CLAVES
Nº 146 - marzo de 2006
La diplomacia suele ser discreta y
de tanto en tanto emite señales para atender; gestos como los del ex presidente
Lagos asistiendo a la asunción de Evo Morales en enero pasado, y la retribución
de éste en la de Michelle Bachelet. Seguramente en ningún momento se habló
directamente del tema, pero la sola visita indica que está revoloteando:
Bolivia necesita mar, Chile
tranquilidad.
Evo fue el primer presidente de Bolivia
que visitó tierra chilena en mucho tiempo; lo mismo que poco antes Ricardo
Lagos, quien -a decir verdad- no avanzó demasiado para destrabar el conflicto
en su prestigioso mandato, salvo soportar estoicamente la intempestiva demanda
de Carlos Mesa a fines de 2003. Acto seguido éste la había elevado a la
Asamblea General de la OEA, reunida en Quito en junio del año siguiente,
reiterando la línea de 1989, cuando La Paz logró por primera vez una resolución
de aquel órgano –nº 989- para tratar el diferendo en su seno.
Recordemos las circunstancias: en su
condición de vicepresidente, Mesa había asumido la primera magistratura luego
de la pueblada contra Sánchez de Lozada en octubre de 2003, de la que
precisamente el diputado Morales fue uno de sus protagonistas. Sin base
política propia, mirando más hacia los problemas internos que externos, Mesa
reflotó el reclamo por la salida al mar, una de las pocas consignas ante la
cual todavía se hinca cualquier boliviano. Su gran mérito consistió, pues, en reinstalar
el añejo reclamo en la agenda panamericana.
Apenas dos años después, sumado al coro
de auspiciantes que acompañó a la digna presidente de Chile, Evo Morales estuvo
en Santiago recordando con su sola presencia una cuestión difícil y de larga data,
cuyas negociaciones intermitentes no dieron hasta la fecha ningún resultado
satisfactorio para los intereses de las partes. Que no son dos sino tres, según
se verá.
Cuándo se entablarán nuevas
conversaciones, en qué marco ocurrirán, si serán negociaciones directas o habrá
alguna asistencia internacional, tarde o temprano lo sabremos. La ocasión es propicia para que
los noveles mandatarios afiancen su prestigio inicial y aprovechen el impulso,
encarando de una vez el litigio. Obviamente Bachelet empieza mucho mejor, con
un país ordenado, sin graves problemas internos, aunque con un frente externo
que merecerá de su parte bastante atención. Al contrario, Morales asumió en
medio de los incendios conocidos, que llegaron a poner en riesgo la unidad de
Bolivia.
Maldita guerra
El propósito de este artículo es el de
exponer algunos datos imprescindibles de aquel drama inconcluso, con los
riesgos propios de las síntesis. No más que esto; Chile y Bolivia son países
caros a nuestros afectos, decisivos en el equilibrio de poder regional e
imprescindibles para la política exterior argentina.
En buena medida, la del Pacífico fue la
crónica de una guerra anunciada, un ejemplo más del juego de poder del siglo
XIX: intereses de compañías de capitales chilenos, franceses, ingleses y
norteamericanos, a veces asociados entre sí, en la explotación del guano,
salitre y plata, incidieron en la preparación y desarrollo del conflicto. Los
dos primeros productos eran fertilizantes muy requeridos y abundaban en la
región de Atacama, particularmente en la concentración guanera del morro de
Mejillones y en el salar de El Carmen. Sea por incapacidad, corrupción o mera
debilidad, Bolivia concesionaba largos contratos a cambio de un canon directo,
en vez de regalías por tonelada extraída.
Cuando a mediados de febrero de 1879
contingentes de la marina y el ejército chilenos invadieron Antofagasta,
iniciando la contienda militar, la ciudad -formalmente boliviana- tenía 6.000
habitantes, de los cuales 5.000 eran chilenos, 600 bolivianos y el resto
oriundo de otros países, respondiendo a lo que los historiadores bolivianos
consideraron una estrategia de penetración chilena, y los chilenos un vasto
espacio vacío susceptible de ser ocupado por potencias extra continentales
(estaba demasiada fresca la ocupación española, en 1864, de las peruanas Islas
Chinchas). Para Barros Von Buren, la presencia de ciudadanos chilenos en la
región fue espontánea; convivían con la población boliviana y aceptaban su
autoridad.
En esos momentos, Chile reconocía soberanía
boliviana en los 170 kilómetros de costa que van desde Mejillones (paralelo de
27º) hasta la desembocadura del río Loa, sobre el paralelo de 21º 27’ actual
límite entre la Iª y IIª regiones; mucho menos que la jurisdicción sostenida
por Bolivia con sustento en el uti possidetis iuris de 1810.
