24 de julio de 2010

La “cuestión” indígena en la Argentina del Bicentenario


Claves n° 191 - Julio 2010
  
En este Bicentenario la cuestión indígena todavía no es abordada desde una perspectiva integradora y en función del interés nacional. Quizás en los actores políticos haya más improvisación que desmerecimiento del plexo de reclamos promovidos con dinámica singular por los interesados, que pueden acarrear sacudones institucionales inéditos. Discursos hechos, a menudo inflexibles, ideologizados, cuando no de corrección política, condicionados por un anacrónico sentimiento de culpa, apenas disimulan pereza intelectual o demagogia política. En definitiva, se trata de la consecuencia de una suma de errores repetidos, desprecios y desencuentros que costarán caro si no se proponen soluciones concretas para los más postergados habitantes de la Argentina, con una visión para el corto, mediano y largo plazos.

Introducción

El 19 de mayo pasado culminó en la Plaza de Mayo la larga marcha de unos 8.000 integrantes de pueblos originarios, quienes, recibidos en la Casa Rosada, proclamaron su cultura e identidad, la restitución de tierras ancestrales y la conformación de un estado plurinacional; el lema fue, precisamente, “Caminando por la verdad hacia un estado plurinacional”. Como respuesta, la Sra. de Kirchner subrayó que sus interlocutores le habían reafirmado su condición de argentinos y en seguida les creó por decreto una Comisión de Análisis e Instrumentación de la Propiedad Comunitaria Indígena (integrada por representantes del gobierno federal, gobiernos provinciales, pueblos indígenas y del Consejo de Participación Indígena), presidida por el titular del Instituto Nacional de Asuntos Indígenas -INAI-, la cual deberá elevar sus conclusiones al PEN en 180 días.

Un mes después de ese acontecimiento, el vecino Evo no lograba desactivar la marcha de campesinos del oriente boliviano en avance hacia La Paz con un pliego de trece reclamaciones, con énfasis en el otorgamiento de más tierras y la concesión de plena autonomía. Vaya como necesaria referencia la Nueva Constitución Política del Estado Boliviano, que tanto jaleo insumió, cuyo art. 1° define: “Bolivia se constituye en un Estado Unitario Social de Derecho Plurinacional Comunitario, libre, independiente, soberano democrático, intercultural, descentralizado y con autonomías. Bolivia se funda en la pluralidad y el pluralismo político, económico, jurídico, cultural, lingüístico, dentro del proceso integrador del país”; a su vez el art. 2° reconoce la existencia precolonial de las naciones, el dominio ancestral sobre sus territorios, a la vez que “garantiza su libre determinación en el marco de la unidad del Estado […]”. El arribo de Morales a la primera magistratura necesariamente concretaría la obvia reivindicación, entendiendo, a lo mejor, que esa redacción le representa al país una chance de preservación de su integridad territorial e independencia política en este presente convulsionado. Nadie puede garantizar cuanto tiempo tardará Bolivia en acomodar sus cargas internas y si logrará la unidad en semejantes términos. Hoy, menguados los pujos secesionistas de los sectores dominantes de Beni, Pando, Santa Cruz y Tarija (casi el 70 % del territorio nacional), la frágil unidad pareciera más amenazada por los propios destinatarios de aquellos desvelos presidenciales.

No obstante, la situación en Argentina es diferente por tres datos insoslayables: 1- la “mezcla” acá ha sido más intensa, 2- a causa de ella, la dificultad para determinar cuáles son exactamente pueblos originarios y la significancia cuantitativa de sus integrantes, 3- el componente humano “extracontinental”, en especial europeo. El debate es interminable y profundo, por eso nos limitamos ahora solo a anunciar estos aspectos[1].

Dejando de lado pues, aunque de ningún modo desconociendo, las urgencias económico-sociales de esas comunidades desprotegidas, las posibles soluciones no necesariamente han de corresponderse con las soluciones pensadas para las realidades de Bolivia, Ecuador, Guatemala, Méjico o Perú, donde la población de ascendencia indígena es mucho mayor que en la Argentina.

Legislación aplicable

En esta nota nos limitaremos a señalar aspectos jurídicos ineludibles de tener en cuenta previo a concretar respuestas políticas específicas por parte de los gobiernos nacional y provinciales, con facultades concurrentes en la materia.

