24 de febrero de 2006

La Crisis de las "Papeleras" sobre el río Uruguay

CLAVES Nº 145 – Febrero de 2006

“Cuando a la pregunta ‘¿Quién ha hecho esto?’, no responden ya ni un ‘yo’ ni un ‘nosotros’, es decir, ni una persona ni una colectividad, el ejercicio del poder se convierte en un efecto de la naturaleza” (Romano Guardini, “El Poder”).

Una nación en dos estados.

Por qué se llegó a este punto de tensión con Uruguay será motivo de la indagación histórica; en estos momentos no se explica. Sí está claro que la situación debe detenerse cuanto antes y encausarse por carriles de los que no debió salir nunca, o sea una negociación directa paciente y franca. No se trata, por cierto, de un problema solo de la Provincia de Entre Ríos, aún cuando ella sea una perjudicada directa. Esta trabazón de posturas irreductibles ha llegado a tal extremo de peligrosidad que solo una reunión entre Tabaré V. y Néstor K. permitiría que equipos técnicos de ambas márgenes empiecen a desandar lo mal andado hasta el momento. Ambos gobiernos han cometido errores -por acción u omisión- en distintos niveles e intensidad. Pero Uruguay no detendrá la construcción de las fábricas: como en el caso de Itaipú vs. la cota de Corpus, otra vez nos ganó la política de los hechos consumados.

Más allá de lo afectivo que nos une a argentinos y uruguayos, detrás de la instalación de las -en rigor- fábricas de pasta celulosa subyacen problemas complejos que enmarañan la relación. Así, están de por medio: a) el impredecible destino del Mercosur; b) una inversión económica apetecible para cualquier economía latinoamericana; c) un novel presidente “de centroizquierda” y otro no tan nuevo pero -en teoría- del mismo palo, necesitados de realizaciones concretas para mantener fervor popular; d) una problemática de alta sensibilidad para la agenda internacional, como es la cuestión ambiental, que implica tratados bi y multilaterales más legislación nacional interna, aplicables al presente conflicto.

La entrañable comunidad de fortuna entre dos países seccionados a inicios de su vida independiente por una hábil maniobra de pinzas, no redime de culpas a los miopes platinos de cualquier orilla comprometidos con aquella trampa... hasta el día de hoy. Pero los dos estados, no por hermanos carecimos de conflictos, particularmente los relacionados a la fijación de límites en una línea de frontera de casi 900 kilómetros, en la que esa extensión es agua de río o mar. Pero las históricas diferencias se fueron limando con paciencia y prudencia, concluyendo para siempre con el Tratado de Límites en el Río Uruguay (Montevideo, abril 1961), el Tratado del Río de la Plata y su Frente Marítimo (Montevideo, noviembre 1973) y el Estatuto del Río Uruguay -ERU- (Salto, febrero 1975), contextualizados en la Cuenca del Plata (Brasilia, abril 1969) y el Tratado de Asunción (marzo 1991) que originó el Mercosur. Entonces no se trata solo de debatir sobre la calidad tecnológica de las futuras plantas, sino de hacerlo dentro de una perspectiva subregional amenazada en varios sentidos, que además involucra otra categoría de intereses. Esto debe quedar bien claro.

Increíblemente, las salidas legales para superar este intríngulis se encuentran en los textos de esos tratados, en particular del Estatuto específico. Y cada cual se haga cargo de su incumplimiento, que genera por cierto la responsabilidad internacional del estado incumplidor.

Acerca del derecho internacional ambiental

La protección internacional del medio ambiente es una propuesta jurídica de reciente desarrollo, cuya ‘oficialización’ ocurrió en la cumbre inaugural en Suecia (junio de 1972); allí se aprobó la “Declaración de Estocolmo sobre el Medio Humano” (DE) y nació el Programa de Naciones Unidas sobre Medio Ambiente (PNUMA). A la de Estocolmo siguió la Conferencia de Río de Janeiro sobre Medio Ambiente y Desarrollo, en junio de 1992, conocida como “Cumbre de la Tierra”, que introdujo el concepto de desarrollo sustentable, elaborado previamente por la Comisión Brundtland (“Nuestro futuro común”, 1987): satisfacción de las necesidades de las generaciones presentes sin comprometer las de las generaciones futuras. La última reunión cimera fue la “Cumbre Mundial sobre Desarrollo Sustentable” (Johhanesburgo, agosto de 2002), enmarcada en la desconfianza por los escasos logros obtenidos, y en la que quedó claro que cada país percibe la “sustentabilidad” según su interés nacional y en función de sus recursos tangibles de poder (por ejemplo, los Estados Unidos y el Protocolo de Kyoto).

Esas conferencias fueron introduciendo sin prisa y sin pausa ciertos principios de derecho internacional, cuya validez jurídica proviene más de la fuerza consuetudinaria que van construyendo. Por su importancia cabe mencionar los siguientes: el principio de cooperación internacional (n° 24 de la DE, “mediante acuerdos multilaterales o bilaterales o por otros medios apropiados, para controlar, evitar, reducir y eliminar eficazmente los efectos perjudiciales que las actividades que se realicen en cualquier esfera puedan tener para el medio, teniendo en cuenta debidamente la soberanía y los intereses de todos los estados”). La Declaración de Río (DR) lo amplió en su n° 5 al proponer la erradicación de la pobreza “como requisito indispensable del desarrollo sostenible”, aumentando los conocimientos científicos y tecnológicos, difundiendo y transfiriendo tecnologías (n° 9), desalentando la reubicación y transferencia de un estado a otro de sustancias y actividades que degraden el ambiente (n° 14). La cooperación incluye ‘cargas’ como la consulta previa, el deber de informar, la coordinación, planificación y financiación de actividades.

