Revista Claves nº 237 – marzo de 2015
“La demanda boliviana por soberanía es un hecho que ningún gobernante
ni partido político chileno pueden rehuir, si se pretende alcanzar un acuerdo
definitivo. En los sentimientos del pueblo boliviano, el simbolismo de la cualidad marítima trasciende las
racionalidades política y económica” (Sergio Bitar, Un futuro común: Chile, Bolivia y Perú. El norte de Chile en el siglo
XXI, pág. 183. Ed. Aguilar, 2011).
Contexto
La única guerra generalizada ocurrida en
Suramérica fue por la independencia y concluyó en la Pampa de Ayacucho, en
diciembre de 1824. A partir de esa fecha los nuevos Estados apuraron tratados
políticos apuntando por un lado al mutuo reconocimiento como tales y, por otro,
delimitar las respectivas jurisdicciones nacionales. Con tal objetivo se invocó
el principio uti possidetis iuris de
1810, una excusa jurídica extraída del Digesto romano aplicable a los actos
posesorios. La fórmula permitía invocar las delimitaciones trazadas por reales
cédulas (la de 1782, para el Virreinato del Río de la Plata), acreditando así
la condición de sucesores de la corona española. Cada cual con su hijuela,
nuestros países fueron acomodando sus lindes internacionales y en varios casos
la indefinición tensionó fronteras, pero nunca a nivel de desmadre.
Ninguno de los nuevos países se salvó de
conflictos limítrofes con sus respectivos vecinos y, por lo general, las
diferencias se resolvían mediante negociaciones directas y arbitrajes
-norteamericano o británico- para los tramos dudosos. En muchas ocasiones, los
involucrados sellaron acuerdos recién cuando consideraron dadas las condiciones
políticas (ocurrió con Bolivia y Uruguay, con los cuales Argentina cerró tratos
en los años ’30, ‘60 y ’70 del siglo pasado). Imposible obviar en este repaso
los preparativos bélicos de 1978 por el Canal de Beagle o el uso de la fuerza
en la frontera peruano-ecuatoriana por el sector del Alto del río Cenepa, en la
Cordillera del Cóndor, febrero de 1995.
Persisten conflictos, menores por cierto,
pero con potencialidad de escalada como toda cuestión territorial, entre
Colombia–Nicaragua (con sentencia de la CIJ de 2012, desconocida por Colombia);
Colombia-Venezuela y Venezuela-Guyana[1]. Y el más complicado caso
chileno-peruano-boliviano, por cierto.
En notas anteriores consideramos que el
mundo parece orientado hacia un esquema multipolar de países y bloques, plagado
de incertidumbres. En ese incipiente marco, Bolivia, Chile y Perú ya participan
en acuerdos comerciales y alianzas estratégicas -entre sí y con terceros
países- proyectadas a la cuenca del Pacífico, nuevo eje geopolítico mundial. De
tal modo se les hace imprescindible resolver sus controversias a la brevedad
posible, porque lo requieren tanto ellos como la dimensión mayor sudamericana
necesitada de replanteos para la mejor e inserción en un nuevo orden mundial.
Breve historia de un candado[2]
La Guerra del Pacífico (febrero 1876 – mayo 1880)
fue una típica contienda periférica, en la cual la disputa territorial por
espacios vacíos se mezclaba con los intereses de compañías extranjeras
extractoras de materias primas (guano, salitre y plata). Al finalizar Bolivia
había perdido su acceso al mar, que nunca resignó desde el momento mismo en que
cesaron las hostilidades.
Bolivia y Chile suscribieron dos tratados decisivos:
el Pacto de Tregua del 4 de abril de
1884, con el objeto de evitar otra escalada bélica mientras se negociaba
una paz con límites definitivos; y el Tratado de Paz del 20 de octubre de 1904, por el cual Bolivia
renunciaba a su litoral, Chile le construiría el ferrocarril La Paz - Arica, se
cancelaba su deuda, recibiría 300.000 libras esterlinas como compensación
territorial y tendría libre tránsito comercial perpetuo hasta los puertos
chilenos. Así selló su suerte: Chile sigue argumentando la intangibilidad de
los tratados, lo cual implica la imposibilidad de volver a la situación anterior.
Para adelante, se podría hablar.