Antes de la reforma de 1994, la ley nº 23.302/85 ya había creado el INAI (ente al que le corresponde el reconocimiento y registro de pueblos originarios) y en adelante otros órganos ad hoc. Las provincias hicieron lo propio; en la nuestra se sancionó la ley nº 6.373 de junio de 1986 -llamada de “Promoción y Desarrollo del Aborigen- creando el Instituto Provincial del Aborigen -IPA-; en diciembre de 2000 es reemplazada por la ley nº 7.121 de “Desarrollo de los Pueblos Indígenas de Salta”, que a su vez crea el Instituto Provincial de Pueblos Indígenas de Salta -IPPIS- con sede legal en Tartagal, ente autárquico y descentralizado. Recientemente, la sanción de la ley nº 7483 se habilitó una Subsecretaría de Pueblos Originarios que depende del Ministerio de Desarrollo Humano, la cual -según parece- llevará la iniciativa en materia de propuestas políticas salteñas.

La Constitución Nacional reformada terminó de instalar la problemática en toda su intensidad en el art. 75 -atribuciones del Congreso- inciso 17: “Reconocer la preexistencia étnica y cultural de los pueblos indígenas argentinos. Garantizar el respeto a su identidad y el derecho a una educación bilingüe e intercultural; reconocer la personería jurídica de sus comunidades y la posesión y propiedad comunitarias de las tierras que tradicionalmente ocupan, y regular la entrega de otras aptas y suficientes para el desarrollo humano; ninguna de ellas será enajenable, transmisible ni susceptible de gravámenes o embargos. Asegurar su participación en la gestión referida a sus recursos naturales y a los demás intereses que los afecten. Las provincias pueden ejercer concurrentemente estas atribuciones”[2]. La Provincia de Salta introdujo una norma parecida -con algunos matices- en la reforma constitucional de 1998 (art. 15). A partir de esos momentos se sancionaron leyes, decretos y resoluciones para poner en práctica las disposiciones constitucionales y, casi a la par, empezaron las controversias judiciales planteadas por varias comunidades indígenas para determinar, esclarecer o interpretar el alcance de los derechos incluidos en aquel inciso.

Entre otras leyes aplicables se destaca sobre todo la nº 24.071/92 de aprobación del Convenio nº 169 sobre Pueblos Indígenas y Tribales en Países Independientes, adoptado por la Organización Internacional del Trabajo[3]; las referidas a “Política indígena y de apoyo a las comunidades indígenas” (n° 23.302/85), del “Censo aborigen” (n° 24.956/98), “Difusión de derechos indígenas” (n° 25.607/02), la de “Emergencia en materia de posesión y propiedad de las tierras” (n° 26.160/06).

Particular atención hay que prestar a los tratados internacionales aprobados y ratificados por nuestro país, los cuales a partir de 1994 poseen una jerarquía superior a las leyes internas[4]; de tal modo, la única posibilidad de no cumplir las disposiciones de un tratado es proceder a su denuncia[5]. A su vez, la reforma concedió jerarquía constitucional a una serie de tratados sobre derechos humanos, enumerados en el art. 75 inc. 22, e introdujo la posibilidad de hacerlo con los posteriores de la misma materia mediante mayoría agravada de dos tercios de la totalidad de los miembros de ambas cámaras del Congreso de la Nación.

El Convenio 169 adquirió significancia de carta magna para los pueblos indígenas “cuyas condiciones sociales, culturales y económicas les distingan de otros sectores de la colectividad nacional, y que estén regidos  total o parcialmente por sus propias costumbres o tradiciones o por una legislación especial” (art. 1.1.a); también se aplica a pueblos considerados indígenas por el hecho de descender de poblaciones que habitaban en un determinado país o región geográfica en la época de la conquista o de la colonización y “conservan todas sus propias instituciones sociales, económicas, culturales, políticas, o parte de ellas” (art. 1.1.b), supuesto que encuadraría a las comunidades autóctonas que en nuestro país reclaman su condición “originaria”.

