Revista Claves
n° 192 - Agosto 2010
En el
número anterior de Claves aproximamos al lector a la complejidad jurídica e
institucional de lo relacionado con los “pueblos originarios”. Al final de esa
nota nos preguntábamos qué habríamos hecho tan mal en 200 años para que algunas
comunidades indígenas hayan dejado de identificarse con el Estado Argentino. Esta
segunda nota expone cuestiones de abordaje ineludible para un país como el
nuestro, en el cual todavía se constatan indicadores de subdesarrollo[1], fragilidad
institucional y cierta tendencia disgregadora propia de las sociedades anómicas.
Con todo, la severidad del diagnóstico no obsta la esperanza de redención
nacional que urge restaurar en estos tiempos de Bicentenario.
Hay dos aspectos básicos que contextualizan las
batallas políticas y legales de los movimientos indígenas en los últimos 50
años a lo largo y ancho de la América Latina (y no solo en ella, desde luego).
Su evolución, tratamiento y resultados no han sido exactamente igual en países con
amplias comunidades aborígenes. En varios de ellos el tratamiento legal impulsó
reformas constitucionales para habilitar soluciones legales específicas,
desactivando tensiones sociales que afectaban a las sociedades nacionales involucradas.
Eso ocurrió, por ejemplo, en Ecuador, Méjico, Nicaragua y Panamá en distinto
grado y momento; el caso más próximo a la Argentina se constata con la Nueva
Constitución de Bolivia en vigor desde febrero de 2009, que instituyó un Estado
Plurinacional Comunitario.
Un aspecto está vinculado a la problemática de la
autonomía y a la amplitud de su eventual concesión; el otro alude a la situación
de dominio de vastas extensiones territoriales. Tal vez no se logre ninguna
solución adecuada y perdurable para la problemática indígena en nuestro país,
sin previas definiciones y posiciones claras en ambas cuestiones, las cuales debieran
relacionarse necesariamente con un proyecto nacional abarcador de todas
nuestras realidades. Esto adquiere particular interés desde que la Constitución
Nacional estableció en 1994 la concurrencia de facultades entre Nación y
Provincias en cuanto a su abordaje. Todo un problema adicional, considerando
las diferencias de criterios que se perciben en distintas jurisdicciones[2].
Acerca
de la autonomía y su extensión
El planteo de autonomía es consecuencia de un
perseverante y silencioso itinerario, que culmina un proceso histórico quizás
sin retorno. En ese derrotero, los movimientos sociales indigenistas decidieron
exceder los marcos nacionales por las razones que fuere (lo que a su vez requeriría
un análisis particular), y apoyarse en organizaciones internacionales -interestatales
o no gubernamentales- para plantear los pertinentes reclamos. Las soluciones logradas
en los casos de los inuit de
Groenlandia y de los sueco-parlantes de las Islas Aland fueron paradigmáticas[3];
aunque sin las mismas dimensiones institucionales -imposible por las especificidades-
los “resguardos” colombianos o las “reservaciones” en los Estados Unidos, por
caso, son variaciones del mismo tema.
El intercambio entre dirigentes indígenas y sus
grupos de apoyo (ONG, credos religiosos, instituciones gubernamentales e
interestatales) habilitó para un salto cualitativo con el correr de los años.
En efecto, los reclamos de autonomía han sido posteriores a los pedidos de
asistencia económico-social de alcance nacional o provincial. Hasta los ’80,
cuando las minorías étnicas de campesinos, artesanos o lo que fuera (que
procuraban su reconocimiento vía integración a la sociedad mayoritaria),
advierten que las respuestas tardaban en llegar o bien nunca llegarían
infraestructura, maquinarias, créditos blandos, luz o agua potable, decidieron
abroquelarse en su identidad etnolingüística. De allí a reclamar la autonomía
restaba apenas un paso. Desde entonces se erigió en una consigna casi innegociable,
salvo para acordar sus modalidades y extensión.
Sobran los ejemplos de los tratamientos que se ha
dado al problema, aparte de los anunciados más arriba[4].