En cuanto a Perú, entró en aquella guerra
embretado por el Pacto Riva Agüero-Benavente, firmado en Lima en febrero de
1873, un acuerdo defensivo de carácter secreto para afrontar conjuntamente
“agresiones externas”, pensando en Chile desde luego.
En octubre de 1883, acordaron la paz
mediante el Tratado de Ancón,
que concedía a Chile la provincia de Tarapacá y establecía un estatus
provisorio para Arica y Tacna, ciudades hasta entonces peruanas, la cuales
quedarían bajo jurisdicción chilena por diez años, transcurridos los cuales
definirían sus destinos mediante un plebiscito que nunca se celebró.
En junio de 1929 se firmó el Tratado de Lima, decidiendo que Tacna
sería peruana y Arica chilena, trazándose entre ambas una Línea de Concordia.
Perú aceptó un protocolo adicional reservado, por el cual ambos gobiernos “no
podrían, sin previo acuerdo entre ellos, ceder a una tercera potencia la
totalidad o parte de los territorios”. En la práctica significaba que Bolivia
quedaba supeditada a la anuencia peruana para cualquier cesión territorial por
parte de Chile: el famoso candado, cuyo dueño reside en Santiago pero la llave
está en Lima.
El triángulo de recelos y zancadillas
estuvo abonado durante décadas por las propias dirigencias, condicionadas de
hecho por el proceso de construcción de las respectivas identidades nacionales
y por una recurrente inestabilidad política en Bolivia y Perú.
Las relaciones chileno-peruanas han
tenido siempre a la cuestión boliviana como un elemento perturbador de sus
políticas externas, cuyo último cimbronazo ocurrió cuando Perú presentó demanda
contra Chile en la Corte Internacional de Justicia para definir el frente
lateral marítimo, cuyas pautas –establecidas en el art. 2 del Tratado del ’29-
cada cual las interpretaba a su acomodo. Luego de seis años de pleito, hubo
sentencia en mayo de 2014 -apuntando a un reparto equitativo- mal recibida igual
por ambas partes. La CIJ no precisa las coordenadas, que deben ser determinadas
ahora con rapidez y “buena voluntad vecinal”.
El norte chileno, el sur peruano y el
sudoeste boliviano constituyen una de
las regiones más pobres de América Latina. Y lo que no construyen las
respectivas cancillerías, lo está practicando la gente mediante un diario e
intenso intercambio comercial en los ejes Tacna-Arica, La Paz-Arica y La
Paz-Ilo; o a través de experiencias como la de la Asociación Estratégica
Aymaras sin Fronteras, creada en 2001, que nuclea a poblaciones de esa etnia
distribuidas en 57 municipios de Bolivia, Chile y Perú.
De
acá en más
No obstante el ríspido y complicado
panorama, algo está pasando, y se nota en la presión de distintas expresiones
de la izquierda política chilena y boliviana, que consideran a sus gobiernos
rehenes de las historias oficiales.
Todas las fórmulas intentadas a lo largo
del siglo pasado fracasaron por intransigencia de ambos más la renuencia
peruana. Tampoco hubo, antes y ahora, suficiente poder político en los tres países
como para sostener una justa composición de intereses con recíprocas
concesiones[3].
Sergio Bitar, ministro de educación de
Ricardo Lagos y de obras públicas con Bachelet y senador por la región de
Tarapacá, escribió en 2011 el libro citado en la frase del epígrafe. En una
primera parte refiere su visión sobre la importancia del Norte Grande chileno
(que desde 2007 se integra con las regiones de Arica-Parinacota, Tarapacá y
Coquimbo), su origen y relevancia actual, agobiado por el centralismo santiaguino
y por ello deseoso de mayor autonomía. Allí –dice- “subyacen resabios del siglo
XIX”: se trata de una zona conquistada que debe resguardarse de los vecinos,
gran proveedora de ingresos mineros para el país. En la otra (capítulos 10 a
20) realiza un detallado repaso de las relaciones bilaterales chileno-bolivianas
y chileno-peruanas, desde el inicio del secular conflicto hasta la actualidad. Sostiene
sin ambages que la salida al mar para Bolivia no es un acto de generosidad sino
que responde al interés estratégico nacional, vinculado a necesidades
energéticas, mineras e hídricas.