Similar trascendencia que el Convenio de la OIT adquiere la “Declaración de las Naciones Unidas sobre los  derechos de los pueblos indígenas”, aprobada por Resolución 61/295 de la Asamblea General en septiembre de 2007, la cual -pese a carecer de la fuerza obligatoria de un tratado- una vez aprobada por el Congreso compromete el acompañamiento del gobierno nacional en todo lo que haga a la protección de poblaciones indígenas[6]. Al quedar condicionados por estos compromisos internacionales, los estados incumplidores a más de incurrir en responsabilidad internacional pueden incluso ser sometidos a un tribunal internacional como la Corte Interamericana de Derechos Humanos, la cual ya ha decidido que los pactos de derechos humanos constituyen un corpus del que los Estados partes no pueden sustraerse sin justificación, sirviendo las Declaraciones como reglas de interpretación de todos los derechos humanos consagrados por los tratados internacionales de los que Argentina sea parte[7].

Los grupos indigenistas más organizados presionan por la jerarquización constitucional del Convenio 169 y la Declaración sobre los  derechos de los pueblos indígenas, que se obtiene con la mencionada mayoría agravada. Algunos proyectos en tal sentido están dando vuelta en el Senado Nacional[8]. Antes de que eso ocurra, los legisladores deberían analizar a fondo las consecuencias, ya que los tratados promueven, acomodan pero también condicionan las políticas internas.

Población - pueblo, tierras - territorio

Hasta que sociólogos y antropólogos fueron armando los sustentos teóricos del indigenismo, los pueblos indígenas estaban considerados un tipo de minoría étnica y esa condición los hacía titulares de una protección jurídica basada en la no discriminación racial por un lado, y por otro en el reconocimiento de derechos singulares pero ejercidos de manera colectiva o grupal. (Cualquier habitante que no pertenezca a una minoría étnica está protegido por los derechos y garantías que toda constitución nacional mínimamente reconoce). Pero en cierto momento las poblaciones indígenas empezaron a plantear reclamos que excedían el marco de minoría étnica dentro de un país, reivindicando el carácter de grupos diferenciados de la gran mayoría de componentes dominantes de la sociedad nacional de que se trate, criolla o mestiza. Entonces la exigencia fue la de ser considerados “pueblos” con historia, instituciones y cultura propias y, en consecuencia, aptos para administrarse conforme a sus tradiciones, usos y costumbres. José Bengoa[9], autor de La Emergencia Indígena en América Latina, ha sostenido que en la cuestión nacional -surgida durante los procesos de independencia o descolonización, distinta de la cuestión étnica- el problema central era la independencia territorial. La distinción entre etnia y nación importa en tanto la cuestión étnica apunta a la autonomía, la cual se viabiliza en los estados pluriétnicos o plurinacionales.

El art. 1.3 del Convenio 169 determina expresamente que el uso del término “pueblo” no debe interpretarse en el sentido que el derecho internacional confiere a esa palabra. Para el derecho internacional pueblo tiene una connotación específica: grupo humano  con un origen común étnico, cultural, lingüístico, religioso, asentado en un territorio específico; de allí la prevención de muchos estados para incorporarse al convenio. Esa reserva terminológica es una mínima garantía para que los estados con poblaciones indígenas movilizadas no arriesguen su gobernabilidad.

El mismo recelo apareja la distinción entre tierra y territorio. La Constitución Nacional -como se ha visto- hace referencia a la posesión y propiedad comunitarias de las tierras que tradicionalmente ocupan. Los pueblos originarios tienden a fundar sus derechos en un ideario mítico reconstruido con perseverancia en el último medio siglo y rechazan el concepto de propiedad privada expresado en el Código Civil, pues las tierras no son para apropiación individual sino para el destino comunitario. En esa línea de razonamiento, resulta impropio hablar de tierra sino que correspondería referir a territorio. Hay promovidas numerosas acciones judiciales en varias provincias que apuntan a la propiedad comunitaria, basadas en la cosmovisión de que “el hombre es para la tierra”[10]. Para obviar este inconveniente, algunos juristas están considerando su abordaje desde el pluralismo jurídico, a fin de habilitar una reforma al Código Civil que dé tratamiento distinto a la posesión, trasmisión y prueba del dominio en el caso de tierras ocupadas por comunidades indígenas. Ese pluralismo habilitaría también a revalorar la costumbre como fuente de derecho, sacándola de su posición secundaria frente a la ley positiva. Así, existen propuestas para introducir el “dominio comunitario” en la lista taxativa de derechos reales contenida en el art. 2503 CC[11], a definirse como “derecho real de propiedad que corresponde colectivamente en forma indivisible a una comunidad indígena o a un colectivo de trabajadores”[12].