Bolivia siempre ejerció jurisdicción sobre un
litoral marítimo desde que Antonio J. de Sucre a principios de 1826 dividió el
país en cinco departamentos. La provincia de Atacama, con capital en San Pedro,
dependía del departamento de Potosí y se extendía desde los paralelos del río
Salado al sur (que desemboca en Chañaral, IIIª Región) y el Loa al norte. En
julio de 1829, el mariscal Andrés de Santa Cruz le otorgó rango de provincia
independiente y recién en enero de 1867 el presidente Melgarejo la transformó
en departamento del Litoral, con capital en Antofagasta a partir de 1875. Ese
territorio contenía poblados como San Pedro, Calama y costeros (de sur a norte)
como Taltal, Paposo, Antofagasta, Mejillones, Cobija, Tocopilla y Loa, un
espacio despoblado de 120.000 km 2 y 400 kilómetros de costa. Esa superficie
había integrado la Audiencia de Charcas hasta 1810.
La complejidad del entredicho se advierte, a
más de la presión demográfica y de los negocios, en la incidencia de decisiones
políticas incorrectas como el tratado suscripto en agosto de 1866, por el cual
Bolivia y Chile fijaron un nuevo límite entre los paralelos de Paposo y
Antofagasta, error que los bolivianos comparan con el Tratado de 1904.
La chispa que encendió la mecha fue la
instauración por el gobierno de Bolivia de un impuesto de 10 centavos por
tonelada de salitre, pensado para mitigar la pobreza y los efectos de los
terremotos, cuyo destinatario principal era a la empresa inglesa ‘Compañía de
Salitres y Ferrocarril de Antofagasta’; pretexto ideal para una invasión.
La guerra terminó para Bolivia el 26 de mayo
de 1880, fecha en que las fuerzas chilenas vencieron en la batalla del Alto de
la Alianza. La derrota era previsible, pues tanto Bolivia como Perú estaban
inmersos en asonadas, golpes de estado y defecciones varias; así era imposible
no ya ganar sino siquiera sostener la guerra.
Concluidas las acciones bélicas cabía
restaurar la paz y, a decir verdad, había en Chile políticos lúcidos como
Domingo Santa María (canciller y luego presidente de la república) que
entendían que su país no tendría paz con una Bolivia aislada, encerrada y
resentida. Esas especulaciones políticas sumadas a las obvias previsiones
propias del vencedor se cristalizaron con la firma de los tratados a los que
nos referiremos.
Cuatro tratados
La salida al mar se constituyó en un
verdadero problema bilateral y
continental. Así, las posibles soluciones no pueden soslayar la
consideración de cuatro tratados fundamentales, dos celebrados entre Chile y
Perú y los otros dos entre Bolivia y Chile, a más de protocolos y acuerdos
preparatorios, indicativos de una voluntad de diálogo y negociación más allá de
su eficacia práctica.
Históricamente, cada vez que un vencido tuvo que
negociar con su vencedor, no ha salido muy bien parado. Todo el ‘paquete’
negociable se debatiría en un contexto mundial en que la adquisición de
territorios por la fuerza soportaba fuertes reproches jurídicos y morales.
(“Nuestros derechos nacen de la victoria, la ley suprema de las naciones. [...]
Bolivia fue vencida; no tenía con qué pagar y entregó el litoral”, había
sostenido brutalmente Abraham König, plenipotenciario chileno en La Paz, en una
carta dirigida al canciller boliviano Eliodoro Villazón, en agosto de 1900).
Chile prefirió encarar, entonces, negociaciones separadas tendientes a
establecer las condiciones del futuro relacionamiento bilateral con cada uno de
sus vencidos, fijando las respectivas jurisdicciones, las indemnizaciones y
otros tópicos.
Bolivia y Chile firmaron dos tratados
decisivos. El primero fue el Pacto de Tregua del 4 de abril de 1884,
que, como el nombre indica, su objetivo era evitar otra escalada bélica hasta
tanto se negociara una paz definitiva y se establecieran límites igualmente
definitivos. Este pacto disponía en uno de sus artículos que, mientras durara
esa tregua, los territorios comprendidos desde el paralelo 23 hasta la
desembocadura del río Loa estarían sujetos al régimen político y administrativo
chileno. ¿Por qué fue ‘de tregua’? Para O. Pinochet de la Barra estaba en medio
el estatus de la mediterránea Tacna y la costera Arica, ambas bajo jurisdicción
peruana, y porque Perú jugaba a dos puntas: abrir la negociación por ambas
ciudades con Bolivia, por un lado, y por otro quedarse con ellas.
Por cierto, la falta de solución rápida y eficaz se
veía trabada por los constantes cambios políticos en Perú y Bolivia:
inestabilidad política interna y cierta miopía de las dirigencias impidieron
encontrar una salida acorde a las circunstancias, mucho más propicias que las
de hoy en que una hipotética entrega de franja costera no pasaría de pocos
kilómetros.
