24 de agosto de 2010

La “cuestión” indígena en la Argentina del Bicentenario (2ª nota)

Revista Claves n° 192 - Agosto 2010

En el número anterior de Claves aproximamos al lector a la complejidad jurídica e institucional de lo relacionado con los “pueblos originarios”. Al final de esa nota nos preguntábamos qué habríamos hecho tan mal en 200 años para que algunas comunidades indígenas hayan dejado de identificarse con el Estado Argentino. Esta segunda nota expone cuestiones de abordaje ineludible para un país como el nuestro, en el cual todavía se constatan indicadores de subdesarrollo[1], fragilidad institucional y cierta tendencia disgregadora propia de las sociedades anómicas. Con todo, la severidad del diagnóstico no obsta la esperanza de redención nacional que urge restaurar en estos tiempos de Bicentenario.

Hay dos aspectos básicos que contextualizan las batallas políticas y legales de los movimientos indígenas en los últimos 50 años a lo largo y ancho de la América Latina (y no solo en ella, desde luego). Su evolución, tratamiento y resultados no han sido exactamente igual en países con amplias comunidades aborígenes. En varios de ellos el tratamiento legal impulsó reformas constitucionales para habilitar soluciones legales específicas, desactivando tensiones sociales que afectaban a las sociedades nacionales involucradas. Eso ocurrió, por ejemplo, en Ecuador, Méjico, Nicaragua y Panamá en distinto grado y momento; el caso más próximo a la Argentina se constata con la Nueva Constitución de Bolivia en vigor desde febrero de 2009, que instituyó un Estado Plurinacional Comunitario.

Un aspecto está vinculado a la problemática de la autonomía y a la amplitud de su eventual concesión; el otro alude a la situación de dominio de vastas extensiones territoriales. Tal vez no se logre ninguna solución adecuada y perdurable para la problemática indígena en nuestro país, sin previas definiciones y posiciones claras en ambas cuestiones, las cuales debieran relacionarse necesariamente con un proyecto nacional abarcador de todas nuestras realidades. Esto adquiere particular interés desde que la Constitución Nacional estableció en 1994 la concurrencia de facultades entre Nación y Provincias en cuanto a su abordaje. Todo un problema adicional, considerando las diferencias de criterios que se perciben en distintas jurisdicciones[2].

Acerca de la autonomía y su extensión

El planteo de autonomía es consecuencia de un perseverante y silencioso itinerario, que culmina un proceso histórico quizás sin retorno. En ese derrotero, los movimientos sociales indigenistas decidieron exceder los marcos nacionales por las razones que fuere (lo que a su vez requeriría un análisis particular), y apoyarse en organizaciones internacionales -interestatales o no gubernamentales- para plantear los pertinentes reclamos. Las soluciones logradas en los casos de los inuit de Groenlandia y de los sueco-parlantes de las Islas Aland fueron paradigmáticas[3]; aunque sin las mismas dimensiones institucionales -imposible por las especificidades- los “resguardos” colombianos o las “reservaciones” en los Estados Unidos, por caso, son variaciones del mismo tema.

El intercambio entre dirigentes indígenas y sus grupos de apoyo (ONG, credos religiosos, instituciones gubernamentales e interestatales) habilitó para un salto cualitativo con el correr de los años. En efecto, los reclamos de autonomía han sido posteriores a los pedidos de asistencia económico-social de alcance nacional o provincial. Hasta los ’80, cuando las minorías étnicas de campesinos, artesanos o lo que fuera (que procuraban su reconocimiento vía integración a la sociedad mayoritaria), advierten que las respuestas tardaban en llegar o bien nunca llegarían infraestructura, maquinarias, créditos blandos, luz o agua potable, decidieron abroquelarse en su identidad etnolingüística. De allí a reclamar la autonomía restaba apenas un paso. Desde entonces se erigió en una consigna casi innegociable, salvo para acordar sus modalidades y extensión.

