CLAVES Nº 122, agosto 2003
Primero los pedidos de extradición de 48 militares por
el Juez Garzón, luego –en seguidilla- la derogación del decreto 1.581/01
(dictado por De la Rúa precisamente para rechazarlos), la detención de varios
de ellos e incluso la de jefes montoneros por orden de un juez nacional,
destaparon otra vez la caja de Pandora en la República Argentina. La reacción
inmediata fue un aquelarre político-jurídico, cuyas consecuencias exacerbarán
el recurrente cortoplacismo de nuestra historia. La obnubilación ideológica de
este inusitado revival opera contra la reconciliación de la sociedad argentina.
Por eso, la pregunta es ¿hasta dónde
estirar la cuerda?.
El derecho penal internacional y el principio de jurisdicción universal
El derecho penal es más antiguo y
evolucionado que el derecho internacional. De hecho, el primero era ya conocido
–y necesario- en antiguas civilizaciones; el segundo aceleró su formulación
científica a partir del surgimiento de los estados modernos, a los que se haya
todavía indisolublemente unido. Pero llegó un momento en que sus caminos se
cruzarían inexorablemente, en virtud de cierta clase de delitos con repercusión
o efectos internacionales; tal el caso de la piratería, trata de esclavos,
contrabando de armas, falsificación de monedas, espionaje, etc. Los problemas
se resolvieron incluyendo su tipificación y sanciones en cada código penal
nacional por una parte y por otra desarrollando el instituto de la extradición,
para permitir que un estado reclame a otro la entrega de un delincuente para
ser juzgado en tribunales propios por delitos cometidos dentro del territorio
del requirente o cuyos efectos se sintieron en él. Por cierto que la
extradición sola es operativa en los casos en que existan tratados
internacionales con tal objeto, y está limitada por el tratamiento político que
le den los propios estados.
Es preciso recordar que el derecho
penal posee un conjunto de principios cuya observancia es esencial para
garantizar la imparcialidad, objetividad y legalidad de un proceso penal: el
principio de inocencia (nadie es culpable hasta que no se demuestre lo
contrario), el de legalidad (no se puede juzgar a nadie si no hay ley anterior
al hecho del proceso –nullum crime sine
poena sine praevia lege-), el de non
bis in idem (no se puede juzgar dos veces por el mismo delito), el de la
norma más benigna, el de la irretroactividad (solo se aplica para adelante), el
de territorialidad de la ley penal (competencia del juez del lugar donde se
cometió el ilícito). Este último debe relacionarse con el principio de
jurisdicción exclusiva, reconocido en el art. 2 inc. 7 de la carta de la ONU,
que le permite a un estado ejercer sus competencias sobre personas nativas o
extranjeras y cosas que se encuentran en su territorio. La regla de la
territorialidad del derecho penal se basa en algo elemental para un mundo en
que los estados nacionales son los principales actores y sujetos de la política
y el derecho internacionales: ningún estado puede ejercer jurisdicción en un
territorio que se encuentra bajo otra soberanía. Por cierto, el tema es más
complejo y el problema recrudeció cuando, por una parte, el mundo empezó a acortar
distancias por la invención de nuevos medios de transportes y de sistemas de
comunicación y, por otra, los estados competían tan duramente que la guerra
–última razón de la política- seguía siendo un recurso de poder inevitable.
Como dijimos en otra ocasión, “El
principio de la territorialidad no alcanza para justificar las obligaciones a
que se encuentra sometido un estado en el ámbito de la justicia penal, a medida
que avanzan las vinculaciones entre los pueblos; del mismo modo, el principio
de la soberanía no basta para explicar las relaciones internacionales. Desde
ese punto de vista, el efecto de las leyes penales más allá de las fronteras de
un estado no constituye una violación de la soberanía estatal sino la
ampliación de sus consecuencias exigida por las necesidades de la comunidad
internacional. Tampoco la soberanía de un estado mengua por el efecto
extraterritorial de las leyes criminales o por su compromiso de conceder la
extradición de delincuentes a otros estados. Sucede que el estado tiene un
derecho imprescriptible e irrenunciable de tipificar delitos y establecer las
penas que en cada caso correspondan y posee igual derecho de castigar a sus
súbditos cuando cometan delitos -dentro del territorio estatal o fuera de él-
que perjudiquen a otros ciudadanos del estado, a una persona extranjera o al
propio estado, con el único límite de no sancionar dos veces por el mismo hecho
y sin importar la nacionalidad del delincuente”.
El caso Pinochet
Cuando Baltazar Garzón reclamó la
extradición del Gral. Augusto Pinochet (de tránsito por Londres) para juzgarlo
en Madrid por distintos cargos, se generalizó un debate hasta entonces acotado
a los ámbitos judiciales y académicos. La cuestión terminó cuando el gobierno
británico, deseoso de concluir un problema inesperado y candente, tomó la
decisión política de devolverlo a Chile invocando –paradójicamente- razones
humanitarias, dada la avanzada edad del imputado.
¿Qué había pasado?. En julio de 1996,
la Unión Progresista de Fiscales de España denunció a los integrantes de la
Junta Militar chilena por crímenes contra la humanidad cometidos entre 1973 y
1990, invocando la acción popular que prevé el art. 125 de la Constitución
Española. Los delitos imputados eran torturas,
asesinatos de carácter político, desaparición forzada de personas y secuestro
de niños (los dos últimos casos involucraban a españoles e hijos de españoles).
Enterado B. Garzón de que el ex dictador visitaba la capital inglesa e
invocando el tratado vigente en el marco del Convenio de Cooperación Policial y
Judicial en Materia Penal de la Unión Europea, libró exhorto para la detención
del imputado y su traslado a España. Cabe recordar que los tres países
involucrados son estados-parte de varios pactos internacionales sobre derechos
humanos.
Sin embargo, el Ministerio Fiscal
español negó competencia a los tribunales españoles para juzgar delitos
cometidos en otro país (posición que hasta hoy mantiene), pero a principios de
noviembre de 1998 la Sala Penal de la Audiencia Nacional confirmó la
competencia de los tribunales españoles para investigar crímenes contra
derechos esenciales en los que hubiesen sido víctimas ciudadanos españoles.
En Londres, el Tribunal de Apelaciones
de la Cámara de los Lores aceptó finalmente la condición de extraditable del
Pinochet solamente por los delitos de tortura y conspiración para la tortura
cometidos a partir del 8/12/88, fecha en que entró en vigencia la Convención
contra la tortura para el Reino Unido. Esa decisión implicó a su vez el rechazo
al pedido de inmunidad invocado por los abogados defensores en la condición de
senador vitalicio y ex jefe de estado, pues no se puede fundar inmunidad
procesal en esas investiduras cuando se imputan delitos de semejante
naturaleza.
Por cierto, Pinochet zafó finalmente
por las particularidades del sistema judicial inglés y el pragmatismo con que
el gobierno maneja su diplomacia. De todos modos, el caso sirvió para confirmar
el inexorable avance hacia la jurisdicción penal internacional, sea de
tribunales ad hoc establecidos para Yugoslavia y Ruanda, sean la Corte Penal de
Internacional o los tribunales nacionales mismos. Igualmente quedaron
explícitas las siguientes cuestiones, que seguirán siendo motivo de arduos
debates: a) la jurisdicción penal universal de tribunales nacionales es una
imposición de la realidad (actuaciones del tipo del Juez Garzón), b) la
jurisdicción es un presupuesto del proceso, no de los delitos imputados, c) los
problemas que apareja esta clase de juzgamiento no solo son de técnica jurídica
sino también políticos, en tanto la extradición siempre tendrá esa connotación,
d) los responsables que invistan carácter de “cabezas de estado” nunca más
quedarán impunes.
Los antecedentes históricos
Por cierto, ya han habido juzgamientos
por delitos contra el género humano derivados de sucesos de gravedad –sobre
todo los derivados de las dos grandes guerras del siglo XX- que habían
demostrado la necesidad de contar con tribunales especiales para juzgar no solo
a los ejecutores de las órdenes sino a quienes las daban, por lo general
individuos de alto rango político y gubernamental –los cabeza de estado-.
Los juzgamientos que abrieron el nuevo
rumbo han sido los llevados a cabo por los tribunales de Nüremberg y Tokio, a
cuyo efecto se confeccionó una Carta del Tribunal Militar Internacional; su
art. 6º fijaba la competencia en razón de la materia y tres tipos de delito:
crímenes contra la paz, crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad. Ésta
última categoría fue criticada por los expertos, puesto que la consideraban una
legislación ex post facto, que afectaba el principio de legalidad.
A partir de las experiencias y los
resultados de Nüremberg-Tokio, el paso siguiente consistió en perfeccionar un
sistema internacional de protección de los derechos humanos por dos caminos
paralelos. Uno fue el de la llamada Carta Internacional de los Derechos
Humanos, consistente en un conjunto de pactos impulsados por Naciones Unidas y
sometidos a la firma y ratificación de los estados miembros. Estos acuerdos son
los que se encuentran enumerados en el art. 75 inc. 22 de la Constitución
Argentina con jerarquía constitucional de acuerdo a la reforma de 1.994. La
otra vía era la del derecho humanitario. El Derecho Internacional Humanitario
(llamado a veces ‘derecho de los conflictos armados’) tiene por objetivo
esencial limitar los efectos de los conflictos armados, no evitarlos; protege a
las tropas en distintas acciones bélicas pero especialmente a la población
civil de los bandos en pugna. Sus fuentes se hallan en los cuatro Convenios de
Ginebra de 1949 y en los dos Protocolos Adicionales de 1977. Pensado
inicialmente para aplicarlos en situaciones de guerra internacional, no tardó
en extender su protección a guerras internas -nacionales- más sangrientas que
las primeras. Esta perspectiva explotó con la caída de la URSS, planteando
nuevos desafíos jurídico-políticos por el derrumbe del mundo socialista y el
resurgimiento de los nacionalismos.
La tercera etapa de esta esforzada
marcha la constituye la creación de los tribunales penales ad hoc para la
Antigua Yugoslavia y Ruanda, solución propuesta por el Consejo de Seguridad de
la ONU para una difícil coyuntura. Ambos plantearon una cuestión previa de alto
voltaje, cual era definir si ambos conflictos debían considerarse de carácter
nacional o internacional, ya que el Consejo solamente puede intervenir en el
segundo caso por aplicación del cap. VII de la Carta, titulado “Acción en caso
de amenazas a la paz, quebrantamientos de la paz o actos de agresión”. El
cuerpo decidió que, iniciados como conflictos nacionales, las operaciones de
limpieza étnica y la violación de normas estipuladas en los Convenios de
Ginebra del ’49 y los Protocolos del ’77 justificaban la instalación de los
tribunales con apoyo en el art. 41 de la Carta. En cuanto a su competencia en
razón de la materia, se resolvió –sin complicaciones- aplicar las leyes de
Ginebra; para resguardo del principio de legalidad se decidió aplicar el
derecho internacional (es decir, los cuatro convenios y los dos protocolos) pues
ambos países habían ratificado los principales pactos de derechos humanos, pero
aplicando las sanciones previstas en los códigos penales de Yugoslavia y
Ruanda.
El último hito, por ahora, de esta
evolución es el Estatuto de la Corte Penal Internacional, firmado en Roma en
julio de 1.998, vigente ya por haberse depositado el 60º instrumento de
ratificación, entre ellos el de Argentina. La decisión de crearla se tomó hace
muchos años, cuando en noviembre de 1947 la Asamblea General de la ONU
encomendó a su Comisión de Derecho Internacional la confección de un código de
crímenes internacionales. Hasta la sanción del estatuto, el único avance
importante fue la adopción de la Resolución 3.314 (AG XXIX) para definir la
agresión. La CPI es una jurisdicción complementaria de las jurisdicciones
penales nacionales, o sea que no excluye ni desplaza las jurisdicciones
internas sino que las complementa si hubiese falta de voluntad política o
incapacidad de los sistemas nacionales. La competencia material de la Corte está
referida a cuatro grandes capítulos: genocidio, cuya definición es textual de
la convención internacional respectiva de 1.948; crímenes de lesa humanidad,
siguiendo la línea de la definición del art. 6º del Estatuto de Nüremberg;
crímenes de guerra, según la conceptualización de los Convenios de Ginebra;
crimen de agresión, que será definido en una conferencia especial, aún lejana,
sobre la base de las definiciones contenidas en el Res. 3.314. La CPI tendrá su
sede en La Haya y los delitos que juzgará son imprescriptibles; la pena máxima
que establece es la prisión perpetua, no puede juzgarse a menores de 18 años y
prevé la obediencia debida como eximente de responsabilidad.
¿Hasta dónde estirar la cuerda?
En lo que respecta a la protección de
los derechos humanos, la aplicación del derecho internacional no puede generar
resistencias. Esto es así en parte porque la mayoría de los derechos y
garantías primordiales están consagrados y receptados en los ordenamientos
constitucionales de los estado; en todo caso se podrán percibir en la forma en
que las diversas culturas y ordenamientos legales los conciban y apliquen. De
todos modos, los que no admiten reparos ni reservas son precisamente los
crímenes de guerra o de lesa humanidad y su juzgamiento. En su juicio al mal
absoluto, Carlos Nino detectaba tres niveles de problemas al encarar “alguna
forma de justicia retroactiva” como sustento sólido de los valores
democráticos: el moral, vinculado a la responsabilidad individual y social
frente a graves violaciones a los derechos humanos; el político, cuyo principal
obstáculo es la revisión del pasado en países en proceso de redemocratización;
el jurídico, relacionado a la posibilidad de que un gobierno investigue y
enjuicie hechos cometidos durante regímenes de facto aplicando leyes que al
momento del juzgamiento no existían o eran difusas, por tribunales que no
necesariamente sean los del lugar de los hechos. Este panorama –mutatis
mutandi- se repitió en distintos países pero principalmente de los considerados
en vías de desarrollo y subdesarrollados.
Pero la justicia universal va más allá
de los asuntos relacionados con la protección de derechos esenciales. Hoy por
hoy esa justicia abarca indemnizaciones civiles por tales delitos,
narcotráfico, terrorismo y otras de similar calibre.
Varios de los conceptos vertidos en
este trabajo, fueron expuestos en un trabajo que titulamos “Jurisdicción
nacional e internacional en caso de violación de los derechos humanos”, relato
inédito presentado en el XIº Congreso Argentino de Derecho Internacional, Mar
del Plata, octubre de 1989, y otro publicado en CLAVES Nº 76 – dic../98 cuando
la detención de A. Pinochet en Londres: “El juzgamiento de delitos
internacionales”.
La denuncia alcanzó también a la junta militar
argentina, por hechos cometidos entre el 24/3/76 y el 10/12/83, origen del
pedido de extradición actual.
Un estado parte es aquel que consintió en
obligarse por un tratado y respecto del cual ya está en vigor.
Sin tanta exposición mediática, jueces
franceses, belgas e italianos actúan de manera similar y no solo en caso de
derechos humanos (narcotráfico, terrorismo, etc.).
Por la incidencia que tuvieron en la evolución
jurídica posterior, es importante conocer las figuras que entraban en cada tipo
penal: crímenes contra la paz: principalmente planeamiento, preparación y
emprendimiento de una guerra de agresión, o una guerra que viole tratados
internacionales, acuerdos o garantías, con participación en un plan común o
conspiración para llevar a cabo cualquiera de los hechos anteriormente
mencionados; crímenes de guerra: principalmente violaciones de las leyes o usos
de la guerra. Tales violaciones incluirán, pero no estarán limitadas, a los
crímenes, mal trato, deportación para trabajo esclavo o cualquier otro propósito,
de la población civil del territorio ocupado, crímenes o mal trato de
prisioneros de guerra o personas en el mar, muerte de rehenes, saqueo de
propiedad privada o pública, destrucción intencional de ciudades, pueblos o
villas o devastación injustificada por necesidad militar; crímenes contra la
humanidad: principalmente asesinatos, exterminio, esclavitud, deportación y
otros actos inhumanos cometidos contra cualquier población civil, antes o
durante la guerra, o persecuciones por motivos políticos, raciales o religiosos
en ejecución de o en conexión con cualquier crimen dentro de la jurisdicción
del Tribunal, sea o no en violación de la ley interna del país donde fue
perpetrado”.
Es menester aclarar que en dicha enumeración
se incluyen la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre y la
Declaración Universal de Derechos Humanos no son técnicamente tratados, sino
resoluciones de las asambleas de la OEA y ONU respectivamente. Ese artículo
incluye las medidas que el Consejo de Seguridad puede adoptar para restablecer
la paz, enumeración que nunca se consideró taxativa y, por tanto, como salida
legal era idónea.
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