Revista Claves nº 105 – noviembre 2001
A la memoria de Raúl Luis Cardón, fallecido el 9 de
noviembre de 2.001
“El tema central, directa o
indirectamente, es la desigualdad” (Amartya Sen).
Mientras
los Estados Unidos “ejercen” el derecho de legítima defensa más largo de la
historia, la acción psicológica consecuente desvía la atención hacia los
efectos del terrorismo. Hoy, más que nunca, se hace imprescindible detectar sus
causas y, de paso, evitar que la fuerza se imponga definitivamente sobre el
derecho internacional.
Entre desigualdades y asimetrías
En un excelente artículo periodístico publicado hace
unos meses, Amartya Sen[1]
señalaba que el orden económico mundial, expresado en la economía globalizada debe llamar a la reflexión por “la doble presencia de una pobreza
miserable y una prosperidad sin precedentes”. Sostenía allí el autor de
“Bienestar, justicia y mercado”:
“El principal desafío se relaciona, de
un modo u otro, con la desigualdad –entre las naciones y dentro de ellas-. Las
desigualdades relevantes comprenden disparidades de riqueza pero también
grandes asimetrías en el poder político, social y económico”.
En consecuencia, una cuestión básica será prestar atención
al aprovechamiento y distribución de los beneficios que genera la
globalización, ya que –dice el economista indio- no se trata de algo nuevo ni
de sólo una occidentalización. Tampoco es perversa en sí misma.
La desigualdad económica, por cierto, siendo un dato
constatable a nivel mundial, no es el disparador de los inhumanos atentados del
11 de septiembre en Nueva York y Washington. Por caso, la cuestión palestina en
particular y, en general, la conflictiva relación de los países islámicos con
las grandes potencias (desde que éstas ocuparon sus territorios, trazaron
límites y controlaron sus riquezas), integran la maraña de causas mediatas e
inmediatas, cuya profundidad –y posibilidades de redención- varían de país en
país. Fronteras inseguras, crisis políticas recurrentes, guerras interminables,
petróleo y gas, son temas bajo los cuales subyace la crónica inestabilidad de
Medio Oriente y, por extensión, del mundo musulmán y de aquellos países que han
padecido el colonialismo en cualesquiera de sus facetas.
Desarrollo vs. subdesarrollo
Las potencias aliadas, en paralelo al orden político,
habían preparado el orden económico para una posguerra que enfrentaría dos
sistemas antitéticos. Lo diseñaron a partir de la Conferencia Monetaria y
Financiera de julio de 1944. Con la creación del Fondo Monetario Internacional
y del Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento (Banco Mundial) y, más
adelante, el Acuerdo General de Aranceles y Tarifas (GATT, 1948), las naciones
industrializadas controlarían las políticas monetarias, el comercio
internacional y las balanzas de pago. Era el naciente sistema de Bretton Woods.
A fines de los ’60 y principios de los ’70, el eje de
los conflictos desplazó del Este– Oeste al Norte– Sur. Los avatares económicos
adquirieron una incidencia primordial en la escena internacional. Las crisis
políticas derivadas de las económicas, con sus secuelas de desestabilizaciones
y, por ende, de deslegitimaciones, estallaron en conflictos armados de “baja
intensidad”, expresión mitigada de la confrontación bipolar que no ponía en
peligro el esquema de poder mundial. Por eso, no por casualidad subyacen
problemas sociales, políticos y económicos en la treintena de conflictos
vigilados por las Operaciones de Mantenimiento de la Paz preparadas por la ONU
desde 1950.
Sin embargo, la estructura del subdesarrollo se
mantiene igual en gran parte del planeta, desde que la teoría del desarrollo
económico impregnara a la dirigencia de los países del tercer mundo[2]
e ingresara en organismos internacionales especializados[3]:
a) estrangulamiento del sector externo,
b) desequilibrios en las balanzas de pago
como consecuencia del deterioro de la relación de intercambio,
c) falta de movilidad social,
d) desigual distribución en la propiedad de
bienes y en los ingresos,
e) inadecuada distribución de los núcleos
poblacionales,
f) falta de competitividad interna y
externa.