La Parte II del Convenio 169 está dedicada a la cuestión territorial; el art. 17.1, por caso, dispone que los gobiernos deben respetar “las modalidades de transmisión de los derechos sobre la tierra entre los miembros de los pueblos interesados, establecidas por dichos pueblos”, lo cual implica la obviedad de tener decididamente claro cuáles son las tierras que ancestral y tradicionalmente han ocupado. Si el Convenio 169 alcanza la jerarquía constitucional la operatividad de sus disposiciones hará más complicado imaginar opciones distintas al marco por él impuesto.

Autonomía - libre determinación

En su comprensible lucha, ciertos grupos indigenistas han aumentando su apuesta reclamando el reconocimiento de su autonomía, esto es la posibilidad de manejar ciertas situaciones con reglas propias basadas en usos, costumbre y tradiciones. Esas situaciones refieren a un elemental acuerdo de gobierno tribal o comunitario para dirimir jefaturas y representaciones, e incluso para juzgar a los componentes del grupo que hayan cometido faltas si no delitos. El conocido caso “José Fabián Ruiz”, cacique wichí salteño acusado de violación de su hijastra, tratado ya en esta columna[13], indica las complicadas aristas, señaladas sobre todo por el voto minoritario de la Dra. C. Garros Martínez que patentiza el choque cultural entre la universalidad de los derechos del niño protegidos por acuerdos internacionales con jerarquía constitucional y el uso o costumbre particular de los wichís. 

En suma si no son población sino pueblos, no ocupan tierras sino territorios y además se les reconoce su derecho a regirse con normas propias, están presentados los elementos constitutivos de un estado. A los “pueblos” les asiste el derecho de libre determinación, principio de derecho internacional general reconocido por la comunidad internacional de estados que no admite disposición en contrario. Tal vez parezca una exageración, pero la dinámica de los acontecimientos puede concluir en el reclamo de su aplicación y hay sectores irreductibles que lo están pidiendo. A nivel internacional adquiere relevancia al respecto la Resolución nº 1514 (AG ONU XV) “Declaración sobre la concesión de la independencia a los países y pueblos coloniales”, cuyo nº 2 propone: “Todos los pueblos tienen el derecho de libre determinación; en virtud de este derecho, determinan libremente su condición política y persiguen libremente su desarrollo económico, social y cultural”. Si algún desprevenido se le ocurriera, a nuestro criterio, siquiera el reconocimiento de la autonomía, tendrá que explicar algo cuando los isleños radicados hoy en las Malvinas planteen el antecedente. A su vez, el principio de libre determinación ha sido definido con amplitud en la Resolución nº 2625 (AG ONU XXV), uno de cuyo párrafos propone “El establecimiento de un Estado soberano e independiente, la libre asociación o integración con un Estado independiente o la adquisición de cualquier otra condición política libremente decidida por un pueblo, constituyen formas del ejercicio del derecho de libre determinación de ese pueblo”.

La Sra. Presidente comentó que sus visitantes le habían reafirmado su condición de pueblos indígenas argentinos (por lo demás, es la calificación del texto constitucional). Probablemente sea así, que la mayoría de las familias de ascendencia indígena quiere seguir siéndolo. Sin embargo, ¿por qué había que resaltarlo?: por que hay en nuestro país grupos que propugnan la libre determinación sin ambages. ¿Qué se hizo tan mal en 200 años para que familias argentinas se sientan más identificadas con la whipala? ¿Así fue siempre? Es tiempo de encarar una solución práctica a partir del reconocimiento de los vastos aportes de las comunidades indígenas a nuestra identidad nacional. Hay un hilo conductor en las posiciones más duras que conduce a la secesión, a la disgregación de esta Nación que -pese a todo- hemos sabido construir en dos siglos, y cuya integridad territorial e independencia política ahora se arriesga. Duro decirlo en estos términos pero es preferible a ignorar el problema y darle una salida facilista, abstrusa o, peor, demagógica. Nunca es tarde para una integración real, plena y eficaz dentro de un proyecto nacional inclusivo, solidario y perdurable, que es siempre una monumental tarea cotidiana.



