Revista
Claves nº 227 - marzo de 2014
¿Es conveniente,
justo y necesario un traslado de la capital federal argentina? ¿Por qué?, ¿a dónde?,
¿cuándo? ¿Solucionará las todavía irreductibles diferencias económicas-socioculturales
del país?; ¿el traslado resolverá la insoportable levedad e incompetencia del
“ser” argentino, incapaz de asumir el largo plazo? ¿La propuesta de traslado
sacudirá por fin las criollas neuronas y nos pondrá en la ardua tarea de
recuperar el tiempo perdido? En verdad no queda mucho, si consideramos el plazo
simbólico del 9 de julio de 2016. El tema da para largo, pero igual incito a
sumarnos al debate desde esta columna… ¡y que salga el sol por Antequera!
Resulta aún inextricable si la propuesta de alguien
con el rango institucional de Julián Domínguez ha sido previamente tratada y
consensuada en alto nivel o es apenas otra huida para adelante de una
dirigencia que se acomoda en las vidrieras pensando en 2015. Poco se sabe de
algún cenáculo corifeo u oficina decisiva donde haya quienes le estén dando
vueltas al tema, sea para una propuesta de sopetón y llave en mano, sea para concretar de una vez el debate. El titular
de la Cámara de Diputados de la Nación, sin decir agua va, lanzó el tema y al
voleo señaló que debía ubicarse en Santiago del Estero[1].
La lista de dirigentes referenciales sumados a la iniciativa
fue modesta; varios la justificaron en la manda del art. 75 incisos 18 y 19 de
la Constitución Nacional, esto es hacer de la Argentina un país armónico y con
regiones equilibradas. Se quedaron cortos, pues.
En verdad, el pesado clima político, económico y
social desde la enfermedad presidencial da margen para la suspicacia. A nuestros
aturdidos oídos, la parada sonó a maniobra distractiva enmarañada en la escasez
de tomates, cortes de luz y de calles generalizando el entendible malhumor de
los porteños. Una vez más Buenos Aires era
la Argentina: el padecimiento de la gran urbe fue excluyente temática durante
un largo y agobiante mes.
De todos modos, tenga o no carnadura, si hay un tema
clave para reflexionar en tiempos de bicentenarios, puede ser éste[2].
No solo por la cuestión en sí misma sino también por sus presuposiciones y consecuencias,
siempre que se lo encare integralmente, con amplitud, buena fe y seriedad
intelectual.
Estamos consumiendo con más pena que gloria años cruciales
para repensar, discutir, diseñar e implementar un proyecto de país para los
próximos cincuenta y más. Quizás ésta sea una de las últimas oportunidades para
replanteárnoslo todo. Por eso, una bomba de humo, una maniobra distractiva,
aparte de cachetazo en el rostro, sería la infausta comprobación de que no
estamos predispuestos ni preparados para las grandes hazañas. A mitad ya de la
segunda década del siglo XXI, trasladar la Capital Federal resulta bastante más
complejo que jibarizar la cabeza de Goliat. No se trata de desplazar de un
lugar a otro la burocracia estatal con la ingente movilización de bienes y
servicios que implica, además se entiende que una burocracia eficiente es un inestimable
recurso intangible de poder, cuya eficacia dependerá de la clase de país al
cual sirva.
Ojalá la idea de Domínguez sea al menos un globo de
ensayo, algo mínimamente elaborado, para que los argentinos zafemos de esa angustiante
convicción de “no podemos hacerlo” y superemos aquello de que el futuro ya no es lo que era. La cita
de P. Valéry, con su carga sarcástica, parece metida en nuestro inconsciente
colectivo, nos baja la estima e implica una claudicación lisa y llana, abandonados
al nostálgico temperamento rioplatense de llorar el pasado, la mina que se piantó del bulín mistongo.
Para colmos, la gesta
fundacional expresada en el “modelo” inaugurado en 2003 está hoy atrapada,
como la nave del cuento de W.H. Hodgson, en la asfixiante atmósfera de un mar
de sargazos, con tripulación amotinada y desconcertada. ¿Cómo se sale, cómo se
sigue?
Leer con
atención los signos nuestro tiempo
La mise-en-scène
rusa en ocasión del juicio a los activistas de Greenpeace y el más dramático
despliegue militar en la península de Crimea, la angustia de Berlín ante el
derrumbe económico europeo, el giro de Washington hacia la cuenca del Pacífico,
son más que indicios de una formidable reconstrucción de la geopolítica mundial;
hasta la Santa Sede moviliza la suya. Y todo apunta a un multipolarismo con
bloques de referencia. Transitamos una etapa de definiciones y alineamientos en
función –siempre- de intereses nacionales y regionales contrapuestos. A mediano
plazo surgirá una sociedad internacional con reglas de juego que serán consecuencia
de la modificación de la actual estructura de poder y dominación[3].
