8 de noviembre de 2016

Segundo martes de noviembre 2016*


En las elecciones del 8 de noviembre el Partido Demócrata (PD) podría encumbrar a la primera mujer en la presidencia de Estados Unidos; o bien podría ganar un outsider bocón, repudiado hasta por referentes de su propio Partido Republicano (PR). Hace años no se vivía una campaña tan agresiva y con tantos golpes bajos.


Hay preocupación en la parte occidental del planeta por el futuro inmediato de una superpotencia todavía necesaria para la estabilidad política mundial, en un contexto internacional difícil y sin mecanismos claros a la vista para mejorar o reemplazar el sistema de Naciones Unidas y sus organismos sucedáneos.

Por nuestra pueril retórica antinorteamericana, desconocemos la política interna de EE.UU y nos impide constatar los movimientos tectónicos de una sociedad con graves dificultades y muchas desigualdades y, en consecuencia, tan irritada y desesperanzada como para que emerja un Donald Trump. 

Las actuales circunstancias internas inciden como nunca en esta renovación presidencial. En un país con voto no obligatorio, solo 1 de 2 electores se registra para votar; de los que se registran, 1 de 2 suele votar, lo cual implica que 3 de cada 4 no participan, según analiza Steve Jarding en “El estado de la democracia” (DV nº 62:59). Primera gran incógnita: ¿cuál será el porcentaje de afluencia de votantes y su consecuente nivel legitimador? Téngase presente que sacar más votos no significa ganar la elección, pues en EE.UU la elección es indirecta. El Colegio Electoral (institución que nosotros suprimimos -grave error- por la reforma de 1994) está constituido por 538 electores, cuya cantidad varía según la población de cada Estado federado. Los más numerosos: 58 California, 38 Texas, Nueva York y Florida 29 cada uno, son los que deciden la elección; 270 electores, pues, hacen un presidente. 

El pueblo disminuyó su protagonismo político -sostiene Jarding- desde los años en que Reagan impulsó la contracultura política del desentendimiento, achicando el Estado, desregulando la economía y disminuyendo el asistencialismo. La baja de impuestos favoreció a los más pudientes y desarticuló los sindicatos (en los años ’60, el 35% de los trabajadores estaba sindicalizado, hoy no llega al 6%).

No extrañe entonces que las clases media y trabajadora –sea cual fuere su condición u orientación política- perciban un salario básico de u$ 7,25 por hora, cuando debieran orillar los u$ 25 ajustados por inflación. El mismo panorama se observa en el ámbito de la educación: los estudiantes secundarios, por caso, según la encuesta PISA 2012 ocupan el puesto 30 de 65 países, en matemáticas; y en el de la salud pública, cuya universalización es utópica. ¿Cómo revertir esas tendencias si el 43% de las empresas no tributa nada anualmente a causa de desajustes legales? 

Así las cosas esta parece una etapa transicional, usualmente compleja porque está en juego la reconstrucción de instituciones para hacerlas más eficaces y representativas. 

“América” busca fórmulas convivencia superadoras, más allá de un bipartidismo que hoy no garantiza niveles razonables de gobernabilidad y equidad. El “partidismo negativo” -referido por Lee Drutman en “Polarización política y perspectiva futura de los partidos” (DV nº 62:32)- se expresó en las trabas y zancadillas que las bancadas se propinan en el Congreso Nacional (gran equilibrador político), con mejor provecho para quien cuente con la mayoría circunstancial. Barak Obama lo padeció luego de las elecciones de medio término de 2014, cuando el PR ganó la mayoría de bancas en ambas Cámaras: 52 a 44 en Senado y 243 a 178 en Representantes. Ese Congreso “republicano” bloqueó fondos y obligó al gobierno federal a cerrar varios organismos públicos. Y así se llega a estas elecciones generales. Segunda incógnita: ¿cambiarán los colores de la nueva mayoría; la habrá? 

La disputa bipartidista trasladó el encono a los votantes rasos, al estilo acá vivido entre kirchnerismo y antikirchnerismo; y llegó también a los grandes aportantes de fondos para las campañas, que son muchos y mañeros, los cuales terminan condicionando las políticas económicas y no precisamente para beneficiar los sectores de bajos ingresos. La saga House of Cards es una pálida referencia de cómo se mueve el establishment de Washington. 

Bernie Sanders -afiliado al PD recién en 2015 (¿por cuánto tiempo más)- un socialista convicto y confeso, enfrentó duro a la candidata oficial Hillary Rodham-Clinton, cuya inteligencia está en relación inversamente proporcional a su carisma. ¿Qué puntos en contacto hay entre sus propuestas?, ¿esas visiones distintas podría provocar una secesión partidaria? Por el lado republicano, varios líderes siguen sin digerir el encumbramiento de Trump: no lo votarán o no irán a las urnas. Ambos casos emiten señales acerca del agotamiento del sistema bipartidista y de las reglamentaciones internas para definir las nominaciones.   

Desde que el millonario Ross Perot obtuvo el 19% de los votos con su Partido de la Reforma (todavía vigente) en 1996 (ganadas por Bill Clinton), nunca se asustó tanto el establishment norteamericano. La aparentemente necesaria “tercera fuerza” no acaba de emerger y no lo hará por la vía del Partido Verde, el Partido Libertario y el Partido de la Constitución. Aparte de estos hay alrededor de veinte partidos de alcance nacional y dos docenas de partidos regionales que entran y salen de las elecciones. Las principales terceras fuerzas no proyectan más del 6 - 7% de los votos, en conjunto. 