Otro principio central es el de responsabilidad, incluido en el nº 22 de la DE. La DR amplió el criterio en su Principio 13, proponiendo el desarrollo de legislaciones nacionales relativas a la responsabilidad por daños y a las indemnizaciones a las víctimas, sin perjuicio de encarar tratados que aborden ambas cuestiones. El principio preventivo o precautorio fue desarrollado como Recomendación 102 del Plan de Acción de Estocolmo. El Principio 17 de la DR lo conceptualiza del siguiente modo: “Deberá emprenderse una evaluación del impacto ambiental, en calidad de instrumento nacional, respecto de cualquiera actividad propuesta que probablemente haya de producir un impacto negativo considerable en el medio ambiente y que esté sujeta a la decisión de una autoridad nacional competente”. Este principio, analizado y debatido por la comunidad científica, considera que “cuando una actividad se plantea como una amenaza para la salud humana o el medio ambiente, deben tomarse medidas precautorias aún cuando algunas relaciones de causa y efecto no se hayan establecido de manera científica en su totalidad”. El principio de prevención del daño transfronterizo, derivado del anterior, reconoce antiguos precedentes y decisiones jurisdiccionales; está incluido en el nº 2 de la DR, reproduciendo casi textualmente la fórmula de Estocolmo bajo la óptica del desarrollo sustentable. Otra novedad incluida en Río, es el que contamina paga’ (nº 16): “Las autoridades nacionales deberían procurar fomentar la internalización de los costos ambientales y el uso de instrumentos ambientales, teniendo en cuenta el criterio de que el que contamina debe, en principio, cargar con los costos de la contaminación, teniendo debidamente en cuenta el interés público, y sin distorsionar el comercio ni las inversiones internacionales”. 
 
Herramientas a mano

Lo expuesto es suficiente, a nuestro criterio, para una aproximación a la complejidad jurídico-política de la crisis de las fábricas de celulosa de Fray Bentos. Sin perjuicio de los tratados celebrados entre 1972 y 2002, la práctica internacional ha avanzado bastante en atención de esta problemática, pero no lo suficiente. Y -como siempre- el punto más delicado en derecho internacional es determinar qué autoridad hará cumplir los tratados y eventualmente sancionar al estado incumplidor. Una de ellas puede ser la Corte Internacional de Justicia (CIJ), que cuenta con una sala de jueces especializados en la atención de cuestiones ambientales.

En este caso falta decisión política para abordar de una vez las negociaciones en el marco de los acuerdos vigentes. El Cap. X del ERU se refiere concretamente a contaminación; el art. 42 prevé que “Cada parte será responsable, frente a la otra, por los daños inferidos como consecuencia de la contaminación causada por sus propias actividades o por las que en su territorio realicen personas físicas o jurídicas”. A su vez el Cap. XIV, referido a los procedimientos conciliatorios, dispone que toda controversia entre las partes será sometida a la Comisión Administradora del ERU, la cual tiene ciento veinte días para lograr una solución (art. 58). Si ello no ocurre, ambos países deben encarar negociaciones directas; si éstas fracasan en un plazo de ciento ochenta días más, queda abierto el acceso a la CIJ. Ahora bien, ¿conviene recurrir a este tribunal? Posiblemente la amenaza argentina de llevar el conflicto a esa instancia sea para forzar la negociación. Nos parece altamente inconveniente llevar el caso al máximo tribunal internacional, pues allí no se juzgará la cuestión solamente a la luz del ERU y los otros tratados y protocolos aplicables de los que ambos países sean parte: los jueces indagarán también sobre la calidad y cantidad de legislación interna de los estados, políticas ambientalistas de prevención, eficacia y calidad de las mismas, etc. Un análisis del agua de esta banda del Río de la Plata o de su popular afluente, el Riachuelo, los controles –si se efectúan- a Papel Prensa (de la cual el estado es socia), gobernadores que ofrecieron sus provincias como alternativa, nos pondrían al borde del aplazo. Ante el nivel de avance de obras, es difícil que la CIJ ordene su paralización, más si se tiene en cuenta que, para generar responsabilidad de un estado, los daños producidos al ambiente deben ser “sensibles”.
  
Conclusión

Dijimos en otra ocasión que “la diferencia en los grados de desarrollo de los países agregó complejidad a la cuestión ambiental, lo cual constituye todo un problema: cuanto más rico un país, más apto se encuentra para elaborar su propia legislación ambiental y aplicar las medidas preventivas y correctivas que correspondan. A su vez, el desarrollo de las naciones está vinculado estrechamente a los recursos naturales y al nivel cultural y educativo de cada pueblo: cuanto más bajos sean los índices, el medio ambiente está más expuesto a su deterioro. [...] Sin profundos cambios culturales y económicos las soluciones serán lentas o a lo mejor no las habrá”. Las empresas ENCE (española) y Botnia (finlandesa) producirán celulosa suficiente para que sus matrices en Europa fabriquen papel, producto final de mayor valor agregado, que probablemente será importado por Argentina y Uruguay para abastecer los respectivos mercados internos. En tal marco, Argentina y Uruguay están constreñidos a resolver este problema coyuntural cuanto antes y mediante negociaciones directas (ni la CIJ ni el endeble marco de solución de controversias del Mercosur), considerando no solo el tema ambiental (los convenios ya señalados y otros de los que ambas partes son signatarios como la Convención de Diversidad Biológica, Cambio Climático, Desertificación y los Convenios de Basilea -Movimientos Transfronterizos de Desechos Peligrosos y su eliminación-) y de Cursos de Agua Transfronterizos) sino indagando otras vías como la asociación de nuestros productores en ese emprendimiento. La peor pelea es la que ocurre entre hermanos.

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