En nuestro caso, ¿tenemos claro hacia dónde queremos
ir?, ¿lideraremos o nos arrimaremos, a quién y en qué condiciones? Partir de un
diagnóstico estricto y realista, por doloroso que sea, es elemental para que el
resto no sea silencio. En consecuencia, no conviene tomar ninguna decisión trascendente
sin una previa y ajustada lectura de los tiempos que corren y en otra ocasión
describí como de cambio epocal[4].
Desde esa óptica, mover la Capital sería en todo
caso la coronación de un proyecto geopolítico y no su presupuesto, una proclama
urbi et orbi de que Argentina ha
decidido jugar fuerte en el contexto mundial. El impacto no solo repercutiría
puertas adentro, también sería una
fuerte señal hacia afuera, en especial a los países vecinos y de la región, lo
cual implica prepararnos para evitar obstáculos y reacciones adversas. Piénsese
por caso en la disputa con Gran Bretaña por las islas del Atlántico Sur, la
Antártida y los espacios marítimos y plataformas adyacentes. De allí que
reducir el problema al cambio de una ciudad por otra, aparte de un error
garrafal, sea obviar la parte del iceberg bajo el agua.
Así las cosas, ¿tiene sentido cambiar la capital con
la misma visión unitaria, instalada en 1860 y sellada en el cruento proceso de
su federalización? ¿Podrá el cambio de la capital corregir los desequilibrios
del esquema decimonónico radial antinacional, con eje en el puerto de Buenos
Aires, aún vigente?, ¿y hasta cuándo esta Aduana, paradigma del centralismo? ¿La
nueva capital seguirá siendo la única puerta de entrada y salida de la
Argentina[5]?
¿Tiene sentido cambiar la capital federal sin criterios de poblamiento y
redistribución humana? ¿Tiene sentido con fuerzas armadas en el estado al que
las han reducido, desmanteladas y sin poder disuasivo? ¿Tiene sentido cambiarla
en un país desintegrado por falta de vías de comunicación, que nos vertebren de
norte a sur y de este a oeste? ¿Seguirá confrontando el campo con la industria?
¿Qué implica hoy desarrollo? ¿Tiene sentido, por fin, sin apuntar a una
síntesis histórica que nos resguarde de revanchas e ineptitudes?[6]
El proyecto de la generación del 80 necesitó 50 años
para imponerse y otros 50 para anquilosarse. Desde el golpe contra Yrigoyen
hasta la recuperación democrática hubo tres “módulos” (democratismo
republicano, justicia social, desarrollismo) de lo que debió ser el proyecto del
siglo XX. Estamos pagando feo las consecuencias de la improvisación y de la
miopía de no haber intentado una síntesis de aquellos tres momentos.
La propuesta de
Raúl Alfonsín
Hay que retroceder unos cuantos años para encontrar el
antecedente inmediato, bastante más elaborado que la reciente iniciativa. Resulta
entonces conveniente exhumar la decisión del ex presidente, impulsando el
traslado de la capital al eje Viedma-Guardia Mitre/Carmen de Patagones. Es una
referencia ineludible y me sumo a quienes lamentan no haberle dado crédito en
su momento, más allá de los reparos que tal propuesta todavía despierte.
Alfonsín obtuvo el 52 % de los sufragios en la
elección general de octubre de 1983. Ese importante caudal de votos incluyó
apartidarios, indecisos, y también a
muchos que provenían de distintas filiaciones, muchos de los cuales formaron
parte de los cuadros del nuevo gobierno.
Durante 1984, el entusiasmo alfonsinista barrió con
la dirigencia de varios partidos políticos. Ese primer atisbo de transversalidad llevó al presidente y a
su equipo más allegado a imaginar la construcción de un Tercer Movimiento
Histórico, entendido como una síntesis superadora del peronismo clásico y del
radicalismo línea Alem-Yrigoyen. Dato no menor: planteado como “movimiento” era
un volver al origen (luego abandonado con la adscripción de la UCR a la
Internacional Socialdemócrata): tanto el yrigoyenismo como el peronismo se
nutrieron de personas de un variado origen político y socioeconómico.
Acuciado por la coyuntura, el 15 de abril de 1986
Raúl Alfonsín pronunció un discurso ante el Consejo para la Consolidación de la
Democracia[7],
mediante el cual sentó las bases de su Plan
para la Segunda República. Básicamente consistía en reformar la
Constitución Nacional procurando un régimen semi-parlamentario, la reforma del
Estado y del Poder Judicial, la provincialización de Tierra del Fuego, el
traslado de la Capital Federal y la creación de una provincia rioplatense con
la ciudad de Buenos Aires y su conurbano. El traslado a su vez concretaría el Proyecto Patagonia, consistente en la
ubicación de la nueva capital en el sitio arriba mencionado.