Estos aspectos se mantienen como característica de
los países subdesarrollados (denominados luego en
vías de desarrollo o emergentes)
desde la inmediata posguerra hasta el fin de la guerra fría, acontecido con la
simbólica caída del Muro de Berlín y el no menos estrepitoso derrumbe de la
Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. La predicción del Papa Paulo VI se
hizo verificable en el mediano y largo plazos, luego de advertir que la brecha
entre países ricos y pobres se profundizaría cada vez más[4].
El “Consenso de Washington”
Aún en ámbitos
donde se suelen tomar decisiones trascendentes para la vida de un país, no parece haber información amplia sobre el
Consenso de Washington y su significación en estos tiempos. Se ha proyectado al
mundo globalizado mediante una fórmula simplificada: los estados deben
garantizar a sus pueblos la democracia como forma de gobierno, amplia libertad
de mercados y protección de los derechos humanos. No es casualidad que su
presentación haya coincidido con la desaparición del bloque soviético, aunque
la economía de planificación socialista viniera naufragando varios años antes.
El Consenso sería, pues, la expresión del fin de la historia en el plano
económico.
Las tres consignas
devienen en salvoconductos para incorporar los beneficios del nuevo orden
económico y político, que EEUU está decidido a liderar cueste lo que cueste. De
hecho, ellas están implícitas en el orden que George Bush (p.) proclamó al
finalizar la Guerra del Golfo.
El Consenso
representa, en cierto modo, un corolario adaptado a los tiempos de las bases
ideológicas en las que se sustenta el sistema jurídico, político y económico
que las grandes potencias procuraron con la creación de la Organización de las
Naciones Unidas y los Acuerdos de Bretton Woods. Pero se plantea cuando ambos
sistemas son severamente cuestionados, si no declarada su ineficacia para los
nuevos desafíos históricos, entre ellos los de la globalización, precisamente.
Ocurrida la unificación alemana,
intelectuales vinculados al stablishment de Washington entendieron
llegado el momento de adoptar un conjunto de normas y principios económicos,
que constituyeran la expresión cabal del capitalismo triunfante. Se le llamó
“consenso” por cuanto John Williamson, su formulador e inspirador en 1990,
quería resumir en el nombre de la capital norteamericana lo que “el complejo
político- económico- intelectual integrado por los organismos internacionales
(FMI, BM), el Congreso de los EUA, la Reserva Federal, los altos cargos de la
administración y los grupos de expertos” entiende debieran ser las directrices
económicas generales tras la victoria final del capitalismo[5]. Los
puntos de “coincidencia” son:
1º) Disciplina fiscal;
2º) Priorizar el gasto público en educación y salud;
3º) Reforma fiscal;
4º) Fijar tasas de interés positivas determinadas por el
mercado;
5º) Establecer tipos de cambio competitivos;
6º) Liberalización comercial;
7º) Apertura a las inversiones extranjeras directas;
8º) Privatización de empresas del estado;
9º) Desregulación;
A partir de los años ’90, los
países en desarrollo –principalmente- debieron encuadrarse en estas consignas
para acceder sin mayores trabas a créditos internacionales. Así, vinieron los
recurrentes ajustes económicos, la apertura irrestricta de los mercados
internos, las desregulaciones y las privatizaciones veloces y contaminadas. Se
sobreentendía que, aplicado este decálogo, la prosperidad se derramaría en un
mundo sin pobreza, sin enfermedades, sin desempleo.