No obstante, el conflicto de intereses que de por sí presupone tal concesión,
encuentra su complicación más urticante en aquel punto de inflexión en que la
autonomía deviene en libre determinación. José Bengoa[5]
entiende que, en los términos de la Declaración de Naciones Unidas sobre los
Derechos de los Pueblos Indígenas, el derecho a la libre determinación (que se
ubica, como se sabe, en el plano del derecho internacional) solo puede
entenderse como ejercicio de ciertas formas de autonomía, más que como la
concesión del derecho a la secesión. Los gobiernos han sido más bien reacios, y
con razón, a entenderlo del mismo modo, pero no deja de ser en el fondo un
reconocimiento de la propia torpeza. Los síntomas de desintegración nacional
que se perciben en nuestro país, sus amplios espacios vacíos, escasa y mal
distribuida población en relación con el territorio, la pobreza, la corrupción
estructural, la desarticulación de las fuerzas armadas, entre otras rémoras, impulsan
a extremar la prudencia a la hora de tomar decisiones.
Por otro lado, también nos parece de interés verificar
en qué contexto internacional se producen tales cambios. De la profusa
bibliografía sobre el tema, elegimos al respecto el ensayo Naciones y nacionalismos (Ed.
Crítica, Barcelona, 1992) de E. Hobsbawm. Al analizar en su capítulo 6 el
brote de nacionalismos separatistas en las postrimerías del siglo XX, presenta
como una advertencia que los huevos de
Versalles y de Brest – Litovsk todavía se están incubando[6].
En la era de la globalización, y sobre todo a partir de la desaparición de la
URSS y de la Federación Yugoeslava[7],
las turbulencias producidas por los nacionalismos adormecidos y los consecuentes
derechos de las minorías étnicas (o, por extensión, de cualquier minoría incluso
urbanas) constituyen el escenario en el cual se presentan los diversos reclamos
y reconocimientos identitarios. Y esto involucra al nacionalismo en razón de su
estrecha vinculación con los Estados, cuya fragilidad -o “avería”, según
Philippe Delmas[8]- apareja
problemas de legitimidad, o sea la incapacidad o imposibilidad de ciertas
poblaciones de vivir juntas o hacerlo bajo una misma autoridad: “En un número
creciente de países -dice Delmas (21:1996)-,
el Estado ya no encarna el sentimiento común de los ciudadanos. La evidencia de
estar juntos se ha perdido”. ¿De esto se trata, entonces?
Por supuesto ninguno de los dos autores centra su
análisis pensando en los movimientos indígenas de América, pero sí tuvieron
presente -sobre todo el historiador alemán- el factor étnico como disparador de
conflictos que han puesto en duda o cuestionado el sentido de pertenencia[9].
Al analizar distintos ejemplos de todas las épocas y en distintas partes del
mundo, Hobsbawm advierte que lengua y
etnicidad se hallan en la base del “protonacionalismo popular”, que no guarda relación histórica
con la nación moderna. Sin embargo, las luchas de liberación nacional surgidas
en ambas posguerras mundiales derivaron en el surgimiento de estados nacionales
clásicos, sin tener demasiado en cuenta lo etno-lingüístico. En todo caso, era
factible que algunos propusieran el plurinacionalismo dentro de un determinado
territorio o bien directamente el separatismo como reivindicación, aunque para
Hobsbawm en las actuales condiciones impuestas por la globalización carecería
de viabilidad.
Cabe una referencia en este apartado a los
movimientos sociales[10],
como expresión de un descontento social que se canaliza por fuera de los carriles
tradicionales de nuestros sistemas democráticos y representativos, como son
partidos políticos y sindicatos. Precisamente la crisis de representatividad y
la falta de atención de los problemas socioeconómicos de los sectores más
desprotegidos, contribuyeron a nuevas
formas de protesta y de su conducción.
Tales movimientos han producido crisis
institucionales que derribaron gobiernos o colapsaron grandes partidos
tradicionales como bien sabemos, y a veces sin liderazgos nítidos o
coordinación mínima. Desde los cacerolazos contra las medidas económicas de
Cavallo, las madres de Plaza de Mayo o las “del paco”, la cruzada del Sr.
Blumberg, los movimientos barriales y tantos más, son reflejo de las demandas urbanas
no resueltas o mal resueltas; pero también hay decenas de organizaciones
escondidas en cerros, valles y llanos que avanzan con sus reclamos y propuestas
sin prisa ni pausa. Por ende adentrase a su lógica y sentido, conocer a sus
dirigentes y acercarse a sus problemas forma parte del entramado de los
problemas pendientes.