Sobran los ejemplos de los tratamientos que se ha dado al problema, aparte de los anunciados más arriba[4]. No obstante, el conflicto de intereses que de por sí presupone tal concesión, encuentra su complicación más urticante en aquel punto de inflexión en que la autonomía deviene en libre determinación. José Bengoa[5] entiende que, en los términos de la Declaración de Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas, el derecho a la libre determinación (que se ubica, como se sabe, en el plano del derecho internacional) solo puede entenderse como ejercicio de ciertas formas de autonomía, más que como la concesión del derecho a la secesión. Los gobiernos han sido más bien reacios, y con razón, a entenderlo del mismo modo, pero no deja de ser en el fondo un reconocimiento de la propia torpeza. Los síntomas de desintegración nacional que se perciben en nuestro país, sus amplios espacios vacíos, escasa y mal distribuida población en relación con el territorio, la pobreza, la corrupción estructural, la desarticulación de las fuerzas armadas, entre otras rémoras, impulsan a extremar la prudencia a la hora de tomar decisiones.

Por otro lado, también nos parece de interés verificar en qué contexto internacional se producen tales cambios. De la profusa bibliografía sobre el tema, elegimos al respecto el ensayo Naciones y nacionalismos (Ed. Crítica, Barcelona, 1992) de E. Hobsbawm. Al analizar en su capítulo 6 el brote de nacionalismos separatistas en las postrimerías del siglo XX, presenta como una advertencia que los huevos de Versalles y de Brest – Litovsk todavía se están incubando[6]. En la era de la globalización, y sobre todo a partir de la desaparición de la URSS y de la Federación Yugoeslava[7], las turbulencias producidas por los nacionalismos adormecidos y los consecuentes derechos de las minorías étnicas (o, por extensión, de cualquier minoría incluso urbanas) constituyen el escenario en el cual se presentan los diversos reclamos y reconocimientos identitarios. Y esto involucra al nacionalismo en razón de su estrecha vinculación con los Estados, cuya fragilidad -o “avería”, según Philippe Delmas[8]- apareja problemas de legitimidad, o sea la incapacidad o imposibilidad de ciertas poblaciones de vivir juntas o hacerlo bajo una misma autoridad: “En un número creciente de países -dice Delmas (21:1996)-, el Estado ya no encarna el sentimiento común de los ciudadanos. La evidencia de estar juntos se ha perdido”. ¿De esto se trata, entonces?

Por supuesto ninguno de los dos autores centra su análisis pensando en los movimientos indígenas de América, pero sí tuvieron presente -sobre todo el historiador alemán- el factor étnico como disparador de conflictos que han puesto en duda o cuestionado el sentido de pertenencia[9]. Al analizar distintos ejemplos de todas las épocas y en distintas partes del mundo, Hobsbawm advierte que lengua y etnicidad se hallan en la base del “protonacionalismo  popular”, que no guarda relación histórica con la nación moderna. Sin embargo, las luchas de liberación nacional surgidas en ambas posguerras mundiales derivaron en el surgimiento de estados nacionales clásicos, sin tener demasiado en cuenta lo etno-lingüístico. En todo caso, era factible que algunos propusieran el plurinacionalismo dentro de un determinado territorio o bien directamente el separatismo como reivindicación, aunque para Hobsbawm en las actuales condiciones impuestas por la globalización carecería de viabilidad.

Cabe una referencia en este apartado a los movimientos sociales[10], como expresión de un descontento social que se canaliza por fuera de los carriles tradicionales de nuestros sistemas democráticos y representativos, como son partidos políticos y sindicatos. Precisamente la crisis de representatividad y la falta de atención de los problemas socioeconómicos de los sectores más desprotegidos, contribuyeron a  nuevas formas de protesta y de su conducción.

Tales movimientos han producido crisis institucionales que derribaron gobiernos o colapsaron grandes partidos tradicionales como bien sabemos, y a veces sin liderazgos nítidos o coordinación mínima. Desde los cacerolazos contra las medidas económicas de Cavallo, las madres de Plaza de Mayo o las “del paco”, la cruzada del Sr. Blumberg, los movimientos barriales y tantos más, son reflejo de las demandas urbanas no resueltas o mal resueltas; pero también hay decenas de organizaciones escondidas en cerros, valles y llanos que avanzan con sus reclamos y propuestas sin prisa ni pausa. Por ende adentrase a su lógica y sentido, conocer a sus dirigentes y acercarse a sus problemas forma parte del entramado de los problemas pendientes.
 
