CLAVES 125-
MARZO 2004
Su propia dinámica colocó al gobierno nacional en un brete: pagar era
malo y no pagar también. Estando casi lista esta nota, llegó el día previsto
para el pago de los us$ 3.100 millones, constituido en un Día D por la
voracidad periodística. Al fin, el Presidente Kirchner lo hizo, abriendo otro
capítulo para este interminable tango argentino.
Las
sucesivas crisis de deudas públicas –Méjico, Brasil, Rusia, Malasia, Argentina,
entre las principales- han planteado un debate intenso sobre la vigencia del
sistema de Bretton Woods, cuyo origen
se remonta a 1944. Parece aún hoy prematuro darlo por acabado sin otro más
eficaz que lo remplace; su revisión debe atender a las condiciones políticas
del mundo actual: no se puede prescindir de organismos multilaterales en los
cuales los estados planteen cierta clase de problemas y les busquen soluciones
conjuntas.
Vivimos
una época en que las reglas de juego políticas y económicas dependen, en última
instancia, de las decisiones estratégicas de las mayores economías industriales
del mundo. En realidad, desde la segunda posguerra no se han fijado de otro
modo; y cuando hacia fines de los años 60 se impulsó un ‘nuevo orden económico
internacional’ en foros de Naciones Unidas, el eje de los conflictos mundiales
cambió de este-oeste a norte-sur. Así, los acuerdos en el seno del G7, por buen
tiempo todavía, seguirán ahondando la brecha entre pocos países ricos y muchos
países pobres como lo advirtiera la Encíclica Populorum Progressio en 1967.
Las
instituciones de Bretton Woods –Fondo
Monetario Internacional y Banco Mundial- también han recibido críticas por
parte de intelectuales y políticos de todas partes, quienes entienden necesaria
la revisión de sus estatutos y de las recetas económicas que propician. Es
bueno recordar que una de las propuestas de reforma al cumplirse los 50 años de
Naciones Unidas, fue la implementación de mecanismos para un mejor control de
aquellos organismos. FMI y BM integran desde hace años el sistema de la
Organización, pero conservando plena autonomía de funcionamiento. Hasta tanto
no ocurra lo contrario, el G-7 seguirá reservándose el derecho de monitorear a
los monitores. Va de suyo que el mismo tipo de problemas plantea la supremacía
económica de los países centrales en la Organización Mundial de Comercio.
Si
a este panorama económico se agrega el descalabro del sistema de seguridad
colectiva de la ONU, reemplazado de hecho por el unilateralismo norteamericano,
vale encarar seriamente y rápido sobre las causas últimas de tanto descontrol;
dicho esto sin anteojos ideológicos y considerando igualmente acciones y
omisiones de todos los miembros de la comunidad internacional.
Las
responsabilidades propias son parte del problema: cuando un país tiene claro su
destino, ni el catálogo del Consenso de Washington (ver CLAVES nº 105), igualmente en revisión por sus impulsores, son
inevitables. Y esto lleva a considerar otro aspecto importante, propio de cada
política nacional.
Mirando hacia adentro
No
es bueno andar buscando enemigos y conspiraciones todos los días. Nuestros
peores adversarios a veces somos nosotros mismos y nuestros fantasmas. Al fin y
al cabo el tándem Köhler-Krueger y los esfuerzos del Departamento del Tesoro
norteamericano nos permitieron franquear una puerta trancada.
En
el instante de nacer a la independencia política, comenzó nuestra vida
económica signada por el endeudamiento, coincidiendo con la primera revolución
industrial de los telares mecánicos. Si se pudiera resumir nuestro des(a)tino
económico en pocas palabras, diríamos que los latinoamericanos en general nos
movimos entre ciclos expansivos de manteca al techo y ciclos recesivos de
endeudamientos varios. Hubo una desaprensiva falta de atención de dos objetivos
esenciales para cualquier economía sana: inversión industrial para sustituir
importaciones e inversión en infraestructura básica.
Nuestro
problema nacional
de ahora, pues, no pasa tanto por la negociación temporal de metas parciales
cuanto por definciones económicas de fondo. Esa ausencia subyace en los
interminables entuertos de renovación de los tramos de la deuda externa. Por
cierto, si no se pagaban los us$ 3.100 millones, Argentina hubiera entrado en
nuevo default, cuyas malas consecuencias nadie podía predecir cabalmente. Ello
sumado a la preocupación de los altos funcionarios del FMI, temerosos de un
efecto dominó si no mundial al menos regional. Esta apreciación no alcanza para
dormir tranquilos, ya que el temor de los acreedores se refleja en el
endurecimiento de las negociaciones y en la presión que ejercen los principales
accionistas, los países del G 7, casualmente. La cantidad de inversores
privados es para esos gobiernos (especialmente el italiano) un motivo de
preocupación política interna.
La
experiencia histórica demuestra que si un gobierno sabe lo que quiere y exhibe
un programa de crecimiento económico coherente y sustentable (recuérdese, por
caso, la experiencia inicial del gobierno de Arturo Frondizi), el otorgamiento
de nuevos créditos, el refinanciamiento de la deuda, las quitas o esperas, son
más fáciles de obtener; esto implica una firme decisión de acrecentar los
recursos de poder nacional. Al contrario, cuando el proyecto económico no
existe o ha fracasado, disminuye el margen de maniobra para negociar en posición de fuerza, aunque se cuente con un
hábil equipo negociador.
En
la Argentina de nuestros días, el gobierno se entusiasmó con la tasa de
crecimiento del último año, cuyo origen se encuentra, para algunos analistas,
en razones distintas a las de una verdadera movilización de riqueza (fin de la
convertibilidad, devaluación, precios de la soja). Acreedores y gobierno saben
que mantener tasas superiores al 7 % anual en las condiciones de la economía
mundial es difícil.
Pese
al acuerdo finalmente alcanzado, el FMI nunca dejó de considerar la situación
argentina con una visión más amplia. Sus exigencias consideran no solo la deuda
con el organismo sino también la contraída con bancos e inversores privados.
No es un mal recurso supeditar
los pagos al crecimiento, algo elemental para acreedores y deudores de toda
especie. Pero en nuestro caso los acreedores recelan de su deudor y por tanto
no alcanza el voluntarismo: sin un plan concreto, nos guste o no, refulge la
imprevisibilidad argentina. La pregunta que cabe es: ¿tiene el gobierno del Sr.
Kirchner un plan de desarrollo para mediano y largo plazos? Dicho plan, aparte
de metas claras, necesita inversores. La imagen de país ‘rebelde’ que tenemos
nos limita el acceso al crédito internacional público y privado; los capitales
no van donde no hay previsibilidad y seguridad jurídica. El ahorro interno es
insuficiente, sin considerar que existen miles de millones de dólares argentinos
colocados en el extranjero que no tienen intención de regresar.
No son buena señal, entonces,
algunos datos del presupuesto ejecutable en este año y confeccionado bajo el
signo del ajuste. El compromiso de lograr un superávit primario equivalente a un
3 % del PBI, lo corrobora; lograrlo implica congelamiento de sueldos y haberes
previsionales que bajarán por obra de la inflación el poder adquisitivo de la
gente. Esta fórmula se acompaña con mayor presión tributaria y disminución de
partidas destinadas al gasto social. Los economistas enseñan que hay distintas
maneras de aumentar el superávit fiscal: mejorar la recaudación impositiva,
reducir drásticamente el gasto público, crecimiento de la economía; o una sabia
combinación de las tres. Para romper el círculo vicioso de más de un cuarto de
siglo, aprovechando el crecimiento de estos meses pero acertando con las
prioridades, es imperioso poner énfasis en el crecimiento global de la
economía.
Lo que vendrá
En
adelante será menester que se trabajen dos situaciones en paralelo: las
negociaciones de coyuntura y los temas de mediano y largo plazo. En cuanto a lo
primero, los argentinos hemos seguido el reciente proceso negociador con una
prevención sedimentada por años de desconfianza hacia la dirigencia política, y
la sensación de que, si bien la firmeza para negociar es necesaria, su eficacia
guarda estrecha relación con la acumulación de recursos de poder. Ese es el
límite para evitar que se corte una cuerda ya demasiado tensada.
