24 de abril de 2005

De Juan Pablo II a Benedicto XVI

CLAVES Nº 136 Abril de 2005

Conocer para entender

Karol Wojtyla (1920-2005) y Joseph Ratzinger (1927) nacieron en hogares modestos mientras Europa se reacomodaba, luego de la 1ª gran Guerra. Los alemanes padecieron entonces, sin contemplación, un duro ajuste de cuentas; a la endeble República de Weimar le siguió la horrenda aventura hitleriana con los resultados conocidos... y otro ajuste de cuentas. En 1919, la restauración polaca pareció alcanzarse con el reconocimiento de su independencia y salida al mar, según refería el punto 13 de la Propuesta de W. Wilson. Sin embargo, Polonia resultó a la postre dos veces víctima: primero de la blitzkrieg de 1939 cuando Alemania invadió su territorio; después al sellarse su destino -sin su aquiescencia- en Yalta, al definir los 3 Grandes su status de posguerra bajo la esfera de influencia soviética. Wojtyla y Ratzinger, que pelearon la 2ª Guerra en bandos opuestos, han sido producto de las circunstancias de una época que los condicionó dolorosamente y por eso contribuyeron, en distinta proporción e intensidad, a las transformaciones posteriores.

Ahora, en un mundo en el que la tendencia sigue siendo explorar y alimentar la libertad hasta los últimos extremos, han perdido audiencia las voces que sostienen que no debe eludirse la diferenciación entre el bien y el mal, entre lo que se puede y no se puede hacer. A Juan Pablo II le tocó pontificar en esa posmodernidad e, iniciado el tercer milenio, Benedicto XVI tiene adelante suyo el mismo panorama de desolación espiritual, en cuya descripción ambos coincidieron, y que seguramente el nuevo pontífice transitará con la misma brújula.

Pero la posibilidad de distinguir –en definitiva, de opinar- no significa verlo todo en términos de blanco o negro. Así, quienes piensan que en la Iglesia del fallecido Juan Pablo II o en la que viene no hubo ni habrá debate, se equivoca de medio a medio. El debate existe e intenso en los Dicasterios, en las Conferencias Episcopales, en presbiterios, parroquias, organizaciones laicales y simples hogares, sobre todos los temas que atañen al ser humano, a la vida, la religión, a la Iglesia, a Dios.

En estos tiempos prevalece en Occidente la opción no-religiosa, cuestión por cierto compleja y última etapa del anticristianismo y del anticatolicismo que exuda Europa y se está trasladando a todas partes. La segunda etapa se confirmó, por ejemplo, tras el fracaso de Juan Pablo II para conseguir el reconocimiento de las raíces cristianas en la primer Constitución Europea; la primera fue evidente en el incidente de Rocco Buttiglione. Cuánto de ello ha sido consecuencia del ‘conservadorismo’ de Juan Pablo II, será objeto de debates intensos. El tiempo igualmente sabrá poner las cosas en su justo lugar.

Juan Pablo II

Nunca podrá entenderse cabalmente a un Papa, y menos a Juan Pablo II, si no se lo hace desde la perspectiva de la fe católica. Ésto no implica la condición de profesar religión, aunque sí tener mínimo conocimiento de ella y de su Iglesia. Judíos y musulmanes, por caso, entendieron su mensaje y su preocupación porque poseen la común convergencia en la cosmogonía y cosmovisión del monoteísmo. Con todo, el diálogo interreligioso –en especial con los ‘hermanos mayores’ en la fe- y ecuménico –que lidera una mujer, Chiara Lubic, admirada por él- es otra asignatura pendiente que el carismático polaco no llegó a profundizar, aunque por suerte el camino quedó despejado.

Se hace difícil, además, conocer a Juan Pablo II sin haber leído algo, lo más señero, de su vasta producción intelectual, expresada en 14 encíclicas, 17 cartas apostólicas, 10 constituciones apostólicas, 11 exhortaciones apostólicas y centenares de documentos y discursos sobre temas profundos y candentes[1]. Pero, aparte de su rigor intelectual y carisma personal, este Papa ha tenido también una dimensión mística que lo destaca entre muchos de sus predecesores. Esa personalidad única –e irrepetible por muchos años- le hizo traspasar su mera condición de jefe de un pequeño estado con ascendiente sobre 1.100 millones de personas, parámetro con el cual habitualmente no creyentes y agnósticos le medían la talla.

