24 de noviembre de 2001

EL “CONSENSO” DE WASHINGTON Y LAS DESIGUALDADES

Revista Claves nº 105 – noviembre 2001

A la memoria de Raúl Luis Cardón, fallecido el 9 de noviembre de 2.001

El tema central, directa o indirectamente, es la desigualdad” (Amartya Sen).

Mientras los Estados Unidos “ejercen” el derecho de legítima defensa más largo de la historia, la acción psicológica consecuente desvía la atención hacia los efectos del terrorismo. Hoy, más que nunca, se hace imprescindible detectar sus causas y, de paso, evitar que la fuerza se imponga definitivamente sobre el derecho internacional.
 
Entre desigualdades y asimetrías

En un excelente artículo periodístico publicado hace unos meses, Amartya Sen[1] señalaba que el orden económico mundial, expresado en la economía globalizada debe llamar a la reflexión por “la doble presencia de una pobreza miserable y una prosperidad sin precedentes”. Sostenía allí el autor de “Bienestar, justicia y mercado”:

“El principal desafío se relaciona, de un modo u otro, con la desigualdad –entre las naciones y dentro de ellas-. Las desigualdades relevantes comprenden disparidades de riqueza pero también grandes asimetrías en el poder político, social y económico”.

En consecuencia, una cuestión básica será prestar atención al aprovechamiento y distribución de los beneficios que genera la globalización, ya que –dice el economista indio- no se trata de algo nuevo ni de sólo una occidentalización. Tampoco es perversa en sí misma.

La desigualdad económica, por cierto, siendo un dato constatable a nivel mundial, no es el disparador de los inhumanos atentados del 11 de septiembre en Nueva York y Washington. Por caso, la cuestión palestina en particular y, en general, la conflictiva relación de los países islámicos con las grandes potencias (desde que éstas ocuparon sus territorios, trazaron límites y controlaron sus riquezas), integran la maraña de causas mediatas e inmediatas, cuya profundidad –y posibilidades de redención- varían de país en país. Fronteras inseguras, crisis políticas recurrentes, guerras interminables, petróleo y gas, son temas bajo los cuales subyace la crónica inestabilidad de Medio Oriente y, por extensión, del mundo musulmán y de aquellos países que han padecido el colonialismo en cualesquiera de sus facetas.

Desarrollo vs. subdesarrollo

Las potencias aliadas, en paralelo al orden político, habían preparado el orden económico para una posguerra que enfrentaría dos sistemas antitéticos. Lo diseñaron a partir de la Conferencia Monetaria y Financiera de julio de 1944. Con la creación del Fondo Monetario Internacional y del Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento (Banco Mundial) y, más adelante, el Acuerdo General de Aranceles y Tarifas (GATT, 1948), las naciones industrializadas controlarían las políticas monetarias, el comercio internacional y las balanzas de pago. Era el naciente sistema de Bretton Woods.

A fines de los ’60 y principios de los ’70, el eje de los conflictos desplazó del Este– Oeste al Norte– Sur. Los avatares económicos adquirieron una incidencia primordial en la escena internacional. Las crisis políticas derivadas de las económicas, con sus secuelas de desestabilizaciones y, por ende, de deslegitimaciones, estallaron en conflictos armados de “baja intensidad”, expresión mitigada de la confrontación bipolar que no ponía en peligro el esquema de poder mundial. Por eso, no por casualidad subyacen problemas sociales, políticos y económicos en la treintena de conflictos vigilados por las Operaciones de Mantenimiento de la Paz preparadas por la ONU desde 1950.

Sin embargo, la estructura del subdesarrollo se mantiene igual en gran parte del planeta, desde que la teoría del desarrollo económico impregnara a la dirigencia de los países del tercer mundo[2] e ingresara en organismos internacionales especializados[3]:

a) estrangulamiento del sector externo,
b) desequilibrios en las balanzas de pago como consecuencia del deterioro de la relación de intercambio,
c) falta de movilidad social,
d) desigual distribución en la propiedad de bienes y en los ingresos,
e) inadecuada distribución de los núcleos poblacionales,
f) falta de competitividad interna y externa.

Estos aspectos se mantienen como característica de los países subdesarrollados (denominados luego en vías de desarrollo o emergentes) desde la inmediata posguerra hasta el fin de la guerra fría, acontecido con la simbólica caída del Muro de Berlín y el no menos estrepitoso derrumbe de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. La predicción del Papa Paulo VI se hizo verificable en el mediano y largo plazos, luego de advertir que la brecha entre países ricos y pobres se profundizaría cada vez más[4].

El “Consenso de Washington”


Aún en ámbitos donde se suelen tomar decisiones trascendentes para la vida de un país,  no parece haber información amplia sobre el Consenso de Washington y su significación en estos tiempos. Se ha proyectado al mundo globalizado mediante una fórmula simplificada: los estados deben garantizar a sus pueblos la democracia como forma de gobierno, amplia libertad de mercados y protección de los derechos humanos. No es casualidad que su presentación haya coincidido con la desaparición del bloque soviético, aunque la economía de planificación socialista viniera naufragando varios años antes. El Consenso sería, pues, la expresión del fin de la historia en el plano económico.