Así, ¿cómo converger intereses comunes habiendo
tantas susceptibilidades? La sensibilidad es tan intensa que episodios como el
de la detención en Chile de tres soldados bolivianos perdidos en la nada (marzo
de 2013) y la más reciente acusación peruana por espionaje chileno en febrero
de este año, tiran abajo lo diariamente construido por importadores,
exportadores y trabajadores migrantes que se desplazan por aquellos tres ejes
principales.
Una propuesta realista –que incluso podría
reconocer etapas- consiste en compatibilizar lo que Chile está dispuesto a
conceder con lo que Bolivia desearía aceptar y Perú no pueda desaprobar, y
seguramente pasa por los beneficios económicos de la mutua complementación
energética, hídrica, agrícola, minera y turística. Bastante para empezar.
La hipótesis de máxima de una franja
costera desde la cual Bolivia trace su jurisdicción marítima en los términos de
la CONVEMAR, solo sería viable si los tres imaginan algún mecanismo más
sofisticado que la zona común de pesca acordada con Uruguay a partir de la
desembocadura del Río de la Plata, prevista en el acuerdo de 1974, o el mar de
la zona austral del Tratado de Paz con Chile de 1984; y tantos casos más en
otras regiones del planeta[4]. Para Chile también se
trata de un problema de seguridad nacional, ya que el 95% de su comercio viaja
por barco; lo mismo para Perú, de acendrada cultura marítima y pesquera.
Otra posibilidad latente es la intentada
durante el último gobierno de Víctor Paz Estenssoro (1985-1989): agregar a la
franja paralela a la Línea de la Concordia un enclave territorial de 40 por 20
km con cinco posibilidades de locación (una de ellas cerca de Mejillones), en el
cual Bolivia solo podría construir su propio puerto, una nueva línea férrea directa
y los depósitos necesarios. Quizás poco para el sentimiento boliviano de
enclaustramiento.
Las relaciones diplomáticas entre Bolivia
y Chile siempre han pendido de un hilo y en los hechos se cortaban con cada
fracaso en las negociaciones por la salida al mar. El mayor sacudón en lo que
va del siglo fue la decisión de Evo Morales de llevar el problema a la CIJ, en
2013. En un caso tan delicado es improbable que la Corte de La Haya se la conceda
a Bolivia de pleno derecho y con todas las prerrogativas que implica; cuanto
más apuntaría a un adecuado ajuste de la controversia y tal vez proponer un
calendario y pautas de negociación.
Lo real es que Perú y en especial Chile le
hacen notar a Bolivia que, más allá de la soberanía, en estos tiempos y para
las tres subregiones nacionales prevalece el factor económico (el mismo
temperamento británico respecto de Malvinas). Empezar por esa línea es más
factible que negociar metros de costas y espacios marítimos, hasta que se
certifique que la continuidad territorial peruana y chilena está a resguardo.
Mientras, Bolivia acumula apoyo en foros internacionales, lo cual suma pero no
alcanza.
Otro escollo que concita preocupación es
la cuestión del libre tránsito fronterizo, garantizado en el Tratado de 1904.
En 1990 Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Paraguay, Perú y Uruguay firmaron el
Acuerdo de Transporte Internacional Terrestre (ATIT), en el marco de la ALADI.
Bolivia constantemente reclama que Chile obstaculiza y por ende incumple el
transporte de pasajeros y de carga tanto por vía terrestre como ferroviaria, de millonario movimiento.
Perú anota y opera en consecuencia.
Para concluir, esta observación final. En
todo lo leído, que ha sido mucho y enriquecedor, no vimos ninguna mención a la
Zicosur. Tal vez habría que considerarlo: el Norte Grande Argentino en general
y Salta en particular no pueden desentenderse de semejante dato.
[1] Están
referidos en “¿Adónde
vamos entonces?”, Claves nº 220,
junio 2013.
[2] Para ampliar
ver
“Bolivia y el mar”, Claves nº 146,
marzo 2006.
[3] El acuerdo más cercano a una solución definitiva fue
intentado en 1976 por A. Pinochet y H. Banzer (quienes concentraban el poder
político y militar), consistente en una franja paralela al sur de la Línea de
la Concordia, que el gobierno militar de F. Morales Bermúdez desbarató con la
contraoferta de una soberanía tripartita al norte de Arica.
[4] Por caso la
vía expedita al Adriático que Croacia concedió, nada menos, a Serbia; o los acuerdos de explotación de la
plataforma del Mar del Norte entre Noruega y el Reino Unido.
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