sabiduría.


[1] Sin embargo, la dirigente wichí Octorina Zamora ha señalado que el abuso sexual jamás constituyó una costumbre ancestral en esa etnia (v. Néstor H. Palma, “Todo es igual, nada es mejor”, El Tribuno, p. 2, 20/10/06). La niña-madre en cuestión tiene hoy entre 11 y 13 años de edad (no se sabe con exactitud) y vive con su madre y padrastro abusador en la Comunidad Hoktek t’oi (Lapacho Moto), Tartagal. Casi en la misma época, la Cámara Criminal de Orán condenó a tres años de prisión por intento de violación a otra niña, al delegado de la misión “El Tráfico” de Embarcación, sin consideraciones antropológicas (“Condenaron a jefe wichí por abusar de una menor”, El Tribuno, 25/10/76).
[2] Quedó expresada en el considerando 12, párrafo 2º in fine de su voto, mencionando especialmente el Pacto de San José de Costa Rica, “de cuyo Preámbulo emerge la relevancia superior de los derechos que hacen a los atributos de la persona humana”.         
[3] Alfred Verdross, Derecho Internacional Público, p. 76, Aguilar, Madrid, 1974.
[4] Integra el ius cogens, definido en el art. 53 de la Convención de Viena sobre Derecho de los Tratados, de la que Argentina es parte.
[5] “Indigenismo”, Diccionario Crítico de Ciencias Sociales, Universidad Complutense de Madrid, 2004.
[6] Ver “El problema del indio”, en Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, p. 35, Amauta, Lima, 1970.
[7] “El estilo de la civilización amerindia”, Revista de Occidente, nº 269, oct. 2003, p. 7, Madrid.
[8] “Un zombi político”, El País, 26/10/03, p. 13, Madrid.

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