24 de marzo de 2015

La “cualidad marítima” de Bolivia en contexto: algo está pasando

Revista Claves nº 237 – marzo de 2015
 
“La demanda boliviana por soberanía es un hecho que ningún gobernante ni partido político chileno pueden rehuir, si se pretende alcanzar un acuerdo definitivo. En los sentimientos del pueblo boliviano, el simbolismo de la cualidad marítima trasciende las racionalidades política y económica” (Sergio Bitar, Un futuro común: Chile, Bolivia y Perú. El norte de Chile en el siglo XXI, pág. 183. Ed. Aguilar, 2011).

Contexto
La única guerra generalizada ocurrida en Suramérica fue por la independencia y concluyó en la Pampa de Ayacucho, en diciembre de 1824. A partir de esa fecha los nuevos Estados apuraron tratados políticos apuntando por un lado al mutuo reconocimiento como tales y, por otro, delimitar las respectivas jurisdicciones nacionales. Con tal objetivo se invocó el principio uti possidetis iuris de 1810, una excusa jurídica extraída del Digesto romano aplicable a los actos posesorios. La fórmula permitía invocar las delimitaciones trazadas por reales cédulas (la de 1782, para el Virreinato del Río de la Plata), acreditando así la condición de sucesores de la corona española. Cada cual con su hijuela, nuestros países fueron acomodando sus lindes internacionales y en varios casos la indefinición tensionó fronteras, pero nunca a nivel de desmadre.
 
Ninguno de los nuevos países se salvó de conflictos limítrofes con sus respectivos vecinos y, por lo general, las diferencias se resolvían mediante negociaciones directas y arbitrajes -norteamericano o británico- para los tramos dudosos. En muchas ocasiones, los involucrados sellaron acuerdos recién cuando consideraron dadas las condiciones políticas (ocurrió con Bolivia y Uruguay, con los cuales Argentina cerró tratos en los años ’30, ‘60 y ’70 del siglo pasado). Imposible obviar en este repaso los preparativos bélicos de 1978 por el Canal de Beagle o el uso de la fuerza en la frontera peruano-ecuatoriana por el sector del Alto del río Cenepa, en la Cordillera del Cóndor, febrero de 1995.

Persisten conflictos, menores por cierto, pero con potencialidad de escalada como toda cuestión territorial, entre Colombia–Nicaragua (con sentencia de la CIJ de 2012, desconocida por Colombia); Colombia-Venezuela y Venezuela-Guyana[1]. Y el más complicado caso chileno-peruano-boliviano, por cierto.

En notas anteriores consideramos que el mundo parece orientado hacia un esquema multipolar de países y bloques, plagado de incertidumbres. En ese incipiente marco, Bolivia, Chile y Perú ya participan en acuerdos comerciales y alianzas estratégicas -entre sí y con terceros países- proyectadas a la cuenca del Pacífico, nuevo eje geopolítico mundial. De tal modo se les hace imprescindible resolver sus controversias a la brevedad posible, porque lo requieren tanto ellos como la dimensión mayor sudamericana necesitada de replanteos para la mejor e inserción en un nuevo orden mundial.

Breve historia de un candado[2]
La Guerra del Pacífico (febrero 1876 – mayo 1880) fue una típica contienda periférica, en la cual la disputa territorial por espacios vacíos se mezclaba con los intereses de compañías extranjeras extractoras de materias primas (guano, salitre y plata). Al finalizar Bolivia había perdido su acceso al mar, que nunca resignó desde el momento mismo en que cesaron las hostilidades.

Bolivia y Chile suscribieron dos tratados decisivos: el Pacto de Tregua del 4 de abril de 1884, con el objeto de evitar otra escalada bélica mientras se negociaba una paz con límites definitivos; y el Tratado de Paz del 20 de octubre de 1904, por el cual Bolivia renunciaba a su litoral, Chile le construiría el ferrocarril La Paz - Arica, se cancelaba su deuda, recibiría 300.000 libras esterlinas como compensación territorial y tendría libre tránsito comercial perpetuo hasta los puertos chilenos. Así selló su suerte: Chile sigue argumentando la intangibilidad de los tratados, lo cual implica la imposibilidad de volver a la situación anterior. Para adelante, se podría hablar.