Párrafos especiales para dos cuestiones de enorme incidencia en la política doméstica norteamericana: la situación social y los asuntos externos.

Dos visiones están en pugna para definir si Norteamérica asumirá, de una vez por todas, su carácter  pluricultural y mestizo. Samuel Huntington lo planteó, desde la otra vereda, en otro polémico libro suyo ¿Quiénes somos?: los desafíos a la identidad nacional estadounidense (2004). ¿Los Estados Unidos dejarán de serlo si no prevalece la matriz cultural wasp (blanca-anglosajona-protestante)? El mayor desafío del futuro presidente, por tanto, será integrar -si se puede y quiere- en un solo proyecto a todo ese complejo crisol étnico y religioso, incluso los de reciente arribo, sin caer en el riesgo de “guetizar” la sociedad: blancos, indígenas, negros, hispanos, protestantes, católicos, musulmanes, cada cual por su lado defendiendo sus particularidades. 

Según estadísticas a 2014, la población total era de 321.370.000 (3ª en el mundo) con algo más de 1 punto de prevalencia de mujeres sobre hombres; el 13,47% no había nacido en el país. Los blancos/no hispanos constituyen el 62,15% del total, siguiendo los hispanos con el 17,40%, negros el 13,20%, asiáticos el 5,35% y otros el 0,65%. Un 15% de los habitantes se encuentra bajo la línea de pobreza y su clase media se retrajo un 7% entre 2000/2015. Estados Unidos, 4ª superficie mundial con sus 9.833.517 km2, está 8º en desarrollo humano. 

Los episodios violentos que cada tanto sacuden la opinión pública americana demuestran que la integración racial, que Barak Obama aportaría con su sola presencia, definitivamente no ocurrió. Más bien hubo un retroceso que inspiró otra instancia militante del antirracismo, el movimiento Black Lives Matter (“Las vidas negras importan”, creado en 2013) que todos los días gana espacio con adeptos afroamericanos provenientes de los históricos movimientos libertarios. 

Trump piensa lograr la unión recreando los “viejos valores” norteamericanos, pero ¿cuáles que no estén ya asimilados de algún modo en la idiosincrasia norteamericana? ¿O la cuestión pasa más por la desigualdad de oportunidades al momento de buscar un trabajo y salario dignos? 

Un comentario final para la política exterior de Estados Unidos, que tanto preocupa en ciertos niveles de la política criolla como si tuviéramos posibilidad de cambiarla en algo. Daniel S. Hamilton, en un esclarecedor artículo titulado “¡Se trata de la política interior, estúpido!... y de la futura política exterior” (VD nº 62:22) rescata las cuatro líneas tradicionales que han conducido la diplomacia norteamericana: el wilsonianismo, que se asienta en la obligación moral y necesidades prácticas de promover la paz por medio de los valores democráticos en todo el mundo, “incluso por la fuerza si fuere necesario”; los hamiltonianos consideran que el interés norteamericano se vincula a un orden relativamente abierto, “activo en el comercio y las finanzas internacionales”; los jeffersonianos, por su parte, entienden que para ser ejemplo en el mundo Estados Unidos debe cumplir “la promesa democrática de la revolución en el propio país”; por último, para los jacksonianos -a quienes Hamilton considera una cultura populista anti-establishment antes que un movimiento intelectual o político- el objetivo excluyente en las políticas internas y externas del país “debe ser la seguridad física y la prosperidad económica de los norteamericanos”. Esas grandes tendencias expresan, en primer lugar, una determinada posición de política interna pues entienden que la política exterior es su reflejo. 

Si se analizan los movimientos de la diplomacia en las presidencias norteamericanas de los últimos 40 años, se percibe que no hay exclusividad de uno u otro partido, aunque obviamente existen las preferencias: los demócratas, por caso, son más jeffersonianos y los republicanos más jacksonianos. Unos y otros a veces adoptan posiciones más idealistas que los aproximan al wilsonianismo; otras veces son más realistas de tipo hamiltoniano. Por caso, el aliento que la gestión de Obama le dio al libre comercio por vía de alianzas estratégicas con distintos bloques económicos, lo ubica en esta última dirección de la que muy difícilmente Hillary Clinton se aparte. De allí el temor que Trump promueva un retorno al “vivir con lo nuestro”, más propio de los jacksonianos, sector con el que se identifican el propio Trump y el grupo ultraconservador Tea Party. 

Como sea, lo que en este plano debe definir Estados Unidos, es si apostará por el multipolarismo o continuará en una línea cosmopolita o por el multilateralismo de Obama, para no resignar protagonismo tal como lo aseguró en su histórico discurso ante el Parlamento británico en mayo de 2011, que convendría repasar. 

*A los efectos de esta nota, tuvimos en cuenta –entre otras fuentes- la información contenida en ensayos publicados en el Dossier Vanguardia nº 62, octubre-diciembre de 2016 (La Vanguardia Ediciones, Barcelona); acceso que debemos al Dr. Juan A. Pérez Alsina, habitual y generoso proveedor de bibliografía internacional

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