Claves nº 167 – marzo 2008
La columna de
septiembre pasado (Claves nº 163 – sept./07) se tituló “Colombia: la luz y el túnel”, y su relectura es apropiada
a los efectos de esta entrega. En esa nota analizamos varios indicios de
descongelamiento del “témpano al garete” que parece Colombia. Una serie de
datos permitían divisar entonces una pequeña luz al final del túnel;
posteriormente ocurrió la liberación de Clara Rojas y Consuelo González. Pero
la reciente incursión militar por territorio ecuatoriano y la muerte de Raúl
Reyes creó el inesperado casus belli que puso en vilo
a la América del Sur. ¿Significa el
fracaso de cualquier intento pacificador o, por el contrario, el nuevo
escenario que acelerará los tiempos para una salida pacífica?
Uno de los principales objetivos tenidos en
vista al crearse las Naciones Unidas fue prohibir la guerra como instrumento de
política nacional. Como la Carta de la ONU (CONU) es en esencia un tratado, y
por ende obliga a los estados parte, con el andar del tiempo la organización
fue acomodando cargas y ajustando sus mecanismos jurídicos. El art. 2 incluye
siete principios de derecho internacional de raíz consuetudinaria, que los
estados parte deben respetar y cumplir; en el inciso 4 se estableció la
prohibición de la amenaza y del uso de la fuerza armada. Tuvieron que pasar
veintinueve años para rellenar un bache legal y ello ocurrió cuando en 1974 la
Asamblea General sancionó la Resolución nº 3314, que define la agresión. En efecto, prohibido el uso de
la fuerza, era imprescindible determinar cuándo se tipifica una agresión:
básicamente es el uso de la fuerza armada de un estado contra la soberanía, la
integridad territorial o la independencia política de otro, y el primer uso
constituye prima facie prueba de la
agresión.
Por tanto Colombia cometió un acto de
agresión, aunque lo pueda justificar con otra resolución paradigmática de la
Asamblea General, la n° 2.625 de 1970, la cual había precisado el contenido de
algunos principios de derecho internacional general. Al referir precisamente al
de abstención de recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza, menciona, entre
otros caracteres, al deber de los estados
“de abstenerse de organizar, instigar, ayudar o participar en actos de guerra
civil o en actos de terrorismo en otro estado, o de consentir actividades
organizadas dentro de su territorio encaminadas a la comisión de dichos actos”,
cuando éstos impliquen recurrir a la amenaza o uso de la fuerza.
Por
supuesto, cabe comprobar en este caso que Ecuador o Venezuela si no alientan al
menos toleran las incursiones de las FARC por sus territorios. El gobierno
colombiano tiene implícito ese argumento en su invocación de legítima defensa.
Ante la repulsa generalizada por su acción, el presidente Uribe pidió disculpas
en la sesión del Consejo Permanente de la OEA, comprometiéndose además en la
cumbre del Grupo Río -del 7 de marzo en Santo Domingo- a no volver a reiterar
esta clase de acciones.
Tampoco
podría justificarse la incursión colombiana en las denominadas expediciones punitivas (del tipo de
aquellas del ejército norteamericano contra Pancho Villa, que los “corridos”
mejicanos memoran con tanto desparpajo), a las cuales iusinternacionalistas
debieron prestar atención hace un siglo pero hoy nadie justifica con seriedad
jurídica.
Los dos países involucrados en el presente
embrollo, en suma, están obligados a observar tanto el ordenamiento legal de la
CONU y, por derivación de su capítulo VIII (que permite recurrir a
organizaciones regionales antes de llamar la atención del Consejo de
Seguridad), el ordenamiento previsto en la Carta de la OEA -COEA- por el hecho
de su doble pertenencia. Dato interesante: hasta el momento de escribir estas
líneas, el Consejo de Seguridad, máximo responsable mundial del mantenimiento
de la paz y seguridad internacionales, aún no ha considerado formalmente el
problema.
Entre las disposiciones de la CONU y la COEA,
está la obligación de resolver pacíficamente las controversias (capítulos VI y
V, respectivamente), uno de cuyos métodos diplomáticos es la investigación.
Este incidente, según plantea Ecuador, debe ser investigado a fondo; y así tiene
que ser, pues eso permitirá aclarar si efectivamente ese país y Venezuela han
prestado apoyo de cualquier tipo, explícito o implícito, a las FARC. Si así
sucedió, los gobiernos de ambos países habrían afectado también el principio de
no injerencia en los asuntos internos de otro estado, tan enjundioso como el de
integridad territorial, derivación del principio de no intervención, formulado
en su origen por James Monroe como un principio de la política exterior
norteamericana, en 1823. Reclamar, pues, urbi et orbi que se les
reconozca a las FARC status de comunidad beligerante (ver Claves
n° 85 – nov./1999 “Colombia: el reencuentro de la historia”), por
ejemplo, roza esa clase de intervención prohibida.