Identificación
de los dueños y la parábola de Pocahontas
La historia humana, desde Caín, es una secuela de
conflictos y destrucción, conquistas, apogeos y caídas de reinos, imperios y
repúblicas, de alianzas y contra alianzas: “[…] la historia del mundo ha sido
la historia de pueblos en movimiento, que ocupan nuevas tierras y reclaman la
propiedad de esos terrenos”, arguye David Day[11].
Hernán Cortés conquistó Tenochtitlán con apenas 300 hombres, pero ayudado por
tribus deseosas de venganza que finalmente la tuvieron. El imponente imperio
azteca se derrumbó en mucho menos del tiempo que les llevó a los mexicas
apoderarse de la meseta, sojuzgando a los pueblos originarios sobre la base del
terror ¿Qué los diferencia de los propios españoles, de los británicos que
invadieron Australia y de los australianos que lo hicieron en Tasmania, de los
daneses en Groenlandia, de los japonenses que masacraron a los ainus de
Hokkaido o los holandeses enseñoreados en Sudáfrica? Incluso, ¿qué hay en
esencia de distinto entre la Conferencia de Berlín de 1885 con el Acuerdo Sykes–Picot de 1916? Aunque varios hayan
logrado “mear el Nilo a contra corriente, en dirección a Jartum”, no se puede
retrasar el reloj de la historia y seguir imputando -¿a quién?- responsabilidades
prescriptas. Así las cosas, ¿cómo identificar quiénes son los verdaderos dueños
de la tierra y qué debe hacerse con ellas?
Su verdadero nombre era Matoaka; los de su tribu la
nombraban Pocahontas delante de los
ingleses, pues temían que con algún maleficio el invasor se las arrebatara. Era
una princesa, hija del jefe-rey Powhatan y tenía 12 años cuando un capitán
Smith, de 29, se prendó de ella, pero no le correspondió. Después se enamoró de
John Rolfe, un aventurero noble que la desposó a los 18 y la llevó a Londres en
donde la llamaban Rebecca; murió allí a apenas cinco años de su llegada a la
metrópoli. Se conserva un retrato suyo con la inscripción Matoaka alias Rebecca filia potentissimi principis Powhatani
imperatoris Virginiae[12].
Su conmovedora historia personal, igual que la de la Malinche -Malinali Tenépatl o Doña Marina-, la de Isabel Chimpu Ocllo
-nieta de Túpac Yupanqui, sobrina de Huayna Cápac y madre de Garcilaso de la
Vega- y tantas otras menos encumbradas, describen la parábola del
encuentro-choque-conquista de los indios de América a partir del 12 de Octubre
de 1492. Aniquilación, asimilación, integración, desprecio, olvido… y vuelta a
empezar. Más de quinientos años después no hubo -no puede haber, en verdad-
soluciones únicas o mágicas, pues se trata nada menos que de nuestras historias
particulares y los cruentos costos sufridos para hacernos nación, organizarnos
como estados y en adelante convivir respetándonos e integrándonos pacíficamente
detrás de un proyecto común que nos contenga a todos.
Es imposible abarcar en una nota periodística toda
la gama de propuestas para resolver los problemas que han padecido y padecen las
comunidades aborígenes en nuestros distintos países. Pero sin dudas un eje
central gira en torno de la tenencia, posesión y propiedad de las tierras.
Entonces, ¿a quién, por qué y cuánta se entregará? ¿El Estado concederá títulos
-en razón de la residencia o de una posesión ancestral (aún concediendo que
fuese fácil determinarla)- de tierras fiscales o privadas? ¿Cómo regular pues
la entrega de tierras? Así aconteció en Bolivia, donde se preguntaban ¿cuál título
es más legítimo y posee mayor valor: el concedido por la reforma agraria de Paz
Estenssoro, los escritos en cuero con pluma de cóndor de la época de la colonia
o los grabados en las piedras de Tiahuanaco[13]?
Perú aportó mucho en la evolución del pensamiento
indigenista y tuvo mucho que ver José C. Mariátegui, quien no se detuvo tanto en
la cuestión racial cuanto en el usufructo y posesión de los fundos. Con todos
los riesgos de las síntesis, él abordó la cuestión agraria condenando el
racismo blanco pero también alejándose del “nacionalismo indoamericano” que
operaba como su contracara. Marxista y político al fin, buscó la solución en el
reparto de la tierra. Su enfoque, más allá de lo ideológico, no dejaba de ser
realista y están para comprobarlo las revoluciones -nunca completadas ni
satisfactorias- en nombre de la reforma agraria. Aconteció en Méjico, Perú,
Bolivia y no se logró en Centroamérica; hoy el Movimiento de los Sin Tierra
presiona en Brasil con una escala de crispación que entre nosotros, por suerte,
no aconteció.