En cuanto a Perú, entró en aquella guerra embretado por el Pacto Riva Agüero-Benavente, firmado en Lima en febrero de 1873, un acuerdo defensivo de carácter secreto para afrontar conjuntamente “agresiones externas”, pensando en Chile desde luego.

En octubre de 1883, acordaron la paz mediante el Tratado de Ancón, que concedía a Chile la provincia de Tarapacá y establecía un estatus provisorio para Arica y Tacna, ciudades hasta entonces peruanas, la cuales quedarían bajo jurisdicción chilena por diez años, transcurridos los cuales definirían sus destinos mediante un plebiscito que nunca se celebró.

En junio de 1929 se firmó el Tratado de Lima, decidiendo que Tacna sería peruana y Arica chilena, trazándose entre ambas una Línea de Concordia. Perú aceptó un protocolo adicional reservado, por el cual ambos gobiernos “no podrían, sin previo acuerdo entre ellos, ceder a una tercera potencia la totalidad o parte de los territorios”. En la práctica significaba que Bolivia quedaba supeditada a la anuencia peruana para cualquier cesión territorial por parte de Chile: el famoso candado, cuyo dueño reside en Santiago pero la llave está en Lima.

El triángulo de recelos y zancadillas estuvo abonado durante décadas por las propias dirigencias, condicionadas de hecho por el proceso de construcción de las respectivas identidades nacionales y por una recurrente inestabilidad política en Bolivia y Perú.

Las relaciones chileno-peruanas han tenido siempre a la cuestión boliviana como un elemento perturbador de sus políticas externas, cuyo último cimbronazo ocurrió cuando Perú presentó demanda contra Chile en la Corte Internacional de Justicia para definir el frente lateral marítimo, cuyas pautas –establecidas en el art. 2 del Tratado del ’29- cada cual las interpretaba a su acomodo. Luego de seis años de pleito, hubo sentencia en mayo de 2014 -apuntando a un reparto equitativo- mal recibida igual por ambas partes. La CIJ no precisa las coordenadas, que deben ser determinadas ahora con rapidez y “buena voluntad vecinal”.

El norte chileno, el sur peruano y el sudoeste boliviano  constituyen una de las regiones más pobres de América Latina. Y lo que no construyen las respectivas cancillerías, lo está practicando la gente mediante un diario e intenso intercambio comercial en los ejes Tacna-Arica, La Paz-Arica y La Paz-Ilo; o a través de experiencias como la de la Asociación Estratégica Aymaras sin Fronteras, creada en 2001, que nuclea a poblaciones de esa etnia distribuidas en 57 municipios de Bolivia, Chile y Perú. 

De acá en más
No obstante el ríspido y complicado panorama, algo está pasando, y se nota en la presión de distintas expresiones de la izquierda política chilena y boliviana, que consideran a sus gobiernos rehenes de las historias oficiales.

Todas las fórmulas intentadas a lo largo del siglo pasado fracasaron por intransigencia de ambos más la renuencia peruana. Tampoco hubo, antes y ahora, suficiente poder político en los tres países como para sostener una justa composición de intereses con recíprocas concesiones[3].

Sergio Bitar, ministro de educación de Ricardo Lagos y de obras públicas con Bachelet y senador por la región de Tarapacá, escribió en 2011 el libro citado en la frase del epígrafe. En una primera parte refiere su visión sobre la importancia del Norte Grande chileno (que desde 2007 se integra con las regiones de Arica-Parinacota, Tarapacá y Coquimbo), su origen y relevancia actual, agobiado por el centralismo santiaguino y por ello deseoso de mayor autonomía. Allí –dice- “subyacen resabios del siglo XIX”: se trata de una zona conquistada que debe resguardarse de los vecinos, gran proveedora de ingresos mineros para el país. En la otra (capítulos 10 a 20) realiza un detallado repaso de las relaciones bilaterales chileno-bolivianas y chileno-peruanas, desde el inicio del secular conflicto hasta la actualidad. Sostiene sin ambages que la salida al mar para Bolivia no es un acto de generosidad sino que responde al interés estratégico nacional, vinculado a necesidades energéticas, mineras e hídricas.