[1] En Bolivia, el 62 % de la población -algo más de 6 millones de personas- se identifica con algunos de los 40 pueblos originarios; en Argentina, según datos de la Encuesta Complementaria de Pueblos Indígenas 2004-2005 del INAI (disponible en www.desarrollosocial.gov.ar/INAI/site/ pueblos/ pueblos.asp), están registrados 28 pueblos originarios, 13 concentrados en el NOA, y de ellos 7 al menos en Salta: chané, chorote, diaguita-calchaquí, guaraní, kolla, tapieté, wichí; la lista no es definitiva. 600.329 personas (alrededor del 1,5 % nacional) se reconocen pertenecientes o descendientes en primera generación de poblaciones indígenas, aunque el número aumenta a medida en que se asume tal condición.    
[2] Remplazó al etnocéntrico art. 64 inc. 15, que proponía “Proveer a la seguridad de las fronteras; conservar el trato pacífico con los indios y promover la conversión de ellos al catolicismo”; el texto de 1853 no se puede juzgar con parámetros actuales.
[3] 70ª Conferencia General, Ginebra, 7 de junio de 1989. Después de algunas vueltas, el gobierno nacional recién depositó el instrumento de ratificación en la sede de la OIT el 3 de julio de 2000.
[4] La incorporación de un tratado implica un “acto federal complejo”: el Poder Ejecutivo (encargado de las relaciones externas) negocia y firma tratados y concordatos, los aprueba el Legislativo y luego el PEN los ratifica. La ratificación es un acto solemne, mediante el cual un Estado manifiesta la voluntad de obligarse internacionalmente; el incumplimiento genera su responsabilidad internacional. Tampoco se puede invocar normas de derecho interno para no cumplirlos; lo prohíbe el art. 27 Convención de Viena sobre Derecho de los Tratados de 1969, de la que Argentina es parte.
[5] La “denuncia” de un tratado es una manifestación unilateral y voluntaria del Estado, mediante la cual éste decide retirar su consentimiento en obligarse por el tratado de que se trate. Tanto la ratificación como la denuncia deben responder a razones plenamente justificadas, consecuencia de una meditada valoración de la situación atendiendo a los intereses nacionales permanentes.
[6] A pesar de no ser técnicamente “tratados”, el inc. 22 del art. 75 CN otorgó rango constitucional a la Declaración Universal de Derechos Humanos (Resolución AG ONU nº 277 del 10 de diciembre de 1948), y la Declaración Americana de los Deberes y Derechos del Hombre, aprobada en la IXª Conferencia Panamericana, Bogotá, abril de 1948.
[7] El sistema protectivo americano prevé, aparte de la Corte Interamericana, el acceso a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, órgano de la OEA. En estos momentos se halla radicada en ella, patrocinada por el CELyS,  la causa “Asociación de Comunidades Aborígenes Lhaka Honhat c/ Prov. de Salta s/ acción declarativa”.
[8] El de los senadores A. Rodríguez Saa y L. Negre de Alonso (San Luis) y R. Basualdo (San Juan), en la Comisión de Asuntos Constitucionales; otro de la senadora S. Escudero (Salta), en la misma Comisión. Fueron archivados el de la senadora A. Bortolozzi (Formosa) y uno anterior del senador jujeño H. Salum.
[9] En “Los derechos de las minorías y los pueblos indígenas: debate internacional”, revista Diplomacia, Santiago de Chile, enero-marzo 1999.
[10] Aparte del caso salteño referido en la nota 7, con resolución de la CSJN de septiembre de 2005, citamos “Comunidad Mapuche Huayquilán c/ Celos Brescia s/ prescripción adquisitiva” en Neuquén,  o “Comunidad Aborigen de Quera y Aguas Calientes c/ Prov. de Jujuy”.
[11] Son derechos reales el dominio y el condominio, usufructo, uso y habitación, servidumbres activas, hipoteca, prenda, anticresis y superficie forestal.
[12] Laura S. Guindin, “Propiedad comunitaria indígena: hacia su contenido… apropiado”, el ElDial.com, Suplemento de Derecho Ambiental, 22/09/2009; allí cita el Proyecto n° 170 (09/11/2006) en la Cámara de Diputados de la Nación.
[13] “Aporte para la problemática indígena”, Claves n° 155 – diciembre 2006. 

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