Al borde de la muerte misma, los medios de comunicación fueron introduciendo en el imaginario colectivo una síntesis de su pontificado que no resiste análisis: “Juan Pablo II fue un revolucionario para fuera de la Iglesia y un conservador para adentro”. Enganchada a esa interpretación simplista, más temprano que tarde se percibirá una cierta tendencia a desmerecerlo históricamente por el segundo argumento, y de rebote le endilgarán el mismo sayo al Papa nuevo. Lo preanuncian los “estigmas” producidos por Leonardo Boff y Hans Küng, entre otros, dos teólogos silenciados entre Wojtyla y Ratzinger, representantes de una línea progresista que, a decir verdad, nunca fue aceptada unánimemente en las Iglesias particulares.

El brasileño, apremiado y seguramente agraviado por la pobreza latinoamericana, impulsó la teología de la liberación. (“¿Cómo anunciar a Dios como Padre en un mundo de miserables?”). El suizo, más tranquilo en la ciudad alemana de Tubinga, propuso cambios conforme a la visión eurocéntrica actual en materia de moral sexual, familia, el papel de las mujeres, el celibato sacerdotal, etc. La mención de éstos es ineludible, pues debajo de sus posturas hervía el magma del cisma. Dos posiciones resumen el debate que tal vez se proyectó en el Cónclave mismo: quienes pretenden concluir los “ensayos” del Concilio Vaticano II y la de aquellos que aspiran al tercero para reimpulsar reformas quedadas a medio camino.

Benedicto XVI

Ni que hubiera presentido su designación. La homilía pronunciada por Joseph Ratzinger en la misa pro eligendo Summo Pontifice, fue una clara expresión de su pensamiento y ciertamente definición anticipada de su papado. Estas palabras ya están siendo interpretadas del derecho y del revés: “Cuántos vientos de doctrina hemos conocido en estas últimas décadas, cuántas corrientes ideológicas, cuántas modas de pensamiento. [...] La pequeña barca del pensamiento de muchos cristianos ha sido agitada con frecuencia por estas ondas, llevada de un extremo al otro, del marxismo al liberalismo, hasta el libertinaje; del colectivismo al individualismo radical; del ateísmo a un vago misticismo religioso; del agnosticismo al sincretismo, etc. [...] Cada día nacen nuevas sectas y se cumple lo que dice San Pablo sobre el engaño de los seres humanos, sobre la astucia que tiende a llevar al error. Tener una fe clara, según el Credo de la Iglesia, se etiqueta a menudo como fundamentalismo. Mientras el relativismo, es decir, el dejarse llevar ‘aquí y  allá por cualquier viento de doctrina' parece la única actitud a la altura de los tiempos que corren. Toma forma una dictadura del relativismo que no reconoce nada que sea definitivo y que deja como última medida solo al propio yo y a sus deseos”.

Las coincidencias no son casuales. Benedicto XV (1914-1922) fue el Papa al que le tocó transitar la 1ª Guerra Mundial; condenó el “inútil estrago” de la guerra y su neutralidad le costó más de un disgusto. De perfil más bien calmo, siguió los pasos de Pío X al condenar el modernismo. Joseph Ratzinger, el Cardenal, intelectual de primer nivel y de reconocida honestidad y sencillez, posee una visión pesimista del mundo actual. Una buena aproximación a su pensamiento es el libro “La sal de la tierra” (Ediciones Palabra, 1996), publicado en Stuttgart, una conversación con el periodista alemán Peter Seewald sobre el cristianismo y la Iglesia Católica ante el nuevo milenio. Designado Papa, será menester esperar sus primeras acciones antes de calificarlo, pues -como decía- Einstein es más fácil romper un átomo que un preconcepto.

El mundo que Juan Pablo II contribuyó a cambiar ya no existe más. Durante su pontificado, la religiosidad disminuyó en Europa casi un 20 %, de modo que el viejo continente será un obvio objeto de atención del Benedicto XVI; si a ello se le suma el avance del secularismo y del ateísmo (¡otra vez los ismos!), tiene bastante para empezar.

Para los católicos ya es nuestro pastor, sucesor de Pedro y jefe de la Iglesia. Roguemos a Dios que el Espíritu Santo (“elemento” indispensable para la fe e insustituible para comprender la profundidad de la Verdad) ilumine su transición y prepare los nuevos tiempos.


[1] He aquí una mínima lista: de las encíclicas Redemptor Hominis 1979, Laborens Exercens 1981, Sollicitudo Rei Socialis 1987, Centesimus Annus 1991, Evangelium Vitae 1995, Fides et Ratio 1998; entre las cartas Tertio Millenio Adveniente 1994 y Novo Millenio Ineunte 2000; exhortaciones Christifideles Laici 1988 y constituciones Ex Corde Ecclesiae 1990.

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