Luego de formuladas las normas de
Washington, han habido vueltas de tuerca, en realidad variaciones sobre un
mismo tema. El propio Williamson, tres años después, reformuló los principios
reivindicando la necesidad de que se apliquen mediante el consenso, de modo que
tuviesen alcance universal. Algunos críticos han denostado la falta de
inclusión de la cuestión social, más que evidente frente a los dos tercios de
la humanidad que viven en la pobreza o bajo extrema pobreza. En su defensa,
Williamson alegó que no había pretendido tanto una “lista normativa” cuanto
describir una situación.
Otro aspecto motivo de amplio debate, fue el de establecer qué se debe entender realmente por “Washington” y si aquellos diez puntos constituyen todo el acuerdo. Aún concediéndoles la mayor buena fe en el emprendimiento, los intelectuales que pergeñaron el consenso, impulsados por la euforia triunfalista de haber acabado –finalmente– con el antagonista estratégico, no imaginaron las consecuencias de las recetas propuestas en muchos países emergentes. Por el contrario, en más de una década de aplicación indiscriminada a realidades nacionales disímiles, se ha podido comprobar que los resultados no fueron los previstos. Las economías emergentes dejaron de ser de producción para ser de especulación financiera, haciéndose cada vez más dependientes de capitales volátiles.
Por cierto que
las medidas en sí mismas tampoco son intrínsecamente perversas. Se trata de
instrumentos que cualquier gobierno sensato, aunque no los utilice, está
constreñido a considerar. Sucede a menudo que su instrumentación quedó en manos
de economistas... más papistas que el Papa. Pero frente a las condiciones del
subdesarrollo ya descriptas, cabe establecer si las pautas del Consenso son
aptas para acabar con la desigualdad económica, al menos. El citado Joseph M.
Serrano apunta a tres direcciones: 1) Acordar medidas que reorienten el gasto público hacia lo social; 2) Superar
los escollos que plantean tres grupos de problemas teóricos: a) las
imprecisiones que cubren lo referido a “consenso”, “Washington” y a la
imparcialidad del cartabón, b) qué sucede si no hay consenso, c) porqué los
países que aplicaron el paquete completo del FMI no crecieron a mediano plazo;
3) Establecer criterios razonables a la hora de la implementación, lo que
implica considerar cada caso por separado, a fin de evitar los efectos
perversos que se puedan dar “independientemente del grado de buena fe de los
organismos internacionales”.
Más allá de Afganistán
La legítima defensa, consagrada en el art. 53 de la
Carta de las Naciones Unidas, tiene precisos límites para su ejercicio[7].
La represalia norteamericana, de eso se trata en suma, al igual que las bombas
racimos, ha afectado grandes principios jurídicos en los que sustenta el -si se
quiere- precario orden de la ONU: no uso de la fuerza, solución pacífica de
controversias, cooperación internacional, libre determinación, no intervención.
El resto de la comunidad internacional ha perdido capacidad de reacción,
apercibida por la temprana admonición del presidente Bush (h): quien no está
con nosotros está en contra nuestro. Mientras tanto, el futuro de Afganistán se
sume en una nebulosa a medida que avanzan las tropas norteamericanas y las de
la Alianza del Norte.
Las bases ideológicas de la ONU pretendieron eliminar
para siempre las guerras –es decir, la fuerza- como instrumento de política de
los estados. Los atentados de septiembre dieron la pauta que en este mundo
forzosamente unipolar, la violencia puede alcanzar formas inimaginables y
motivos inacabables. Erradicarla o, al menos, acotarla constituye una tarea
titánica y aún así de inciertos resultados dado el contexto político y
económico mundial. De allí que, tarde o temprano, la comunidad internacional
tenga que encarar una reforma profunda del sistema de Naciones Unidas, en dos
líneas muy claras: establecer de una buena vez quién detentará el monopolio del
uso de la fuerza y reelaborar la composición y sistema de votación en el
Consejo de Seguridad. Ello sin perjuicio de celebrar cuantos tratados sean
necesarios para combatir los delitos internacionales, desde el terrorismo al
lavado de dinero, pasando por el tráfico de armas, de narcóticos y otras lacras
similares, o para crear tribunales internacionales.
