CLAVES
nº 148 mayo 2006
Liderazgos
En los últimos
meses ha crecido en múltiples ámbitos la preocupación por el desconcierto que
exuda la realidad política latinoamericana. La democracia, nunca consolidada
plenamente en la región como sistema institucional, ha resurgido de sus cenizas
desde los años ‘80, agotada la ola militarista -tolerada si no inspirada- por
una Casa Blanca decidida a finiquitar a su contraparte estratégica. La caída
indetenible de la URSS y la consagración norteamericana como potencia unipolar
modificó la escena mundial, aunque estableció un orden internacional más justo
y solidario. La resistencia a esa unipolaridad es demasiado fuerte como para
cristalizar una pax americana que
dure mil años; lo comprueba el atolladero de Irak (Claves nº 124, dic./03).
Así, un actor ominoso –el terrorismo irracional- vino a complicar el panorama,
aparejando a nuestro continente un efecto colateral obvio: el desinterés por
una América Latina que -convengamos- nunca fue prioritaria cuando los Estados
Unidos emprendían grandes lances; ya nos ocupamos del asunto en esta revista (“Entre
la venganza y las lecciones de la historia” nº 103, sept./01 y “La
tragedia norteamericana un año después” nº 113 sept./ 02).
Desintegración
Sin embargo el liderazgo brasileño no
ha podido frenar los desentendimientos. En realidad, América Latina nunca logró
integrarse seriamente, de modo que el panorama no varía desde hace medio siglo.
Esta consideración no es exagerada y fácilmente se comprueba con los magros
resultados de emprendimientos tipo ALALC-ALADI, SELA, Comunidad Andina,
Caricom, Mercosur. No es motivo de esta nota analizar tales frustraciones, que
por lo demás reconocen varias causas, aunque sí cabe considerar una, apoyada en
datos de la realidad contundentes, válida para entender ese proceso inconcluso
tan alejado del paradigma europeo.
La fragilidad institucional tampoco es única
razón de los fracasos (nuestras democracias son “legales” pero nadie se
animaría a asegurar que 100 % “legítimas”), sino la miopía de dirigencias que
nunca asumieron que una suma de pobrezas no hace riqueza. Dicho de otro modo,
nuestros países, por las razones que fuere en cada caso, no lograron completar
el ciclo de integración nacional previa, que no es solo físico-espiritual sino
también económica, y en los cuales una burguesía nacional sólida y comprometida
con su país era condición para el salto cualitativo del subdesarrollo al
desarrollo. Los casos de Brasil y Méjico, aún con sus imperfecciones y
falencias, comprueban esta hipótesis comparándolos con el resto. No incluimos a
Chile pues por sus dimensiones de escala puede llegar a influir mucho y bien en
diversos campos, pero no a decidir.
La revancha de los años ‘90
Para ser justos, pobreza, desequilibrio y
corrupción son un flagelo continental. Y es también un dato objetivo que las
derivaciones políticas de las recetas económicas inspiradas en el Consenso de
Washington (v. Claves nº 105, nov./01), impactaron en nuestros sistemas
institucionales apenas recuperados. Las recetas del FMI sirvieron para que los
mandatarios modelo siglo XXI, ataviados con ropaje progresista e identificados
con una izquierda socialdemócrata antes que marxista, buscaran revancha. De
hecho, la presión proveniente de los organismos multilaterales de crédito y de
buena parte de las economías desarrolladas exportadoras de capitales (muchas de
ellas gobernadas... por socialdemócratas), no releva de responsabilidad a las
dirigencias nativas incapaces de proponer proyectos atenidos a cada interés
nacional. Por eso hubo Menem, Fujimori o Banzer-Sánchez de Losada, variaciones
tipo Frei-Lagos y Cardoso-Lula. Todos ellos, mutatis mutandi, aplicaron recetas similares, aunque Fox no se
desprendió de Pemex ni Cardoso o Da Silva de Petrobrás; sí acá.
El triunfo de
Lula y el acceso de Kirchner a la presidencia argentina, más la consolidación
de la línea Lagos-Bachelet, un Chávez reafirmado tras el fracasado putsch
de hace unos años y recientemente Evo Morales, hicieron suponer de un modo algo
mecánico que al fin América Latina se había reencontrado con su destino de
liberación. Sin embargo, las peleas de todos contra todos provienen de
situaciones conflictivas con raíces profundas, que responden a rémoras
estructurales aún no erradicadas y en las que en realidad la ideología tiene
poco que ver.
A todo esto, a Da Silva le salió un challenger
que no es otro que el propio Hugo Chávez, quien parado sobre sus petrodólares
avanza impetuoso injiriendo en las próximas presidenciales mejicanas a favor de
Andrés López Obrador, por Ollanta Humala en Perú, después de haberlo hecho por
Evo (en una suerte de alianza de izquierda que opera como maniobra de pinzas
hidrocarburífera contra Lula).
