CLAVES
Nº 149 Junio de 2006
A principios de mayo, un jurado de Houston
declaró a Kenneth Lay y Jeffrey Skilling, caras visibles de Enron, “culpables
de mendacidad, conspiración y fraude”. La sentencia fue resultado de un pedido
de protección de bancarrota previsto en la Bankruptcy
Reform Act, a principios de diciembre de 2002. El descalabro
económico-financiero escondía una deuda tramposa de 30 mil millones de dólares
e involucraba a todo el grupo económico. La defraudación dejó en la calle a
miles personas y a muchos miles más de ahorristas, la mayoría empleados de la
propia empresa que perdieron sus fondos de pensión.
El crecimiento de la empresa deslumbraba al
mundo empresario en Estados Unidos y en alrededor de cuarenta países, operando
gasoductos en Argentina (Transportadora Gas del Sur), Bolivia, Brasil y
Colombia. En su ápice -año 2000- el holding controlaba 3.000 sociedades,
empleaba más de 20.000 personas y facturaba u$ 10.000 millones anuales. Al
asumir EC su cruda realidad en diciembre de 2001, sus acciones valían 5
centavos contra los 84 dólares de su época de esplendor apenas un año antes.
Si bien las causas de la caída de Enron
todavía son motivo de investigación y debate en distintos niveles, una muy
importante fue el fracaso de los controles públicos. Para colmos, una de las
grandes consultoras empresarias del país y auditora de EC -Arthur Andersen
& Co.- se implicó al nivel de complicidad, enfrentando sus referentes
cargos por destrucción de documentación.
El calor político puede ser muy útil para
incubar negocios, aunque muchas veces la soberbia impide controlar la
temperatura. A pesar de la vinculación con el poder político, el nivel del
desfalco no pudo evitar los controles de la Comisión de Seguridades y Comercio
y de la Comisión Central de Mercados Bursátiles, pues en Estados Unidos la de
quiebras es legislación federal. Cuando el Departamento de Justicia comenzó la
investigación penal (manipular registros, obstruir investigaciones, defraudar
accionistas, ocultar o destruir papeles de trabajo), la farsa contable derrumbó
a la multinacional como un castillo de naipes. En enero de 2002 las acciones
fueron retiradas de la Bolsa de Nueva York y ese mismo mes el Congreso inició
otra investigación demandando a la administración de Bush (hijo), para que
entregue información sobre las vinculaciones de varias primeras espadas del
gobierno republicano con EC (la lista involucra a gente como John Ashcroft, Don
Evans, Lawrence Lindsay, Carl Rove y
Robert Zoelick).
La sentencia fue apelada pero,
mientras se abre esa instancia, Lay, Skilling y algún otro, deberán esperar en
prisión. Las sanciones penales -coinciden observadores- conllevan un claro
mensaje de y para la comunidad de negocios: en un sistema capitalista, engañar
a la confianza pública significa disparar al corazón del sistema financiero.
Capitalismo salvaje
Este tipo de escándalos son recurrentes. Casi
coincidiendo en el tiempo, sucedió un caso simétrico con otra estrella fugaz de
menor dimensión pero rutilante (u$ 64 la acción en su apogeo), la WorldCom,
cuya quiebra se decretó en julio de 2002 por un pasivo de 25.000 millones de
dólares. Al igual que la otra, los auditores eran... de Arthur Andersen &
Co., y las deficiencias contables presentaban también gastos como inversiones,
exageraban ganancias y escondían pérdidas de sociedades no controladas.
Francia, otro ejemplo, tuvo lo suyo con la
caída de Vivendi Universal, el segundo mayor conglomerado mundial de
comunicaciones, que reconoció un pasivo de € 19.000 millones. O la quiebra de
la italiana Parmalat, acusada de fraudulenta, por balances e informes
falsos, que en diciembre de 2003 dejó un tendal de ahorristas en la calle y un pasivo
de € 14.000 millones. Ese año la empresa tenía 36.000 empleados en 30 países.
Mario Diament, en una nota publicada en La
Nación (“El caso Enron y una condena a la cultura corporativa”, 27/05/06, pág.
5), recordaba a Iván Boesky, un operador de bolsa que en los ‘80 fue condenado
a prisión y a una multa de 100 millones de dólares por haber protagonizado “uno
de los mayores escándalos del tráfico de información del mercado de valores
norteamericano”. La filosofía de Boesky, por aquellos años gurú de las
finanzas, se basaba simplemente en la codicia y así lo había asumido desde su
graduación: “La codicia es saludable.
Uno puede ser codicioso y sentirse muy bien consigo mismo”. Diament colocó a
Lay y a Skilling en esa misma línea de pensamiento.
Esos sucesos nocivos sacuden gobiernos y
economías, transformándose en un serio problema político. Pero en un mundo en
el cual la brecha entre países ricos y pobres se profundiza constantemente, en
el que las 2/3 partes de la población mundial se halla bajo la línea de
pobreza, en que la globalización aún se entiende en términos de ‘fin de la
historia’, no extrañe que la resultante sea un severo enjuiciamiento al
capitalismo.
Por cierto, el capitalismo tiene para llenar varios
capítulos de otra historia universal de la infamia. Desde que los excedentes de
exportación originaron la acumulación de capital, revueltas sociales y guerras
encontraron explicación en el imperialismo, fase superior del capitalismo,
según reflexionaba Lenin en Zurich, durante la primavera de 1916. Las
reacciones contra los excesos fueron paralelas a ellos e impactaron no solo en
el plano económico (un hito fue, sin dudas, la Encíclica Rerum Novarum
de León XIII, publicada en mayo de 1891). Desde entonces la ideología condensó
una fórmula [capitalismo = imperialismo = perversidad], que se grabó en la
conciencia de los pueblos más pobres y retrasados. No obstante, el marxismo
terminó siendo un teorema de comprobación del capitalismo y el sistema que
inspiró no fue una opción perdurable, fracasando como experiencia histórica al
desaparecer la URSS y caer el muro de Berlín.
Samir Amín, por citar un objetor, en su ensayo El
capitalismo en la era de la globalización (Paidós, Bs. As., 1997:17) ha
considerado que en estos tiempos hay dos elementos nuevos que caracterizan al
sistema mundial: la erosión del estado-nación (que implica la “desaparición del
vínculo entre la esfera de la reproducción y la de la acumulación”) y la gran
fractura entre un centro industrializado y las regiones periféricas no industrializadas.
En este agravado contexto, el capitalismo necesariamente se presenta ahora de
otra manera, en cinco monopolios: el tecnológico, el control de mercados
financieros, el acceso monopólico a los recursos naturales, el de los medios de
comunicación y el de las armas de destrucción masiva. Amín propone una
perspectiva de socialismo mundial con las mismas herramientas de la gestión
económica capitalista. Entonces, ¿quiere decir que no estamos condenados a la
perversidad económica?
A todo esto, ¿qué es capitalismo salvaje? Juan
Pablo II se animó a definirlo en un discurso dirigido a los habitantes de una
favela en octubre de 1991: sus “[...] notas dominantes son la búsqueda
desenfrenada de la ganancia, unida al desprecio por los valores primordiales del
trabajo y por la dignidad del trabajador. Frecuentemente esta búsqueda está
acompañada por la corrupción de los poderes públicos y la difusión de fuentes
impropias de enriquecimiento y de ganancias fáciles, fundadas en actividades
ilegales [...]”. Este aleccionador mensaje, desde luego, no tiene tanto que ver
con la ciencia económica sino que apunta al devaluado plano de los valores. Si
admitimos que hay niveles de capitalismo ‘no salvaje’, entonces hay esperanza.
Codicia no es solo “afán excesivo de riqueza”, sino poner a la ganancia como
fin absoluto y a la par degradar el trabajo humano: ¿hay forma, acaso, de
compatibilizar el afán de lucro con la responsabilidad social?
Pequeñas reacciones, grandes resultados.
Han
habido tenues reacciones en el transcurso del último siglo, dentro de las
reglas de juego del capitalismo. Al virar el eje del conflicto estratégico de
este-oeste a norte-sur, los países subdesarrollados presionaron en el seno de
la ONU la creación de un Nuevo Orden Económico Internacional (NOEI), por medio
de las resoluciones 3201 y 3202 (abril-mayo 1974) de la Asamblea General, que
en cierto modo significaba proclamar por decreto el fin de las desigualdades.
En ese clima, Méjico promovió una Carta de Derechos y Deberes Económicos de los
Estados (res. AG 3362, dic./74), a las que se sumaron los códigos de conducta
para empresas multinacionales. Éstos últimos, promovidos por la UNCTA, OCDE,
OIT y la Unión Europea, son de adhesión voluntaria, pero cada vez más empresas
se adhieren a sus postulados. Incluso el FMI desde la época en que lo dirigía
Michel Camdessus, empezó a considerar la dimensión social de sus propuestas,
más allá de la efectividad de las mismas.
Recientemente está difundiéndose y adquiriendo
importancia la Responsabilidad Social Empresaria (RES), que poco a poco se
afirma en las políticas de los Estados Unidos, Canadá y la Unión Europea. No se
trata, dicen sus mentores, de una cuestión filantrópica ni de un gasto social,
sino de una nueva manera de considerar la actividad empresaria, basada en los
criterios que impulsaron el NOEI, es decir protección del ambiente, desarrollo
y derechos humanos. Esta suerte de “contrato social corporativo” no reniega de
las reglas de la economía clásica, pero busca equidad en las transacciones haciendo
hincapié en la responsabilidad empresaria. Si existe una ética empresaria, el
planteo es una veta interesante para seguir profundizando (“Responsabilidad
empresaria”, La Nación, Comercio Exterior, pgs. 1-4-5, 02/05/06).
Siguiendo esa misma idea de revalorizar la
responsabilidad empresaria, también viene abriendo su camino el concepto del
“comercio justo”, orientado básicamente a micro emprendimientos. Según datos
confiables, los productos involucrados en él (artesanías y alimentos orgánicos)
ya tienen 50.000 puntos de venta en Europa y 20.000 en Estados Unidos, y una
entidad internacional encargada de certificar el origen de la mercadería. Un
informe indica que el 47 % de las bananas, el 28 % de las flores y el 9 % del
azúcar que se consumen en Suiza provienen de este sistema de fair trade. Desde
el año 2000, las ventas por este sistema crecen a razón de un 20 % anual (“El
auge del comercio justo”, La Nación, Comercio Exterior, pgs. 6-8,
23/05/06).
En consonancia con estas líneas de acción, la
Organización Internacional del Trabajo está promoviendo un sistema de “empleo
decente”, partiendo de la base que “generar empleo sin considerar su calidad y
los niveles de protección social a los
que permite acceder, no conduce al progreso” (v. “Una receta para el empleo
decente”, La Nación, Sec. Economía, p. 3, 07/05/05). Para la OIT,
América Latina es uno de los peores lugares del mundo para trabajar, existiendo
un déficit de empleo decente de 126 millones de puestos de trabajo. La única
forma de empezar a revertir esta tendencia negativa, es hacer crecer la
economía de una manera sostenida por lo menos al 5 % durante 10 años.
Todo lo expuesto hasta acá implica, sin duda,
un cambio cultural, cuyos frutos -ya se sabe- se cosechan a largo plazo. Pero
para empezar no está mal; es una manera de abrir paso a una economía más
equitativa y solidaria.
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