Para ese año, los jefes militares ya cumplían
condena perpetua y la economía empezaba a ponerse inmanejable. La mayoría de la
dirigencia argentina se opuso a la idea sin mayores fundamentos, en parte por el
enorme costo y el mal momento macroeconómico. Una infidencia apuró los tiempos
y la Casa Rosada apuró la ley específica que propone el art. 3 de la CN. El
primer alzamiento carapintada de aquella Semana Santa de abril de 1987 anunció
lo difícil que sería para el gobierno radical concretar “su” refundación y, como un modo de exhibir
normalidad, el 27 de mayo el Congreso Nacional sancionó la ley nº 23.512, de
fácil acceso en internet, cuya lectura de fundamentos es necesaria pues explicita
la concepción de aquel gobierno radical[8].
La propuesta de Alfonsín y la del diputado Domínguez
difieren en la mayor preparación de la primera y la brumosa presentación de la
segunda, y convergen en su justificación en la concentración de poder económico
y político, la necesidad y conveniencia de separarlos, el desequilibrio
poblacional y un unitarismo de hecho que neutralizó el federalismo originario.
No obstante, el frustrado proyecto avanzó en algunas consideraciones
geopolíticas más que lo poco dicho hasta ahora por el diputado Domínguez para
plantar la capital en Santiago. Por último, la propuesta de Alfonsín fue llave
en mano y la lanzó “cocinada” a todo el país; no se sabe si la del diputado
Domínguez será sometida a un debate de mayor escala.
A guisa de resumen
conclusivo
Sintetizo esta primera nota, en lo siguiente:
1º Sería muy torpe e injusto que un tema de esta
envergadura sea una bomba de humo. Si se trata de un globo de ensayo, asumo
convencido que en la Argentina hay gente preparada y predispuesta para asumir la ardua tarea de repensar
nuestro destino nacional.
2º El traslado de la capital federal, con lo que
implica tamaño esfuerzo, no debe inducir al error de considerar que el cambio
de ciudad, lo mismo que una reforma constitucional, ha de resolver problemas
estructurales de la noche a la mañana.
3º Por el contrario, la cuestión debe enmarcarse en
un escenario superior: un proyecto
estratégico nacional, a diferencia de un modelo, es una construcción colectiva y ello implica que crece
desde el pie. La sabiduría consistirá en cómo organizar la participación: la
sociedad no solo debe ser informada sino también involucrada. Ese proyecto
definirá en consecuencia si Buenos Aires debe seguir siendo o no nuestra
capital federal.
4º La discusión vale la pena y corresponde
encararla, encausarla, generalizarla; no debe cajonearse ni dilatarse sine die. Una propuesta de esta
envergadura no puede improvisarse ni sesgarse.
5º No haya cabida para manías re-fundacionales de
mesiánicos de cualquier especie y color. Por ende, prohibidas las aventuras
personales o de grupos iluminados.
[1] Así lo expuso en una
reunión partidaria, en Cafayate. El legislador convocó a “repensar” el Norte
Grande para insertarlo en “[…] la nueva geopolítica que inauguró el ex
presidente Néstor Kirchner… en relación con China, India y los países del mundo
árabe” (Nuevo Diario, 26/2/14, págs.
24 y 25). Domínguez comentó además que está trabajando con equipos técnicos, y probablemente
explicitará en algún momento tal concepción.
[2] Nos ocupamos algo en “La agenda de los Bicentenarios: nación, identidad y futuro”. Claves nº 184, octubre 2009.
[3] En este
aspecto seguimos un ensayo de Celestino del Arenal: “Poder y relaciones
internacionales: un análisis conceptual”; Revista de Estudios Internacionales,
vol. IV nº 3, julio-septiembre 1983. Madrid.
[4] Ver “Cambio de época,¿cambio de paradigmas?: resultados inciertos”. Claves nº 205, noviembre 2011.
[5] Ver a propósito
“Abriendo más puertas”. Claves nº
189, mayo 2010.
[6] A propósito de la
síntesis “30 años de democracia: entre las formas y el fondo”, en http://noticias.iruya.com/
newnex/opinion/colaboraciones/10961-30-anos-de-democracia-entre-la-forma-y-el-fondo.html
[7] Ese Consejo fue creado
en 1985 para constituirlo en órgano asesor del PEN. Estaba coordinado por el
filósofo Carlos Nino e integrado por personalidades de distintos partidos
políticos y sectores sociales. Fue disuelto en 1989, poco antes de la asunción
de Carlos Menem.
[8] En el año 2007, el
diputado justicialista entrerriano Raúl Solanas presentó un proyecto para
derogar la ley nº 23512, nunca tratado. Desconozco si la ley fue efectivamente
derogada alguna vez, por lo que seguiría
vigente.
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