24 de junio de 2006

El Caso ENRON y el Capitalismo Salvaje

CLAVES Nº 149 Junio de 2006
                                                                               
Una estrella, deletérea y fugaz.

A principios de mayo, un jurado de Houston declaró a Kenneth Lay y Jeffrey Skilling, caras visibles de Enron, “culpables de mendacidad, conspiración y fraude”. La sentencia fue resultado de un pedido de protección de bancarrota previsto en la Bankruptcy Reform Act, a principios de diciembre de 2002. El descalabro económico-financiero escondía una deuda tramposa de 30 mil millones de dólares e involucraba a todo el grupo económico. La defraudación dejó en la calle a miles personas y a muchos miles más de ahorristas, la mayoría empleados de la propia empresa que perdieron sus fondos de pensión.

Enron Corporation (EC) fue una estrella fugaz en el firmamento de las gigantes norteamericanas; en quince años llegó a ser el séptimo holding más poderoso de los Estados Unidos. Surgió en julio de 1985 de la fusión de una empresa texana -la Houston Natural Gas- con otra de Nebraska -Internorth-, para explotar un gasoducto de más de 55.000 kilómetros de extensión. El crecimiento espectacular de EC se debió a la desregulación del mercado de gas natural, dispuesta en 1989 por la administración de George Bush (padre). Esa medida permitió colocar al producto como un commoditie por medio de un sistema de transacción de cupos de gas por internet. En poco tiempo la empresa se constituyó en el principal operador del rubro en Estados Unidos y Gran Bretaña. Y como en esos niveles los negocios se mezclan fácilmente con la política, Lay se transformó en el referente de la política energética norteamericana en esos años de expansión e inescrupulosidad (‘Kenny Boy’ y sus socios aportaron fondos para las campañas de ambos Bush).

El crecimiento de la empresa deslumbraba al mundo empresario en Estados Unidos y en alrededor de cuarenta países, operando gasoductos en Argentina (Transportadora Gas del Sur), Bolivia, Brasil y Colombia. En su ápice -año 2000- el holding controlaba 3.000 sociedades, empleaba más de 20.000 personas y facturaba u$ 10.000 millones anuales. Al asumir EC su cruda realidad en diciembre de 2001, sus acciones valían 5 centavos contra los 84 dólares de su época de esplendor apenas un año antes.

Si bien las causas de la caída de Enron todavía son motivo de investigación y debate en distintos niveles, una muy importante fue el fracaso de los controles públicos. Para colmos, una de las grandes consultoras empresarias del país y auditora de EC -Arthur Andersen & Co.- se implicó al nivel de complicidad, enfrentando sus referentes cargos por destrucción de documentación.

El calor político puede ser muy útil para incubar negocios, aunque muchas veces la soberbia impide controlar la temperatura. A pesar de la vinculación con el poder político, el nivel del desfalco no pudo evitar los controles de la Comisión de Seguridades y Comercio y de la Comisión Central de Mercados Bursátiles, pues en Estados Unidos la de quiebras es legislación federal. Cuando el Departamento de Justicia comenzó la investigación penal (manipular registros, obstruir investigaciones, defraudar accionistas, ocultar o destruir papeles de trabajo), la farsa contable derrumbó a la multinacional como un castillo de naipes. En enero de 2002 las acciones fueron retiradas de la Bolsa de Nueva York y ese mismo mes el Congreso inició otra investigación demandando a la administración de Bush (hijo), para que entregue información sobre las vinculaciones de varias primeras espadas del gobierno republicano con EC (la lista involucra a gente como John Ashcroft, Don Evans, Lawrence Lindsay,  Carl Rove y Robert Zoelick).

La sentencia fue apelada pero, mientras se abre esa instancia, Lay, Skilling y algún otro, deberán esperar en prisión. Las sanciones penales -coinciden observadores- conllevan un claro mensaje de y para la comunidad de negocios: en un sistema capitalista, engañar a la confianza pública significa disparar al corazón del sistema financiero.