Las tres consignas devienen en salvoconductos para incorporar los beneficios del nuevo orden económico y político, que EEUU está decidido a liderar cueste lo que cueste. De hecho, ellas están implícitas en el orden que George Bush (p.) proclamó al finalizar la Guerra del Golfo.

El Consenso representa, en cierto modo, un corolario adaptado a los tiempos de las bases ideológicas en las que se sustenta el sistema jurídico, político y económico que las grandes potencias procuraron con la creación de la Organización de las Naciones Unidas y los Acuerdos de Bretton Woods. Pero se plantea cuando ambos sistemas son severamente cuestionados, si no declarada su ineficacia para los nuevos desafíos históricos, entre ellos los de la globalización, precisamente.

Ocurrida la unificación alemana, intelectuales vinculados al stablishment de Washington entendieron llegado el momento de adoptar un conjunto de normas y principios económicos, que constituyeran la expresión cabal del capitalismo triunfante. Se le llamó “consenso” por cuanto John Williamson, su formulador e inspirador en 1990, quería resumir en el nombre de la capital norteamericana lo que “el complejo político- económico- intelectual integrado por los organismos internacionales (FMI, BM), el Congreso de los EUA, la Reserva Federal, los altos cargos de la administración y los grupos de expertos” entiende debieran ser las directrices económicas generales tras la victoria final del capitalismo[5]. Los puntos de “coincidencia” son:

1º) Disciplina fiscal;
2º) Priorizar el gasto público en educación y salud;
3º) Reforma fiscal;
4º) Fijar tasas de interés positivas determinadas por el mercado;
5º) Establecer tipos de cambio competitivos;
6º) Liberalización comercial;
7º) Apertura a las inversiones extranjeras directas;
8º) Privatización de empresas del estado;
9º) Desregulación;
10º) Garantizar los derechos de propiedad (patentes medicinales, por ejemplo)[6].

A partir de los años ’90, los países en desarrollo –principalmente- debieron encuadrarse en estas consignas para acceder sin mayores trabas a créditos internacionales. Así, vinieron los recurrentes ajustes económicos, la apertura irrestricta de los mercados internos, las desregulaciones y las privatizaciones veloces y contaminadas. Se sobreentendía que, aplicado este decálogo, la prosperidad se derramaría en un mundo sin pobreza, sin enfermedades, sin desempleo.

Luego de formuladas las normas de Washington, han habido vueltas de tuerca, en realidad variaciones sobre un mismo tema. El propio Williamson, tres años después, reformuló los principios reivindicando la necesidad de que se apliquen mediante el consenso, de modo que tuviesen alcance universal. Algunos críticos han denostado la falta de inclusión de la cuestión social, más que evidente frente a los dos tercios de la humanidad que viven en la pobreza o bajo extrema pobreza. En su defensa, Williamson alegó que no había pretendido tanto una “lista normativa” cuanto describir una situación.

Otro aspecto motivo de amplio debate, fue el de establecer qué se debe entender realmente por “Washington” y si aquellos diez puntos constituyen todo el acuerdo. Aún concediéndoles la mayor buena fe en el emprendimiento, los intelectuales que pergeñaron el consenso, impulsados por la euforia triunfalista de haber acabado –finalmente con el antagonista estratégico, no imaginaron las consecuencias de las recetas propuestas en muchos países emergentes. Por el contrario, en más de una década de aplicación indiscriminada a realidades nacionales disímiles, se ha podido comprobar que los resultados no fueron los previstos. Las economías emergentes dejaron de ser de producción para ser de especulación financiera, haciéndose cada vez más dependientes de capitales volátiles. 

Por cierto que las medidas en sí mismas tampoco son intrínsecamente perversas. Se trata de instrumentos que cualquier gobierno sensato, aunque no los utilice, está constreñido a considerar. Sucede a menudo que su instrumentación quedó en manos de economistas... más papistas que el Papa. Pero frente a las condiciones del subdesarrollo ya descriptas, cabe establecer si las pautas del Consenso son aptas para acabar con la desigualdad económica, al menos. El citado Joseph M. Serrano apunta a tres direcciones: 1) Acordar medidas que reorienten  el gasto público hacia lo social; 2) Superar los escollos que plantean tres grupos de problemas teóricos: a) las imprecisiones que cubren lo referido a “consenso”, “Washington” y a la imparcialidad del cartabón, b) qué sucede si no hay consenso, c) porqué los países que aplicaron el paquete completo del FMI no crecieron a mediano plazo; 3) Establecer criterios razonables a la hora de la implementación, lo que implica considerar cada caso por separado, a fin de evitar los efectos perversos que se puedan dar “independientemente del grado de buena fe de los organismos internacionales”.