El otro fue el
lapidario Tratado de Paz del 20 de octubre de 1904, el cual consagró las
negociaciones establecidas en un acta firmada en Santiago en diciembre de 1903.
En lo sustancial, el tratado establecía la renuncia de Bolivia a un litoral
marítimo, la construcción por Chile de un ferrocarril que uniera La Paz con
Arica, la cancelación de créditos que Bolivia debía a Chile más el pago de unas
300.000 libras esterlinas como compensación territorial y libre tránsito
comercial amplio y perpetuo por territorio y puertos chilenos. En cuanto a la
competencia territorial, el acuerdo consagraba la fórmula del Pacto de Tregua,
es decir Chile obtenía el litoral desde Mejillones a Loa. Eran presidentes
Federico Errázuriz en Chile e Ismael Montes en Bolivia.
En suma, a partir
de 1904 para Chile y para el mundo Bolivia había renunciado definitivamente a
una salida al mar. Desde luego, a los pocos años y advertido el tremendo error,
los siguientes gobernantes bolivianos empezaron a presionar para obtener algo
de costas. Voluntad había, como dijimos, en algunos sectores políticos
chilenos, hasta que La Paz invocó la revisión del tratado. Consolidada la
posición chilena en los nuevos territorios, no hubo ninguna intención de volver
atrás y desde entonces la diplomacia chilena sostiene un principio elemental en
las relaciones internacionales: los tratados no se revisan.
Perú, tercero en discordia, había entrado en guerra a
regañadientes cuando Bolivia le invocó el pacto secreto firmado entre ambos
gobiernos en 1873. Paradójicamente, para Lima la guerra duraría tres años más.
El 20 de octubre de 1883 Chile y Perú acordaron la paz mediante el Tratado
de Ancón, el cual concedió a Chile -a perpetuidad- la provincia de Tarapacá
y estableció el estatus de Tacna y Arica, ciudades que quedarían bajo
jurisdicción chilena por diez años, transcurridos los cuales definiría sus
destinos un plebiscito que no se celebró nunca. El siguiente acuerdo con Perú
se celebró décadas después coronando el jaque mate con el que Santiago
desarticuló cualquier posible solución para el clamor boliviano.
En efecto, gobernando Ibáñez del Campo en Santiago y
Leguía en Lima, el Tratado de Lima -suscripto el 3 de junio de 1929-
decidió que Tacna fuese en adelante peruana y Arica chilena: Bolivia ya no
tendría ni un callejón. De tal modo, Arica pasó a jugar un papel geopolítico
sustancial al constituirse en el puerto del norte chileno, del sur peruano y de
toda Bolivia. Como si ese arreglo fuese poco para las aspiraciones bolivianas,
Chile logró que Perú aceptara un acuerdo adicional, plasmado en un protocolo
reservado firmado el mismo día, mediante el cual Chile otorgaba toda clase de
facilidades para Tacna en el puerto ariqueño, por un lado. Por otro, peor fue
el efecto del art. 1 de ese protocolo, el cual establecía que ambos gobiernos
“no podrían, sin previo acuerdo entre ellos, ceder a una tercera potencia la
totalidad o parte de los territorios” que quedaban bajo sus soberanías. O sea,
aparte de la renuncia a un litoral marítimo por el Tratado de 1904, Bolivia iba
a necesitar la anuencia peruana para cualquier cesión territorial de parte de
Chile. Y cada vez que hubo un acercamiento chileno-boliviano, Perú se encargó
de recordar su veto.
Hacia una negociación superadora
En más de cien años, Bolivia y Chile pensaron
distintas fórmulas para ajustar la controversia y Perú propuso también las
suyas, pero ninguna funcionó hasta la actualidad. Desde entonces los sucesivos
gobiernos de Santiago maniobraron su política de tal modo que, aunque a Bolivia
se le concediera un litoral marítimo, éste no debía cortar en dos su
territorio, a la vez que sirviera de cuña con Perú. Pero una vez que Perú y
Chile consolidaron sus presencias en Tacna y Arica, fue imposible para Bolivia
recuperar algo de la extensión perdida. Es inimaginable alterar el destino de
esas ciudades sin una consulta popular, cuyo resultado sería más que
previsible. También es francamente imposible que Bolivia logre una
“restitución” territorial, algo conceptualmente distinto a la obtención de una
salida al mar. El derecho internacional solo acepta la nulidad de un tratado
cuando una de las partes lo firmó bajo algún tipo de presión o coacción. Este
no parece haber sido el caso, aunque haya habido guerra de por medio. A la vez
el moderno derecho del mar contempla la situación de los países sin litoral
marítimo, a los que se les concede el derecho de acceso al mar y desde el mar y
la libertad de tránsito.