Así, ¿cómo converger intereses comunes habiendo tantas susceptibilidades? La sensibilidad es tan intensa que episodios como el de la detención en Chile de tres soldados bolivianos perdidos en la nada (marzo de 2013) y la más reciente acusación peruana por espionaje chileno en febrero de este año, tiran abajo lo diariamente construido por importadores, exportadores y trabajadores migrantes que se desplazan por aquellos tres ejes principales.

Una propuesta realista –que incluso podría reconocer etapas- consiste en compatibilizar lo que Chile está dispuesto a conceder con lo que Bolivia desearía aceptar y Perú no pueda desaprobar, y seguramente pasa por los beneficios económicos de la mutua complementación energética, hídrica, agrícola, minera y turística. Bastante para empezar.

La hipótesis de máxima de una franja costera desde la cual Bolivia trace su jurisdicción marítima en los términos de la CONVEMAR, solo sería viable si los tres imaginan algún mecanismo más sofisticado que la zona común de pesca acordada con Uruguay a partir de la desembocadura del Río de la Plata, prevista en el acuerdo de 1974, o el mar de la zona austral del Tratado de Paz con Chile de 1984; y tantos casos más en otras regiones del planeta[4]. Para Chile también se trata de un problema de seguridad nacional, ya que el 95% de su comercio viaja por barco; lo mismo para Perú, de acendrada cultura marítima y pesquera.

Otra posibilidad latente es la intentada durante el último gobierno de Víctor Paz Estenssoro (1985-1989): agregar a la franja paralela a la Línea de la Concordia un enclave territorial de 40 por 20 km con cinco posibilidades de locación (una de ellas cerca de Mejillones), en el cual Bolivia solo podría construir su propio puerto, una nueva línea férrea directa y los depósitos necesarios. Quizás poco para el sentimiento boliviano de enclaustramiento.

Las relaciones diplomáticas entre Bolivia y Chile siempre han pendido de un hilo y en los hechos se cortaban con cada fracaso en las negociaciones por la salida al mar. El mayor sacudón en lo que va del siglo fue la decisión de Evo Morales de llevar el problema a la CIJ, en 2013. En un caso tan delicado es improbable que la Corte de La Haya se la conceda a Bolivia de pleno derecho y con todas las prerrogativas que implica; cuanto más apuntaría a un adecuado ajuste de la controversia y tal vez proponer un calendario y pautas de negociación. 

Lo real es que Perú y en especial Chile le hacen notar a Bolivia que, más allá de la soberanía, en estos tiempos y para las tres subregiones nacionales prevalece el factor económico (el mismo temperamento británico respecto de Malvinas). Empezar por esa línea es más factible que negociar metros de costas y espacios marítimos, hasta que se certifique que la continuidad territorial peruana y chilena está a resguardo. Mientras, Bolivia acumula apoyo en foros internacionales, lo cual suma pero no alcanza.

Otro escollo que concita preocupación es la cuestión del libre tránsito fronterizo, garantizado en el Tratado de 1904. En 1990 Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Paraguay, Perú y Uruguay firmaron el Acuerdo de Transporte Internacional Terrestre (ATIT), en el marco de la ALADI. Bolivia constantemente reclama que Chile obstaculiza y por ende incumple el transporte de pasajeros y de carga tanto por vía terrestre  como ferroviaria, de millonario movimiento. Perú anota y opera en consecuencia.

Para concluir, esta observación final. En todo lo leído, que ha sido mucho y enriquecedor, no vimos ninguna mención a la Zicosur. Tal vez habría que considerarlo: el Norte Grande Argentino en general y Salta en particular no pueden desentenderse de semejante dato.


[1] Están referidos en “¿Adónde vamos entonces?”, Claves nº 220, junio 2013.
[2] Para ampliar ver “Bolivia y el mar”, Claves nº 146, marzo 2006.
[3] El acuerdo más cercano a una solución definitiva fue intentado en 1976 por A. Pinochet y H. Banzer (quienes concentraban el poder político y militar), consistente en una franja paralela al sur de la Línea de la Concordia, que el gobierno militar de F. Morales Bermúdez desbarató con la contraoferta de una soberanía tripartita al norte de Arica.
[4] Por caso la vía expedita al Adriático que Croacia concedió, nada menos, a Serbia;  o los acuerdos de explotación de la plataforma del Mar del Norte entre Noruega y el Reino Unido.

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