24 de noviembre de 2005

Cumbres Borrascosas

CLAVES Nº 143 - NOVIEMBRE 2005

Como lo señaló alguna vez Alberto Sorel, quienes imaginan que el mundo debe adaptarse a su política ceden el paso a quienes corrigen su política para adaptarla a las realidades del mundo. Agreguemos nosotros que  toda la historia de la política internacional es una lenta pero progresiva adecuación de las doctrinas a los hechos y que la trayectoria de este acomodamiento es un verdadero ‘cementerio de estrategias’ al decir de Amitai Etzioni (Isidro J. Ódena, 1976, Entrevista con el mundo en transición, pág. 171, 2ª edición. Buenos Aires, Ed. Crisol).

No es la primera vez que recurrimos en esta columna a la frase  transcripta, expuesta en un libro imperecedero. El diablo mundo, que observaba Ódena, era aquel cuando empezaba a derretirse el hielo de la guerra fría, superada la Crisis de los Misiles de 1962. Se trataba ciertamente de un mundo en transición, por los sucesos cambiantes que se fueron dando en un contexto de multipolaridad política y bipolaridad militar.

Pero, en definitiva, ¿cuál era el sentido de la frase? A nuestro criterio significa que en la política internacional moderna no existen fatalismos ni destinos manifiestos ni conspiraciones siniestras, sino que los hechos van amoldando las posiciones y pretensiones de los estados en las distintas circunstancias. En efecto, mirando atrás se comprueba cuántas doctrinas e ideas fuerza fueron desnudando su ineficacia o cayendo en desuso, desde el equilibrio del terror hasta el mismísimo fin de la historia.

Dicho de otro modo, esa visión es refractaria de los países “ptolomeicos”, o sea aquellos autoconsiderados centros del universo. Curiosamente -bien que por diferentes motivos: una por el “síndrome del enemigo externo”, el otro por la prepotencia de su aparato militar- Argentina y Estados Unidos tienen bastante de eso. Ódena y sus citados dirían “¡tontos, adviertan que todo gira alrededor del sol!”.

En estos inicios del siglo XXI, parece que estamos nuevamente en un mundo en transición y que nadie puede afirmar con certeza que, luego del derrumbe de la Unión Soviética, el unipolarismo norteamericano constituye “el” orden internacional que remplaza al de la segunda posguerra, aunque así lo proclamen en especial los ocupantes republicanos de la Casa Blanca. En fin, todo esto nos venía a la cabeza asistiendo a la distancia a la cuarta cumbre de presidentes americanos realizada en Mar del Plata en el marco de la devaluada Organización de los Estados Americanos, durante el primer fin de semana de noviembre. Nos llamó la atención la forma en que la prensa en general presentó al acontecimiento: superficialidad informativa, desconocimiento de códigos elementales de la diplomacia y de la agenda prevista. Cholulismo político, para decirlo gráficamente (¿se acuerda del fervoroso debate sobre el derribo de aviones no identificados?). Pero también hubo un sesgo divertido: la corraleada chavista–maradoniana en el estadio de fútbol. Sin embargo, el circo se empañó con los incidentes de grupos de la paleoizquierda irreductible, reaccionaria y por ende antisistema.

Una cumbre presidencial es la más alta y antigua expresión de la política exterior de los estados, que usualmente corona una actividad diplomática anterior. En efecto, la preceden  trabajos sobre una agenda predeterminada, que concluyen los mandatarios y se expresa en una declaración final. Esta última, aparte de exponer los acuerdos logrados, presenta por lo general líneas de acción que los países irán trabajando hasta la próxima cumbre, en la que se vuelve a repetir el esquema. Así, deviene ineludible la pregunta ¿sirven las cumbres, entonces? De mucho, pues es la ocasión en que los estados despliegan sus recursos de poder en función de intereses permanentes. Y el instrumento para compatibilizarlos con otros igualmente legítimos es la negociación. Ésta no será solo multilateral, pues las delegaciones aprovechan encuentros bilaterales a través de los cuales los presidentes acomodan cargas con quienes les interesan. Estamos en un continente con demasiadas asignaturas pendientes y no vale la pena repasarlas para esta nota.

Una cumbre fracasa si en la negociación un estado impone su voluntad mediante presiones incompatibles con la naturaleza de la reunión (en Mar del Plata eso no ocurrió: Brasil, Chile, Méjico y Uruguay, por caso, sostuvieron posiciones muy próximas), o cuando no se sabe negociar (esto sí ocurrió de parte de todos los presentes, incluyendo a José M. Insulza, secretario general de la OEA, contrario a incluir el ALCA en Mar del Plata) o no hay qué negociar (lo que de por sí constituiría un verdadero desastre diplomático).

En esta ocasión, la “contracumbre” tuvo un efecto que nadie podía imaginar inesperado, al tensar la ideologización a la violeta de los temas de la cumbre oficial, cuyo lema era toda una definición latinoamericana: “Crear trabajo para enfrentar la pobreza y fortalecer la gobernabilidad democrática”. ¿Por qué razón ocurrió ésto? Tal vez una primera respuesta sea porque no estamos en condiciones de negociar temas que nos exceden; quizás porque tampoco tenemos definida una posición respecto del futuro de los procesos de integración que nos involucran (con Mercosur a la cabeza). Por lo demás, desde que la globalización irrumpió para quedarse por siempre, cada vez que hay una reunión de esta magnitud en cualquier parte del planeta, se le opone una contracara. Allí está el ejemplo de las reuniones del Grupo de los 8.

¿Manejó bien el presidente Néstor Kirchner, como anfitrión, los debates en la cima? Vicente Fox sospechó que no; y en algo tenía razón: más allá de sus afectos políticos, NK debió procurar algún tipo de acuerdo final, incluso respecto de los tiempos del ALCA, que en definitiva se impuso como centro del debate.

Nuestro país necesita reposicionarse ante la comunidad internacional en varios aspectos, especialmente por su imagen de imprevisibilidad. Los errores que se cometen en el juego de poder internacional, tarde o temprano se pagan. Y eso puede ser grave para un país cuyo ahorro interno no alcanza para expandir una actividad económica que aún no ‘derrama’. Cerramos esta nota nuevamente con Ódena (pág. 61): “No hay otra política internacional auténtica que la que articula y concilia los intereses nacionales”. Para lograrlo, es imprescindible que la política interna sea necesariamente coherente y eso requiere una dirigencia preparada y un pueblo bien informado.

Colofón: Lula fue el último en llegar a “La Feliz” y el primero en retirarse para recibir a Bush en su terreno; ahí, un presidente norteamericano por milésima vez ratificó el liderazgo subcontinental de Brasil. ¡Ah!, y del ALCA hablaremos en otra ocasión, que no ha de faltar: después de la apertura económica de los ’90, propiciada por el tándem Menem-Cavallo, uno ve una vaca y llora a los gritos.

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