Más allá de Afganistán

La legítima defensa, consagrada en el art. 53 de la Carta de las Naciones Unidas, tiene precisos límites para su ejercicio[7]. La represalia norteamericana, de eso se trata en suma, al igual que las bombas racimos, ha afectado grandes principios jurídicos en los que sustenta el -si se quiere- precario orden de la ONU: no uso de la fuerza, solución pacífica de controversias, cooperación internacional, libre determinación, no intervención. El resto de la comunidad internacional ha perdido capacidad de reacción, apercibida por la temprana admonición del presidente Bush (h): quien no está con nosotros está en contra nuestro. Mientras tanto, el futuro de Afganistán se sume en una nebulosa a medida que avanzan las tropas norteamericanas y las de la Alianza del Norte.

Las bases ideológicas de la ONU pretendieron eliminar para siempre las guerras –es decir, la fuerza- como instrumento de política de los estados. Los atentados de septiembre dieron la pauta que en este mundo forzosamente unipolar, la violencia puede alcanzar formas inimaginables y motivos inacabables. Erradicarla o, al menos, acotarla constituye una tarea titánica y aún así de inciertos resultados dado el contexto político y económico mundial. De allí que, tarde o temprano, la comunidad internacional tenga que encarar una reforma profunda del sistema de Naciones Unidas, en dos líneas muy claras: establecer de una buena vez quién detentará el monopolio del uso de la fuerza y reelaborar la composición y sistema de votación en el Consejo de Seguridad. Ello sin perjuicio de celebrar cuantos tratados sean necesarios para combatir los delitos internacionales, desde el terrorismo al lavado de dinero, pasando por el tráfico de armas, de narcóticos y otras lacras similares, o para crear tribunales internacionales.

Obviamente, el presente trabajo no pretende sentar la hipótesis de que los padecimientos del mundo provienen exclusivamente de la aplicación de las reglas del Consenso de Washington y sus sucedáneas. Tampoco excluye la responsabilidad de las dirigencias de los países en vías de desarrollo (toda dirigencia, no solo la política), las cuales, por incapacidad, corrupción o indolencia, no han sabido proponer alternativas que respondan al interés nacional, categoría relegada por los economistas globalizados. Lo dicho: para erradicar al terrorismo, definitivamente, hay que atacar sus causas profundas.

El "Disenso de Washington"

Las reglas del Consenso de Washington han producido efectos preocupantes en los sufridos habitantes de los países emergentes, entre ellos los latinoamericanos. Otras instituciones que nuclean a intelectuales de los Estados Unidos, han empezado a considerar el problema de la pobreza y cómo hallarle soluciones. Tal el caso de la criticada “Fundación Carnegie”, que ha elaborado un informe denominado “El Disenso de Washington: Políticas económicas para la equidad social en América Latina”[8]. Fue elaborado por Nancy Birdsall y Augusto de la Torre (ex presidente del Banco Central del Ecuador) como una reacción.

1º.- Disciplina fiscal basada en normas y procedimientos claros: no gastar más de lo recaudado.
2º.- Atemperar las variaciones del mercado financiero.
3º.- Implementar redes de protección social: seguros de desempleo, subsidios escolares y alimentarios.
4º.- Acceso a la educación de los sectores menos pudientes.
5º.- Aumentar la carga tributaria a los sectores de mayores ingresos.
6º.- Reforzar los derechos de los trabajadores: empleos bien remunerados, posibilidad de negociar convenios directamente con los empleadores, aumento de la productividad laboral.
7º.- Evitar todo tipo de discriminación por cuestiones raciales, étnicas o de sexo.
8º.- Eliminación de obstáculos para la pequeña y mediana empresa.
9º.- Competitividad de los mercados rurales, asegurando una efectiva reforma agraria.
10º.- Incorporación de mecanismos de protección de los consumidores.

Si bien estas opciones incorporan la cuestión social, no se advierte que apunten al cambio de la estructura productiva de los países más rezagados. Es aconsejable seguir pensando otras opciones que contemplen las verdaderas necesidades del género humano.






[1] Sen, Amartya (Premio Nobel de Economía 1998), “Desigualdad versus globalización”, Clarín, Sec. Opinión, p. 19, Buenos Aires, 24/ 7/ 01.
[2] En la Argentina su expresión fue el gobierno de Arturo Frondizi y en Brasil el de Juscelino Kubistschek, por citar un par de casos.
[3] La Comisión Económica para América Latina (CEPAL), creada en 1948 como organismo especializado de la ONU, tiene sede en Santiago de Chile. Su símbolo fue el economista argentino Raúl Prebisch.
[4] Pablo VI, Populorum Progressio (26/ 3/ 67), nº 8: “[...] los pueblos ricos gozan de un rápido crecimiento, mientras que los pobres se desarrollan lentamente”.
[5] Serrano, Josep María F. sj, “El ‘consenso de Washington’ ¿paradigma económico del capitalismo triunfante?”, publicación del Centro Cristianisme i Justicia, en www.respinar.com.
[6] Dallanegra Pedraza, Luis, El Consenso de Washington de 1990.
[7] Ver nuestro artículo “Legítima defensa, terrorismo y el 7º de Caballería”, Claves, nº 73, sept./ 98.
[8] “Diez acciones anticrisis para disminuir la pobreza”, La Prensa, Sección Negocios, ps. 4 y 5, La Paz, 10/ 7/ 01-

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