Identificación de los dueños y la parábola de Pocahontas

La historia humana, desde Caín, es una secuela de conflictos y destrucción, conquistas, apogeos y caídas de reinos, imperios y repúblicas, de alianzas y contra alianzas: “[…] la historia del mundo ha sido la historia de pueblos en movimiento, que ocupan nuevas tierras y reclaman la propiedad de esos terrenos”, arguye David Day[11]. Hernán Cortés conquistó Tenochtitlán con apenas 300 hombres, pero ayudado por tribus deseosas de venganza que finalmente la tuvieron. El imponente imperio azteca se derrumbó en mucho menos del tiempo que les llevó a los mexicas apoderarse de la meseta, sojuzgando a los pueblos originarios sobre la base del terror ¿Qué los diferencia de los propios españoles, de los británicos que invadieron Australia y de los australianos que lo hicieron en Tasmania, de los daneses en Groenlandia, de los japonenses que masacraron a los ainus de Hokkaido o los holandeses enseñoreados en Sudáfrica? Incluso, ¿qué hay en esencia de distinto entre la Conferencia de Berlín de 1885 con el Acuerdo  Sykes–Picot de 1916? Aunque varios hayan logrado “mear el Nilo a contra corriente, en dirección a Jartum”, no se puede retrasar el reloj de la historia y seguir imputando -¿a quién?- responsabilidades prescriptas. Así las cosas, ¿cómo identificar quiénes son los verdaderos dueños de la tierra y qué debe hacerse con ellas?

Su verdadero nombre era Matoaka; los de su tribu la nombraban Pocahontas delante de los ingleses, pues temían que con algún maleficio el invasor se las arrebatara. Era una princesa, hija del jefe-rey Powhatan y tenía 12 años cuando un capitán Smith, de 29, se prendó de ella, pero no le correspondió. Después se enamoró de John Rolfe, un aventurero noble que la desposó a los 18 y la llevó a Londres en donde la llamaban Rebecca; murió allí a apenas cinco años de su llegada a la metrópoli. Se conserva un retrato suyo con la inscripción Matoaka alias Rebecca filia potentissimi principis Powhatani imperatoris Virginiae[12]. Su conmovedora historia personal, igual que la de la Malinche -Malinali Tenépatl o Doña Marina-, la de Isabel Chimpu Ocllo -nieta de Túpac Yupanqui, sobrina de Huayna Cápac y madre de Garcilaso de la Vega- y tantas otras menos encumbradas, describen la parábola del encuentro-choque-conquista de los indios de América a partir del 12 de Octubre de 1492. Aniquilación, asimilación, integración, desprecio, olvido… y vuelta a empezar. Más de quinientos años después no hubo -no puede haber, en verdad- soluciones únicas o mágicas, pues se trata nada menos que de nuestras historias particulares y los cruentos costos sufridos para hacernos nación, organizarnos como estados y en adelante convivir respetándonos e integrándonos pacíficamente detrás de un proyecto común que nos contenga a todos.
Es imposible abarcar en una nota periodística toda la gama de propuestas para resolver los problemas que han padecido y padecen las comunidades aborígenes en nuestros distintos países. Pero sin dudas un eje central gira en torno de la tenencia, posesión y propiedad de las tierras. Entonces, ¿a quién, por qué y cuánta se entregará? ¿El Estado concederá títulos -en razón de la residencia o de una posesión ancestral (aún concediendo que fuese fácil determinarla)- de tierras fiscales o privadas? ¿Cómo regular pues la entrega de tierras? Así aconteció en Bolivia, donde se preguntaban ¿cuál título es más legítimo y posee mayor valor: el concedido por la reforma agraria de Paz Estenssoro, los escritos en cuero con pluma de cóndor de la época de la colonia o los grabados en las piedras de Tiahuanaco[13]?

Perú aportó mucho en la evolución del pensamiento indigenista y tuvo mucho que ver José C. Mariátegui, quien no se detuvo tanto en la cuestión racial cuanto en el usufructo y posesión de los fundos. Con todos los riesgos de las síntesis, él abordó la cuestión agraria condenando el racismo blanco pero también alejándose del “nacionalismo indoamericano” que operaba como su contracara. Marxista y político al fin, buscó la solución en el reparto de la tierra. Su enfoque, más allá de lo ideológico, no dejaba de ser realista y están para comprobarlo las revoluciones -nunca completadas ni satisfactorias- en nombre de la reforma agraria. Aconteció en Méjico, Perú, Bolivia y no se logró en Centroamérica; hoy el Movimiento de los Sin Tierra presiona en Brasil con una escala de crispación que entre nosotros, por suerte, no aconteció.

Por otra parte, dar las tierras y demás recursos naturales para explotarlos y acoplarlos a la estructura productiva del país, es la cara oculta de la luna; en efecto, no se trata solo de asignarlas o consignarlas. En esto nuevamente hace falta un proyecto nacional que establezca pautas claras, con mayor razón si, como pronostica R. Mangabeira Unger[14] -gurú de la nueva izquierda latinoamericana-, la democratización de la economía de mercado constituye una idea institucional: “No basta con regular el mercado o compensar retrospectivamente sus inequidades. Es necesario reorganizarlo para que se convierta en una realidad mejor para más personas y de muchas más maneras”.

En fin, la “cuestión” indígena ha quedado planteada en estas páginas. Por ahora no habrá una tercera nota, aunque el tema es desde ya una cantera inagotable. Quede entonces con final abierto.



[1] Considérense tales el comportamiento irregular del sector externo, deterioro de la relación de intercambio, desequilibrio en la balanza de pagos, falta de movilidad social, desigual distribución de la riqueza, mala distribución de núcleos poblacionales, falta de competencia interna y externa, entre los principales.
[2] El revuelo que ha causado la reciente expropiación del Parque Nacional Sierra de las Quijadas por el gobierno de San Luis para ceder ese territorio a los huarpes (pueblo que integra la lista de “originarios” en el sitio oficial del INAI), es solo una muestra.
[3] La Conferencia de Nuuk (Groenlandia) de septiembre de 1991, auspiciada por la ONU, de algún modo universalizó el tema.
[4] Magdalena Gómez Rivera, jurista y funcionaria mexicana, analizando el proceso de Chiapas y la influencia del EZLN, propuso una autonomía inserta en el marco federativo, toda vez que la soberanía e identidad nacional se afianzará con el reconocimiento de la pluriculturalidad. Para ella, los pueblos indígenas mexicanos no buscan secesiones sino “ejercer y desarrollar sus formas específicas de organización social, cultural, política y económica” (v. “Derechos de los pueblos indios”, en Hacia un nuevo proyecto de Nación, varios autores, Fundación H. Castillo Martínez, México, 2000. Quizás este sea un pensamiento bastante generalizado en países con alto porcentaje de población indígena.
[5] En La emergencia indígena en América Latina, 2ª y 3ª partes, Ed. FCE, Santiago, 2007.
[6] Suscripto por los imperios alemán, austrohúngaro y otomano con Rusia y Bulgaria, en marzo de 1918; el otro, más conocido, se firmó en junio de 1919 entre los aliados triunfadores y Alemania.
[7] Ese doble derrumbe, dice Hobsbawm, representó un cambio histórico profundo y tal vez permanente de consecuencias insospechadas, ya que implica la decadencia del nacionalismo -tal como se lo conoce desde 1830- como vector del cambio histórico.
[8] En El brillante porvenir de la guerra, Ed. Andrés Bello, Santiago, 1996.
[9] Hicimos ya una referencia en la nota anterior al distinguir la cuestión nacional de la étnica citando a José Bengoa, en el apartado “Población-pueblo, tierras-territorio”.
[10] José Seoane (compilador), Movimientos sociales y conflicto en América Latina, varios ensayos, Ed. CLACSO, Buenos Aires, 2004.
[11] En Conquista. Una nueva historia del mundo moderno, Ed. Crítica, Barcelona 2006.
[12] Marcel Schwob, Vidas imaginarias, Emecé, Buenos Aires, 1998.
[13] Al decir de Simón Yampara, sociólogo boliviano que recela de los “cambios” encarados por Evo Morales, en tanto “provienen de la misma matriz civilizatoria cultural occidental centenaria, al menos en este espacio territorial; por tanto continúan encubriendo, vulnerando, valores y derechos de los pueblos originarios/indígenas provenientes de la matriz ancestral milenaria” (en www.probolivia.net).
[14] Lo expuso en su libro La alternativa de la izquierda (FCE, 2009), uno de cuyos capítulos anticipó Veintitrés Internacional, n° 53, mayo 2010.

No hay comentarios: