CLAVES
Nº 136 Abril de 2005
Conocer para entender
Karol Wojtyla (1920-2005) y Joseph Ratzinger (1927)
nacieron en hogares modestos mientras Europa se reacomodaba, luego de la 1ª
gran Guerra. Los alemanes padecieron entonces, sin contemplación, un duro
ajuste de cuentas; a la endeble República de Weimar le siguió la horrenda
aventura hitleriana con los resultados conocidos... y otro ajuste de cuentas.
En 1919, la restauración polaca pareció alcanzarse con el reconocimiento de su
independencia y salida al mar, según refería el punto 13 de la Propuesta de W.
Wilson. Sin embargo, Polonia resultó a la postre dos veces víctima: primero de
la blitzkrieg de
1939 cuando Alemania invadió su territorio; después al sellarse su destino -sin
su aquiescencia- en Yalta, al definir los 3 Grandes su status de posguerra bajo
la esfera de influencia soviética. Wojtyla y Ratzinger, que pelearon la 2ª
Guerra en bandos opuestos, han sido producto de las circunstancias de una época
que los condicionó dolorosamente y por eso contribuyeron, en distinta
proporción e intensidad, a las transformaciones posteriores.
Pero
la posibilidad de distinguir –en definitiva, de opinar- no significa verlo todo
en términos de blanco o negro. Así, quienes piensan que en la Iglesia del
fallecido Juan Pablo II o en la que viene no hubo ni habrá debate, se equivoca
de medio a medio. El debate existe e intenso en los Dicasterios, en las
Conferencias Episcopales, en presbiterios, parroquias, organizaciones laicales
y simples hogares, sobre todos los temas que atañen al ser humano, a la vida,
la religión, a la Iglesia, a Dios.
En
estos tiempos prevalece en Occidente la opción no-religiosa, cuestión por
cierto compleja y última etapa del anticristianismo y del anticatolicismo que
exuda Europa y se está trasladando a todas partes. La segunda etapa se
confirmó, por ejemplo, tras el fracaso de Juan Pablo II para conseguir el
reconocimiento de las raíces cristianas en la primer Constitución Europea; la
primera fue evidente en el incidente de Rocco Buttiglione. Cuánto de ello ha
sido consecuencia del ‘conservadorismo’ de Juan Pablo II, será objeto de
debates intensos. El tiempo igualmente sabrá poner las cosas en su justo lugar.
Juan Pablo II
Nunca podrá
entenderse cabalmente a un Papa, y menos a Juan Pablo II, si no se lo hace
desde la perspectiva de la fe católica. Ésto no implica la condición de
profesar religión, aunque sí tener mínimo conocimiento de ella y de su Iglesia.
Judíos y musulmanes, por caso, entendieron su mensaje y su preocupación porque
poseen la común convergencia en la cosmogonía y cosmovisión del monoteísmo. Con
todo, el diálogo interreligioso –en especial con los ‘hermanos mayores’ en la
fe- y ecuménico –que lidera una mujer, Chiara Lubic, admirada por él- es otra
asignatura pendiente que el carismático polaco no llegó a profundizar, aunque
por suerte el camino quedó despejado.
Se hace difícil, además, conocer a
Juan Pablo II sin haber leído algo, lo más señero, de su vasta producción
intelectual, expresada en 14 encíclicas, 17 cartas apostólicas, 10
constituciones apostólicas, 11 exhortaciones apostólicas y centenares de
documentos y discursos sobre temas profundos y candentes[1].
Pero, aparte de su rigor intelectual y carisma personal, este Papa ha tenido
también una dimensión mística que lo destaca entre muchos de sus predecesores.
Esa personalidad única –e irrepetible por muchos años- le hizo traspasar su
mera condición de jefe de un pequeño estado con ascendiente sobre 1.100
millones de personas, parámetro con el cual habitualmente no creyentes y
agnósticos le medían la talla.
Al borde de la muerte misma, los
medios de comunicación fueron introduciendo en el imaginario colectivo una
síntesis de su pontificado que no resiste análisis: “Juan Pablo II fue un
revolucionario para fuera de la Iglesia y un conservador para adentro”.
Enganchada a esa interpretación simplista, más temprano que tarde se percibirá
una cierta tendencia a desmerecerlo históricamente por el segundo argumento, y
de rebote le endilgarán el mismo sayo al Papa nuevo. Lo preanuncian los
“estigmas” producidos por Leonardo Boff y Hans Küng, entre otros, dos teólogos
silenciados entre Wojtyla y Ratzinger, representantes de una línea progresista
que, a decir verdad, nunca fue aceptada unánimemente en las Iglesias
particulares.