Causa pendientes y nuevos problemas
Si bien persisten en América los indicadores
del subdesarrollo y a causa de ellos son más las cosas que nos unen que las que
nos separan, existen viejas disputas insolubles que, de no encararse y
resolverse a mediano plazo, la situación se verá tan complicada que lo único
que pueda salvarnos sea ¡el ALCA! Aparte de miopes y torpes, nuestros gobernantes
no podrán así detener el avance de acuerdos bilaterales: a Chile se sumó
Uruguay, seguirá Paraguay y Perú; Ecuador está en lista de espera por el
entredicho con la empresa norteamericana Oxy, ocurrido a mediados de este mes.
Colombia hace rato que depende de Estados Unidos y Méjico ni qué decir (para
ampliar, ver “México, a vuelo de pájaro”, nº 144, dic./05).
Aparte de los males comunes, subsisten
antiguos problemas que afloran a la superficie cada vez que las necesidades
políticas internas requieren menearlos; todos poseen potencialidad
perturbadora. Por caso los problemas limítrofes entre Chile y Perú por la
indefinición de su frente lateral marítimo. El diferendo entre Perú y Ecuador
por el límite suroriental de la Cordillera del Cóndor, el cual, resuelto ya por
el laudo de los países garantes -Argentina, Brasil, Chile y EE.UU- en octubre
de 1998, mantiene activos los recelos producidos por cuatro acciones militares
en medio siglo.
Bolivia perdió la Guerra del Pacífico
y en consecuencia su litoral marítimo. Desde el interregno de Carlos Mesa viene
reclamando una salida a través de acciones diplomáticas en organizaciones
internacionales; de acuerdo a los tratados vigentes, no puede acordar
directamente con Chile sin la participación de Perú (“Bolivia y el mar”, nº
146 marzo/06). Tampoco olvida Bolivia lo que considera el despojo del Acre
por parte de Brasil; ¿exhumará Evo este asunto? Venezuela reclama a Guyana el
territorio del río Esequibo; con Colombia debe delimitar los espacios marítimos
en el Golfo de Venezuela sobre la península de Guajira.
A estos viejos temas se agregan los
“modernos”, como la absurda disputa argentino-uruguaya por las plantas de Fray
Bentos. La crisis argentino-chilena por la reducción del suministro de gas
boliviano, cuestión que recrudecerá cuando nuestro país intente trasladar a
Chile el aumento del gas boliviano, cuyo precio incrementará en un 65 %. Chávez
y Toledo se enemistaron al punto del retiro de embajadores a raíz del apoyo del
venezolano a la candidatura de Humala (“Las elecciones en Perú”, nº 147,
abr./06); de rebote la ligó Alan García, contrincante para la segunda
vuelta. Kirchner y Da Silva tienen un compromiso no escrito con Washington para
sosegar a un Chávez cada vez más inmanejable. Un Brasil desbordado ve amenazada
su posición por la dependencia del gas boliviano (30 % de su consumo interno) y
del petróleo venezolano. Paraguay y Uruguay prácticamente se están yendo el
Mercosur.
En semejante marco, hay una situación que
incide fuerte en los avatares políticos de Latinoamérica: el factor Colombia (“Colombia:
el reencuentro de la historia”, nº 85 nov./99 y “La vecindad de Colombia”, nº
86 dic./99). Desde una perspectiva general, gran parte de la tensión tiene
allí su origen. No sólo por la incidencia interna de más de cuarenta años de
guerra civil, sino por el efecto dominó que empujan guerrilla y narcotráfico.
Cuando en diciembre de 2004 Rodrigo Granda, referente de las FARC, fue detenido
en Venezuela por agentes colombianos. La tensión entre los dos países llegó a
tal extremo que Chávez no vaciló en amenazar con el uso de la fuerza; el
gobierno de Álvaro Uribe a su vez acusa a Caracas de proteger a los
guerrilleros que se refugian en territorios vecinos. El mismo conflicto está
sucediendo con las incursiones de las FARC en selvas brasileñas y ecuatorianas.
De esto no se habla mucho, pero se trata de un elemento perturbador hasta ahora
insoluble para los países involucrados.
Colombia no es solo guerrilla marxista,
también están los paramilitares y narcotraficantes, en un ménage à
trois difícil de controlar. Estados
Unidos, el gran ausente omnipresente, monitorea América Latina desde la atalaya
colombiana. Para su seguridad nacional, el apoyo al Plan Colombia -iniciado en
2000 para erradicar el tráfico de droga- se ha extendido al Plan Patriota, cuyo
objetivo acabar con una redefinida subversión “terrorista”. El apoyo militar y
económico que otorga el gobierno norteamericano ocasiona recelos en Venezuela,
recientemente castigada por la Casa Blanca que le negó un crédito para la
compra de armas. Chávez está molesto no tanto por cuestiones ideológicas sino
porque las inquietas son los altos mandos venezolanos, verdadero sustento
político del ex coronel.
A causa de este desbarajuste ha surgido un
serio problema social: la emigración de campesinos colombianos, soltados de la
mano de Dios, a las fronteras ecuatoriana y brasileña, tema en conocimiento y
preocupación del Alto Comisionado de Naciones Unidas para Refugiados. La lista
podría aumentarse con otros datos tan lacerantes como los expuestos. Pero,
¿para qué más? ¡Ay, Patria mía!
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