Por otra parte, dar las tierras y demás recursos
naturales para explotarlos y acoplarlos a la estructura productiva del país, es
la cara oculta de la luna; en efecto, no se trata solo de asignarlas o
consignarlas. En esto nuevamente hace falta un proyecto nacional que establezca
pautas claras, con mayor razón si, como pronostica R. Mangabeira Unger[14]
-gurú de la nueva izquierda latinoamericana-, la democratización de la economía
de mercado constituye una idea
institucional: “No basta con regular el mercado o compensar
retrospectivamente sus inequidades. Es necesario reorganizarlo para que se
convierta en una realidad mejor para más personas y de muchas más maneras”.
En fin, la “cuestión” indígena ha quedado planteada
en estas páginas. Por ahora no habrá una tercera nota, aunque el tema es desde
ya una cantera inagotable. Quede entonces con final abierto.
[1] Considérense tales el comportamiento
irregular del sector externo, deterioro de la relación de intercambio,
desequilibrio en la balanza de pagos, falta de movilidad social, desigual
distribución de la riqueza, mala distribución de núcleos poblacionales, falta
de competencia interna y externa, entre los principales.
[2] El revuelo que ha
causado la reciente expropiación del Parque Nacional Sierra de las Quijadas por
el gobierno de San Luis para ceder ese territorio a los huarpes (pueblo que
integra la lista de “originarios” en el sitio oficial del INAI), es solo una
muestra.
[3] La Conferencia de Nuuk
(Groenlandia) de septiembre de 1991, auspiciada por la ONU, de algún modo
universalizó el tema.
[4] Magdalena Gómez Rivera,
jurista y funcionaria mexicana, analizando el proceso de Chiapas y la
influencia del EZLN, propuso una autonomía inserta en el marco federativo, toda
vez que la soberanía e identidad nacional se afianzará con el reconocimiento de
la pluriculturalidad. Para ella, los pueblos indígenas mexicanos no buscan
secesiones sino “ejercer y desarrollar sus formas específicas de organización
social, cultural, política y económica” (v. “Derechos de los pueblos indios”,
en Hacia un nuevo proyecto de Nación,
varios autores, Fundación H. Castillo Martínez, México, 2000. Quizás este sea
un pensamiento bastante generalizado en países con alto porcentaje de población
indígena.
[5] En La emergencia indígena en América Latina, 2ª y 3ª partes, Ed. FCE,
Santiago, 2007.
[6] Suscripto por los
imperios alemán, austrohúngaro y otomano con Rusia y Bulgaria, en marzo de
1918; el otro, más conocido, se firmó en junio de 1919 entre los aliados
triunfadores y Alemania.
[7] Ese doble derrumbe, dice
Hobsbawm, representó un cambio histórico profundo y tal vez permanente de consecuencias insospechadas, ya que
implica la decadencia del nacionalismo -tal
como se lo conoce desde 1830- como vector
del cambio histórico.
[8] En El brillante porvenir de la guerra, Ed. Andrés Bello, Santiago,
1996.
[9] Hicimos ya una
referencia en la nota anterior al distinguir la cuestión nacional de la étnica citando
a José Bengoa, en el apartado “Población-pueblo, tierras-territorio”.
[10] José
Seoane (compilador), Movimientos sociales
y conflicto en América Latina, varios ensayos, Ed. CLACSO, Buenos Aires,
2004.
[11] En Conquista. Una nueva historia del mundo moderno, Ed. Crítica,
Barcelona 2006.
[12] Marcel Schwob, Vidas imaginarias, Emecé, Buenos Aires,
1998.
[13] Al
decir de Simón Yampara, sociólogo boliviano que recela de los “cambios” encarados
por Evo Morales, en tanto “provienen de la misma matriz civilizatoria cultural occidental
centenaria, al menos en este espacio territorial; por tanto continúan
encubriendo, vulnerando, valores y derechos de los pueblos
originarios/indígenas provenientes de la matriz ancestral milenaria” (en
www.probolivia.net).
[14] Lo expuso
en su libro La alternativa de la izquierda
(FCE, 2009), uno de cuyos capítulos anticipó Veintitrés Internacional, n° 53, mayo 2010.
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