El brasileño, apremiado y
seguramente agraviado por la pobreza latinoamericana, impulsó la teología de
la liberación. (“¿Cómo anunciar a Dios como Padre en un mundo de
miserables?”). El suizo, más tranquilo en la ciudad alemana de Tubinga, propuso
cambios conforme a la visión eurocéntrica actual en materia de moral sexual,
familia, el papel de las mujeres, el celibato sacerdotal, etc. La mención de
éstos es ineludible, pues debajo de sus posturas hervía el magma del cisma. Dos
posiciones resumen el debate que tal vez se proyectó en el Cónclave mismo:
quienes pretenden concluir los “ensayos” del Concilio Vaticano II y la de
aquellos que aspiran al tercero para reimpulsar reformas quedadas a medio
camino.
Benedicto XVI
Ni que hubiera presentido su
designación. La homilía pronunciada por Joseph Ratzinger en la misa pro
eligendo Summo Pontifice, fue una clara expresión de su pensamiento y
ciertamente definición anticipada de su papado. Estas palabras ya están siendo
interpretadas del derecho y del revés: “Cuántos vientos de
doctrina hemos conocido en estas últimas décadas, cuántas corrientes
ideológicas, cuántas modas de pensamiento. [...] La pequeña barca del
pensamiento de muchos cristianos ha sido agitada con frecuencia por estas
ondas, llevada de un extremo al otro, del marxismo al liberalismo, hasta el
libertinaje; del colectivismo al individualismo radical; del ateísmo a un vago
misticismo religioso; del agnosticismo al sincretismo, etc. [...] Cada día
nacen nuevas sectas y se cumple lo que dice San Pablo sobre el engaño de los
seres humanos, sobre la astucia que tiende a llevar al error. Tener una fe
clara, según el Credo de la Iglesia, se etiqueta a menudo como fundamentalismo.
Mientras el relativismo, es decir, el dejarse llevar ‘aquí y allá por
cualquier viento de doctrina' parece la única actitud a la altura de los
tiempos que corren. Toma forma una dictadura del relativismo que no reconoce
nada que sea definitivo y que deja como última medida solo al propio yo y a sus
deseos”.
Las
coincidencias no son casuales. Benedicto XV (1914-1922) fue el Papa al que le
tocó transitar la 1ª Guerra Mundial; condenó el “inútil estrago” de la guerra y
su neutralidad le costó más de un disgusto. De perfil más bien calmo, siguió
los pasos de Pío X al condenar el modernismo. Joseph Ratzinger, el Cardenal,
intelectual de primer nivel y de reconocida honestidad y sencillez, posee una
visión pesimista del mundo actual. Una buena aproximación a su pensamiento es
el libro “La sal de la tierra” (Ediciones Palabra, 1996), publicado en
Stuttgart, una conversación con el periodista alemán Peter Seewald sobre el
cristianismo y la Iglesia Católica ante el nuevo milenio. Designado Papa, será
menester esperar sus primeras acciones antes de calificarlo, pues -como decía-
Einstein es más fácil romper un átomo que un preconcepto.
El
mundo que Juan Pablo II contribuyó a cambiar ya no existe más. Durante su
pontificado, la religiosidad disminuyó en Europa casi un 20 %, de modo que el
viejo continente será un obvio objeto de atención del Benedicto XVI; si a ello
se le suma el avance del secularismo y del ateísmo (¡otra vez los ismos!),
tiene bastante para empezar.
Para
los católicos ya es nuestro pastor, sucesor de Pedro y jefe de la Iglesia.
Roguemos a Dios que el Espíritu Santo (“elemento” indispensable para la fe e
insustituible para comprender la profundidad de la Verdad) ilumine su
transición y prepare los nuevos tiempos.
[1] He aquí una mínima lista: de las encíclicas Redemptor Hominis
1979, Laborens Exercens 1981, Sollicitudo Rei Socialis 1987, Centesimus
Annus 1991, Evangelium Vitae 1995, Fides et Ratio 1998; entre
las cartas Tertio Millenio Adveniente 1994 y Novo Millenio Ineunte
2000; exhortaciones Christifideles Laici 1988 y constituciones Ex
Corde Ecclesiae 1990.
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