Cuando
en septiembre último, Argentina declaró en Dubai que no podría pagar a sus
acreedores privados más que el 25 % de una deuda de us$ 88.000, las opiniones
fueron negativas. Una quita del 75 % no es lo mismo si se considera la deuda
original que los montos actuales. Por eso, tal vez sea menester introducir la
cuestión de los plazos y extenderlos lo más posible con menos quita.
Probablemente eso calme a varios países del G 7 (Alemania, Francia, Italia),
que otrora nos apoyaban y ahora revieron su postura achacándonos mala fe. Es importante
salir de esa línea de fuego con habilidad, para no ser los chivos expiatorios
de un sistema que los necesita para poner en caja a gobiernos díscolos.
Los
expertos preanuncian un endurecimiento de acá a septiembre, fecha en que se
renegociarán nuevas metas. Hasta ahora las exigencias del Fondo, que habían
frenado el acuerdo, eran: a) trato preferencial para el Comité Global de
Tenedores de Bonos y compromiso expreso para iniciar negociaciones con este
grupo; b) cualquier propuesta argentina debe contar con la aceptación del 80 %
de los acreedores; c) firma del decreto designando el comité de bancos que
representará a la Argentina en la negociación con los tenedores; d)
postergación de la firma de cualquier acuerdo con los acresdores. Seguirán sin
duda en la agenda, pero sumándose otra vez la presión para elevar el porcentaje
del superávit primario. En el Fondo razonan así: si la economía argentina
crece, debe subir ese superávit al 3,5 o 4 % para que se amortice más deuda
(nuestro PBI llega a unos us$ 160.000 millones; el 3 % son us$ 4.800 millones).
Este aspecto por sí solo tensará las discusiones; imaginemos hasta dónde
llegará si además se nos exige incluir la suba de tarifas públicas (algo se
concedió al respecto) y coparticipación federal.
En
cuanto a las acciones de mediano y largo plazos, habrá que tentar las que
siguen. Hoy los 10 países más industrializados del mundo poseen más del 50 % de
los votos del FMI y del BM. Desde su origen, los recursos del Fondo se formaron
con el aporte de los países miembros, consistentes en cuotas integradas parte
en oro parte en moneda nacional, de modo que cada país tiene a su disposición
créditos equivalentes al monto aportado, cada vez que los requiera. Los
problemas se presentan para los países en vías de desarrollo, cuando se
necesita un préstamo por mayor valor que el importe de las cuotas. El FMI
presta igual, pero condicionando la ayuda a sus recetas y al monitoreo de las
mismas. Esta situación evidentemente no resiste más, no obstante nuestra
condición de ex alumnos aplicados. De modo que algún debate habrá que instalar
al respecto en el seno de Naciones Unidas y organismos especializados.
Otra
maniobra diplomática imprescindible apunta al Mercosur. No obstante los
problemas nacionales propios de cada miembro, debe fortalecerse la relación
intraregional en beneficio del bloque mismo y de su relación con los países de
la Unión Europea.
Tampoco puede estar ausente del arduo debate de la deuda pública, la
cuestión de su legitimidad, aunque hayan pasado cuatro presidentes con sus
respectivos congresos sin que pudieran o quisieran cerrar esta otra enorme
herida social. Por supuesto que para la coyuntura y el corto plazo no cuenta
demasiado, pero es importante esta otra acción para un futuro mediato. La deuda
argentina, y por extensión la de todos los países deudores, es un problema
político y estructural de la economía internacional. El gran esfuerzo
consistirá en instalar definitivamente su consideración en la agenda pendiente,
con la misma contundencia con que se tratan los problemas ambientales o el
terrorismo, teniendo presente este agravante: los deudas terminan
desestabilizando gobiernos y exasperando sociedades porque inciden en las
condiciones de vida y gobernabilidad de nuestros pueblos. ¿Acaso necesitamos
más pruebas que dos gobiernos arrasados por sendas crisis económicas?
Este esfuerzo no es realizable en solitario; requiere acciones diplomáticas
hábiles y constantes en todos los foros multilaterales posibles, incluso
–siguiendo la tesis de Miguel A. Espeche Gil- la petición por la Asamblea
General de la ONU de una opinión consultiva conforme al mecanismo previsto en
art. 65 del Estatuto de la Corte Internacional de Justicia, o el acceso a
tribunales nacionales con el mismo criterio amplio de justicia universal para
los derechos humanos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario