24 de marzo de 2008

Colombia - Ecuador: derecho y política internacionales

Claves nº 167 – marzo 2008

 La columna de septiembre pasado (Claves nº 163 – sept./07) se tituló “Colombia: la luz y el túnel”, y su relectura es apropiada a los efectos de esta entrega. En esa nota analizamos varios indicios de descongelamiento del “témpano al garete” que parece Colombia. Una serie de datos permitían divisar entonces una pequeña luz al final del túnel; posteriormente ocurrió la liberación de Clara Rojas y Consuelo González. Pero la reciente incursión militar por territorio ecuatoriano y la muerte de Raúl Reyes creó el inesperado casus belli que puso en vilo a la América del Sur. ¿Significa el fracaso de cualquier intento pacificador o, por el contrario, el nuevo escenario que acelerará los tiempos para una salida pacífica?

Rara cosa sucede con frecuencia en el plano de las relaciones internacionales, en el cual, por un lado, se acusa de ineficaz al derecho internacional, pero por otro, cuando suceden crisis de gravedad, se termina invocándolo -a favor o en contra- de manera ineludible. La cuestión es bastante simple: el cumplimiento del derecho internacional está supeditado a la buena fe de los estados (pacta sunt servanda), ante la carencia de un órgano capaz de imponer sanciones eficaces. De hecho, en la cotidianeidad es más cumplido que incumplido, pero las violaciones más chocantes por lo general se relacionan a situaciones en las que medran demasiados intereses entrecruzados, y en esas ocasiones los estados se guían más por las políticas de poder que por la ley internacional. Ejemplos sobran y están a la vista.

Uno de los principales objetivos tenidos en vista al crearse las Naciones Unidas fue prohibir la guerra como instrumento de política nacional. Como la Carta de la ONU (CONU) es en esencia un tratado, y por ende obliga a los estados parte, con el andar del tiempo la organización fue acomodando cargas y ajustando sus mecanismos jurídicos. El art. 2 incluye siete principios de derecho internacional de raíz consuetudinaria, que los estados parte deben respetar y cumplir; en el inciso 4 se estableció la prohibición de la amenaza y del uso de la fuerza armada. Tuvieron que pasar veintinueve años para rellenar un bache legal y ello ocurrió cuando en 1974 la Asamblea General sancionó la Resolución nº 3314, que define la agresión. En efecto, prohibido el uso de la fuerza, era imprescindible determinar cuándo se tipifica una agresión: básicamente es el uso de la fuerza armada de un estado contra la soberanía, la integridad territorial o la independencia política de otro, y el primer uso constituye prima facie prueba de la agresión.

Por tanto Colombia cometió un acto de agresión, aunque lo pueda justificar con otra resolución paradigmática de la Asamblea General, la n° 2.625 de 1970, la cual había precisado el contenido de algunos principios de derecho internacional general. Al referir precisamente al de abstención de recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza, menciona, entre otros  caracteres, al deber de los estados “de abstenerse de organizar, instigar, ayudar o participar en actos de guerra civil o en actos de terrorismo en otro estado, o de consentir actividades organizadas dentro de su territorio encaminadas a la comisión de dichos actos”, cuando éstos impliquen recurrir a la amenaza o uso de la fuerza.

Por supuesto, cabe comprobar en este caso que Ecuador o Venezuela si no alientan al menos toleran las incursiones de las FARC por sus territorios. El gobierno colombiano tiene implícito ese argumento en su invocación de legítima defensa. Ante la repulsa generalizada por su acción, el presidente Uribe pidió disculpas en la sesión del Consejo Permanente de la OEA, comprometiéndose además en la cumbre del Grupo Río -del 7 de marzo en Santo Domingo- a no volver a reiterar esta clase de acciones.

Tampoco podría justificarse la incursión colombiana en las denominadas expediciones punitivas (del tipo de aquellas del ejército norteamericano contra Pancho Villa, que los “corridos” mejicanos memoran con tanto desparpajo), a las cuales iusinternacionalistas debieron prestar atención hace un siglo pero hoy nadie justifica con seriedad jurídica.

Los dos países involucrados en el presente embrollo, en suma, están obligados a observar tanto el ordenamiento legal de la CONU y, por derivación de su capítulo VIII (que permite recurrir a organizaciones regionales antes de llamar la atención del Consejo de Seguridad), el ordenamiento previsto en la Carta de la OEA -COEA- por el hecho de su doble pertenencia. Dato interesante: hasta el momento de escribir estas líneas, el Consejo de Seguridad, máximo responsable mundial del mantenimiento de la paz y seguridad internacionales, aún no ha considerado formalmente el problema.

Entre las disposiciones de la CONU y la COEA, está la obligación de resolver pacíficamente las controversias (capítulos VI y V, respectivamente), uno de cuyos métodos diplomáticos es la investigación. Este incidente, según plantea Ecuador, debe ser investigado a fondo; y así tiene que ser, pues eso permitirá aclarar si efectivamente ese país y Venezuela han prestado apoyo de cualquier tipo, explícito o implícito, a las FARC. Si así sucedió, los gobiernos de ambos países habrían afectado también el principio de no injerencia en los asuntos internos de otro estado, tan enjundioso como el de integridad territorial, derivación del principio de no intervención, formulado en su origen por James Monroe como un principio de la política exterior norteamericana, en 1823. Reclamar, pues, urbi et orbi que se les reconozca a las FARC status de comunidad beligerante (ver Claves n° 85 – nov./1999 “Colombia: el reencuentro de la historia”), por ejemplo, roza esa clase de intervención prohibida.

De todas maneras, aunque el derecho internacional tenga herramientas para resolver el entredicho, su naturaleza es esencialmente política. Y por eso todo se complica. Podrán pasar cincuenta años más y las FARC no lograrán el triunfo de su guerra revolucionaria; del mismo modo, el estado colombiano tampoco las erradicará definitivamente. Esta mutua imposibilidad se da, a nuestro entender, por la intromisión del narcotráfico en la anacrónica lucha política; para colmos, según parece, no sólo se aprovechan del tráfico las fuerzas irregulares sino también paramilitares y funcionarios gubernamentales de  países vecinos. Es dificultoso determinar hasta dónde sea esto cierto, pero sí está claro que ya no se trata exclusivamente de la confrontación de un modelo político con otro.

Posiblemente la liberación de rehenes haya sido una difícil decisión para la cúpula de las FARC, una manera de abrir camino a la negociación de la paz, consciente de la inconsistencia política de su añeja lucha: preferible un “empate técnico” antes que una rendición de hecho. Catalogadas de terroristas por los principales países del mundo (EE.UU y la UE), su desprestigio actual no sólo proviene de la sospechosa relación con el narcotráfico sino también por el impacto negativo en la sociedad colombiana del secuestro extorsivo como táctica de guerra revolucionaria. A ello hay que sumar la constante deserción de cuadros guerrilleros, el retiro de Tirofijo y la ofensiva militar del gobierno de Uribe, cuyo reciente objetivo -detener o matar a Reyes- ha sido considerado un triunfo por el gobierno colombiano.

Entonces, antes de desmoronarse políticamente han encontrado en Chávez al aliado ideal para expandir el conflicto interno colombiano fronteras afuera y así abrir canales de diálogo sobre la base de concesiones recíprocas. Si así fuese, esto implica que el andamiaje revolucionario ha crujido con el reciente suceso, más allá de la rápida sucesión de Reyes por Joaquín Gómez o de golpes de efecto inminentes (voladura de oleoductos, por ejemplo).

Las reuniones celebradas días pasados tanto en Washington como en Santo Domingo corroboran la internacionalización del conflicto interno de Colombia. Ojalá la presión continental promueva un acercamiento sin trampas entre gobierno y FARC. Hay muchos analistas que dudan si ambas partes tienen real interés en solucionarlo, o les conviene que se prolongue como la épica lluvia en Macondo. Desde la perspectiva del vecindario (¿hasta cuándo Brasil se mostrará paciente?) y del resto de América Latina es imprescindible que ese ciclo se cierre; hay aún demasiados cabos sueltos que involucran de un modo u otro a todos nuestros países. En la anterior nota citada mencionamos la predisposición del Polo Democrático Alternativo de Carlos Gaviria, para absorber en ese marco de izquierda a la militancia guerrillera estancada en las selvas.  Como si fuese poco, no hay salida perdurable si no se mete en la misma bolsa al ELN, a los paramilitares y al narcotráfico. De donde resulta previsible que quizás una mayoría se inserte en el futuro proceso de paz, aunque haya irreductibles comunistas y anticomunistas que opten por prolongar su utopía suicida… o más pedestremente se dediquen a traficar cocaína.

Tanto Uribe como Chávez y Correa han manipulado el conflicto a su conveniencia y según el humor social de sus gobernados; los tres pueden aprovecharlo para obtener un mandato más o para perpetuarse, según el caso, si bien caminando siempre por el filo de la navaja. El intercambio económico subregional merece igual atención: las tres economías se necesitan aunque el intercambio hoy favorezca a Colombia, cuyos productos primarios son de consumo diario en Venezuela.

La última reunión multilateral terminó con teatrales abrazos, según definición de portada del diario Clarín (8/3), pero no hay que confiarse demasiado. Un Correa despechado y un Chávez inusitadamente prudente (¿apretado por Bachelet, Da Silva y Fernández de Kirchner?) tuvieron que sufrir las palmadas conciliadoras de un Uribe satisfecho, que aguantó los retos pero salió sin condenas. Si bien la guerra ha sido por ahora aventada, no podemos dejar de considerarla en el marco del realismo mágico. Posiblemente la liberación de Ingrid Betancourt sea el disparador del proceso de apertura que inexorablemente vendrá.

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