Acabada la guerra, los intentos de
recomposición fueron varios, de entre los cuales destacamos las gestiones
impulsadas a partir de 1952 durante las presidencias de Víctor Paz Estensoro y
Carlos Ibáñez del Campo, introduciendo un nuevo eje de debate: sabiendo las
dificultades para encarar la cuestión central, las conversaciones tendieron a
negociar acuerdos de integración y de libre tránsito. El resultado fue un
Tratado de Complementación Económica firmado en Arica en 1955.
Pero por esos años el diablo metió la cola e
introdujo otro factor de discordia que se incorporó al paquete a partir de
entonces: el aprovechamiento del río Lauca, que nace en Bolivia y luego
atraviesa la Reserva Nacional Las Vicuñas, en Chile. La tensión fue en
crescendo hasta que en 1962 Paz Estensoro rompió las relaciones
diplomáticas, siendo presidente Jorge Alessandri. Entonces la diplomacia
boliviana se orientó a internacionalizar el conflicto, llevándolo a la ONU y a
la OEA. Sucedieron en consecuencia encuentros bilaterales en terreno neutral,
por lo general a nivel de embajadores. Y así siguió hasta que, instalados de
facto en el poder Augusto Pinochet y Hugo Banzer, el litigio estuvo muy cerca
de ser resuelto.
Esas conversaciones se desenvolvieron entre
1975 y 1978, girando sobre dos puntos complementarios: “1: Cesión a Bolivia de
una costa marítima soberana entre la línea de la Concordia (límite entre Chile
y Perú) y el límite del radio urbano de la ciudad de Arica. Esta faja deberá
prolongarse con una faja territorial soberana desde dicha costa hasta la
frontera boliviano-chilena, incluyendo la transferencia del ferrocarril
Arica-La Paz. 2: Cesión a Bolivia de un territorio soberano de 50 kilómetros de
extensión a lo largo de la costa y 15 kilómetros de profundidad, en zonas
apropiadas a determinarse, alternativamente, próximas a Iquique, Antofagasta o
Pisagua”. Llegar a este punto implicó vencer los recelos de los sectores más
duros de ambos lados, sumados a los recelos peruanos. En efecto, Lima planteó
demasiadas objeciones a esa propuesta y el arreglo se trabó. Resultado: Bolivia
retiró su embajador de Santiago en octubre de 1977 y cinco meses después rompió
relaciones, situación que todavía persiste. Recuperada la democracia en estos
países, los presidentes se encargaron antes de acomodar sus problemas internos,
que encarar la salida la mar. Y así como se vislumbran nuevas salidas, aparecen
otros nubarrones como el conflicto peruano-chileno por la delimitación de su
frente lateral marítimo.
Paradojas de la historia: la Guerra del
Pacífico tuvo olor a guano y salitre, fertilizantes muy requeridos en esa
época. Ahora, los hidrocarburos que abundan el suelo boliviano pueden producir,
entre otros usos, fertilizantes de otra calidad y mayor rentabilidad. De allí
que, sin perjuicio de conceder a Bolivia una franja costera, los tres vienen
intentando fórmulas de integración económica. Ya lo hizo Ricardo Lagos con
Sánchez de Losada, procurando un gasoducto que terminara en Arica. La caída de
éste y la asunción de Mesa concluyó esa historia.
Evo Morales encontrará su talla histórica
según cómo encare y cuánto obtenga para su país. Por cierto, tiene problemas
acuciantes en su frente interno, pero seguro sabe –como todos los líderes que
le precedieron- que si encuentra una solución que afiance los intereses
bolivianos, tal como se expresan a principios del siglo XXI, habrá logrado
consolidar la unidad de la nación. La relación de fuerzas con su interlocutor
le es ciertamente desfavorable, pero cuenta con la simpatía de la comunidad
internacional, deseosa de que Bolivia se reencuentre de una vez con su futuro.
En adelante todo dependerá de la
serenidad y lucidez de los siguientes
negociadores e interlocutores, que sin duda tendrán de trabajar sin
prisa y sin pausa para dar vuelta una página dolorosa de la historia chilena,
boliviana y latinoamericana.
Bibliografía consultada: José de Mesa y otros, Historia
de Bolivia, La Paz, 2001, Ed. Gisbert. J. Valerie Fifer, Bolivia,
Buenos Aires, Ed. Francisco de Aguirre SA, 1976. Mario Barros Van Buren,
Historia Diplomática de Chile, Santiago, Ed. Andrés Bello, 2ª edición,
1990. Edmundo Pérez Yoma, Una misión: las trampas de la relación
chileno-boliviana, Santiago, Ramdon House Mondadori, 2004. Oscar
Pinochet de la Barra, Chile y Bolivia: ¡hasta cuándo!, Santiago,
2004, Ediciones LOM.
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