De todas maneras, aunque el derecho internacional
tenga herramientas para resolver el entredicho, su naturaleza es esencialmente
política. Y por eso todo se complica. Podrán pasar cincuenta años más y las
FARC no lograrán el triunfo de su guerra revolucionaria; del mismo modo, el
estado colombiano tampoco las erradicará definitivamente. Esta mutua imposibilidad
se da, a nuestro entender, por la intromisión del narcotráfico en la anacrónica
lucha política; para colmos, según parece, no sólo se aprovechan del tráfico
las fuerzas irregulares sino también paramilitares y funcionarios
gubernamentales de países vecinos. Es
dificultoso determinar hasta dónde sea esto cierto, pero sí está claro que ya
no se trata exclusivamente de la confrontación de un modelo político con otro.
Posiblemente la liberación de rehenes haya sido una
difícil decisión para la cúpula de las FARC, una manera de abrir camino a la
negociación de la paz, consciente de la inconsistencia política de su añeja
lucha: preferible un “empate técnico” antes que una rendición de hecho.
Catalogadas de terroristas por los principales países del mundo (EE.UU y la UE),
su desprestigio actual no sólo proviene de la sospechosa relación con el
narcotráfico sino también por el impacto negativo en la sociedad colombiana del
secuestro extorsivo como táctica de guerra revolucionaria. A ello hay que sumar
la constante deserción de cuadros guerrilleros, el retiro de Tirofijo y la ofensiva militar del
gobierno de Uribe, cuyo reciente objetivo -detener o matar a Reyes- ha sido considerado
un triunfo por el gobierno colombiano.
Entonces, antes de desmoronarse políticamente
han encontrado en Chávez al aliado ideal para expandir el conflicto interno
colombiano fronteras afuera y así abrir canales de diálogo sobre la base de
concesiones recíprocas. Si así fuese, esto implica que el andamiaje
revolucionario ha crujido con el reciente suceso, más allá de la rápida
sucesión de Reyes por Joaquín Gómez o de golpes de efecto inminentes (voladura
de oleoductos, por ejemplo).
Las
reuniones celebradas días pasados tanto en Washington como en Santo Domingo
corroboran la internacionalización del conflicto interno de Colombia. Ojalá la
presión continental promueva un acercamiento sin trampas entre gobierno y FARC.
Hay muchos analistas que dudan si ambas partes tienen real interés en
solucionarlo, o les conviene que se prolongue como la épica lluvia en Macondo.
Desde la perspectiva del vecindario (¿hasta cuándo Brasil se mostrará
paciente?) y del resto de América Latina es imprescindible que ese ciclo se
cierre; hay aún demasiados cabos sueltos que involucran de un modo u otro a
todos nuestros países. En la anterior nota citada mencionamos la predisposición
del Polo Democrático Alternativo de Carlos Gaviria, para absorber en ese marco
de izquierda a la militancia guerrillera estancada en las selvas. Como si fuese poco, no hay salida perdurable
si no se mete en la misma bolsa al ELN, a los paramilitares y al narcotráfico.
De donde resulta previsible que quizás una mayoría se inserte en el futuro
proceso de paz, aunque haya irreductibles comunistas y anticomunistas que opten
por prolongar su utopía suicida… o más pedestremente se dediquen a traficar
cocaína.
Tanto Uribe como Chávez y Correa han manipulado el
conflicto a su conveniencia y según el humor social de sus gobernados; los tres
pueden aprovecharlo para obtener un mandato más o para perpetuarse, según el
caso, si bien caminando siempre por el filo de la navaja. El intercambio
económico subregional merece igual atención: las tres economías se necesitan
aunque el intercambio hoy favorezca a Colombia, cuyos productos primarios son
de consumo diario en Venezuela.
La última reunión multilateral terminó con teatrales
abrazos, según definición de portada del diario Clarín (8/3), pero no hay que
confiarse demasiado. Un Correa despechado y un Chávez inusitadamente prudente
(¿apretado por Bachelet, Da Silva y Fernández de Kirchner?) tuvieron que sufrir
las palmadas conciliadoras de un Uribe satisfecho, que aguantó los retos pero
salió sin condenas. Si bien la guerra ha sido por ahora aventada, no podemos
dejar de considerarla en el marco del realismo mágico. Posiblemente la
liberación de Ingrid Betancourt sea el disparador del proceso de apertura que
inexorablemente vendrá.
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