Obviamente, el presente trabajo no pretende sentar la
hipótesis de que los padecimientos del mundo provienen exclusivamente de la
aplicación de las reglas del Consenso de Washington y sus sucedáneas. Tampoco
excluye la responsabilidad de las dirigencias de los países en vías de
desarrollo (toda dirigencia, no solo la política), las cuales, por incapacidad,
corrupción o indolencia, no han sabido proponer alternativas que respondan al
interés nacional, categoría relegada por los economistas globalizados. Lo
dicho: para erradicar al terrorismo, definitivamente, hay que atacar sus causas
profundas.
El "Disenso de Washington"
Las reglas del Consenso de
Washington han producido
efectos preocupantes en los sufridos habitantes de los países emergentes, entre
ellos los latinoamericanos. Otras instituciones que nuclean a intelectuales de
los Estados Unidos, han empezado a considerar el problema de la pobreza y cómo
hallarle soluciones. Tal el caso de la criticada “Fundación Carnegie”, que ha
elaborado un informe denominado “El Disenso de Washington: Políticas económicas
para la equidad social en América Latina”[8].
Fue elaborado por Nancy Birdsall y Augusto de la Torre (ex presidente del Banco
Central del Ecuador) como una reacción.
1º.- Disciplina fiscal basada en normas y
procedimientos claros: no gastar más de lo recaudado.
2º.- Atemperar las variaciones del mercado
financiero.
3º.- Implementar redes de protección social: seguros
de desempleo, subsidios escolares y alimentarios.
4º.- Acceso a la educación de los sectores menos
pudientes.
5º.- Aumentar la carga tributaria a los sectores de
mayores ingresos.
6º.- Reforzar los derechos de los trabajadores:
empleos bien remunerados, posibilidad de negociar convenios directamente con
los empleadores, aumento de la productividad laboral.
7º.- Evitar todo tipo de discriminación por
cuestiones raciales, étnicas o de sexo.
8º.- Eliminación de obstáculos para la pequeña y
mediana empresa.
9º.- Competitividad de los mercados rurales,
asegurando una efectiva reforma agraria.
10º.- Incorporación de mecanismos de protección de
los consumidores.
Si bien estas opciones incorporan la cuestión social,
no se advierte que apunten al cambio de la estructura productiva de los países
más rezagados. Es aconsejable seguir pensando otras opciones que contemplen las
verdaderas necesidades del género humano.
[1] Sen, Amartya (Premio Nobel de Economía 1998), “Desigualdad versus
globalización”, Clarín, Sec. Opinión, p. 19, Buenos Aires, 24/ 7/ 01.
[2] En la Argentina su expresión fue el gobierno de Arturo Frondizi y en
Brasil el de Juscelino Kubistschek, por citar un par de casos.
[3] La Comisión Económica para América Latina (CEPAL), creada en 1948 como
organismo especializado de la ONU, tiene sede en Santiago de Chile. Su símbolo
fue el economista argentino Raúl Prebisch.
[4] Pablo VI, Populorum Progressio (26/ 3/ 67), nº 8: “[...] los
pueblos ricos gozan de un rápido crecimiento, mientras que los pobres se
desarrollan lentamente”.
[5] Serrano, Josep María F. sj, “El ‘consenso de Washington’ ¿paradigma
económico del capitalismo triunfante?”, publicación del Centro Cristianisme
i Justicia, en www.respinar.com.
[6] Dallanegra Pedraza, Luis, El Consenso de Washington de 1990.
[7] Ver nuestro artículo “Legítima defensa, terrorismo y el 7º de
Caballería”, Claves, nº 73, sept./ 98.
[8] “Diez acciones anticrisis para disminuir la pobreza”, La Prensa,
Sección Negocios, ps. 4 y 5, La Paz, 10/ 7/ 01-
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