Capitalismo salvaje

Este tipo de escándalos son recurrentes. Casi coincidiendo en el tiempo, sucedió un caso simétrico con otra estrella fugaz de menor dimensión pero rutilante (u$ 64 la acción en su apogeo), la WorldCom, cuya quiebra se decretó en julio de 2002 por un pasivo de 25.000 millones de dólares. Al igual que la otra, los auditores eran... de Arthur Andersen & Co., y las deficiencias contables presentaban también gastos como inversiones, exageraban ganancias y escondían pérdidas de sociedades no controladas.

Francia, otro ejemplo, tuvo lo suyo con la caída de Vivendi Universal, el segundo mayor conglomerado mundial de comunicaciones, que reconoció un pasivo de € 19.000 millones. O la quiebra de la italiana Parmalat, acusada de fraudulenta, por balances e informes falsos, que en diciembre de 2003 dejó un tendal de ahorristas en la calle y un pasivo de € 14.000 millones. Ese año la empresa tenía 36.000 empleados en 30 países.

Mario Diament, en una nota publicada en La Nación (“El caso Enron y una condena a la cultura corporativa”, 27/05/06, pág. 5), recordaba a Iván Boesky, un operador de bolsa que en los ‘80 fue condenado a prisión y a una multa de 100 millones de dólares por haber protagonizado “uno de los mayores escándalos del tráfico de información del mercado de valores norteamericano”. La filosofía de Boesky, por aquellos años gurú de las finanzas, se basaba simplemente en la codicia y así lo había asumido desde su graduación: “La  codicia es saludable. Uno puede ser codicioso y sentirse muy bien consigo mismo”. Diament colocó a Lay y a Skilling en esa misma línea de pensamiento.

Esos sucesos nocivos sacuden gobiernos y economías, transformándose en un serio problema político. Pero en un mundo en el cual la brecha entre países ricos y pobres se profundiza constantemente, en el que las 2/3 partes de la población mundial se halla bajo la línea de pobreza, en que la globalización aún se entiende en términos de ‘fin de la historia’, no extrañe que la resultante sea un severo enjuiciamiento al capitalismo.

Por cierto, el capitalismo tiene para llenar varios capítulos de otra historia universal de la infamia. Desde que los excedentes de exportación originaron la acumulación de capital, revueltas sociales y guerras encontraron explicación en el imperialismo, fase superior del capitalismo, según reflexionaba Lenin en Zurich, durante la primavera de 1916. Las reacciones contra los excesos fueron paralelas a ellos e impactaron no solo en el plano económico (un hito fue, sin dudas, la Encíclica Rerum Novarum de León XIII, publicada en mayo de 1891). Desde entonces la ideología condensó una fórmula [capitalismo = imperialismo = perversidad], que se grabó en la conciencia de los pueblos más pobres y retrasados. No obstante, el marxismo terminó siendo un teorema de comprobación del capitalismo y el sistema que inspiró no fue una opción perdurable, fracasando como experiencia histórica al desaparecer la URSS y caer el muro de Berlín.

Samir Amín, por citar un objetor, en su ensayo El capitalismo en la era de la globalización (Paidós, Bs. As., 1997:17) ha considerado que en estos tiempos hay dos elementos nuevos que caracterizan al sistema mundial: la erosión del estado-nación (que implica la “desaparición del vínculo entre la esfera de la reproducción y la de la acumulación”) y la gran fractura entre un centro industrializado y las regiones periféricas no industrializadas. En este agravado contexto, el capitalismo necesariamente se presenta ahora de otra manera, en cinco monopolios: el tecnológico, el control de mercados financieros, el acceso monopólico a los recursos naturales, el de los medios de comunicación y el de las armas de destrucción masiva. Amín propone una perspectiva de socialismo mundial con las mismas herramientas de la gestión económica capitalista. Entonces, ¿quiere decir que no estamos condenados a la perversidad económica?

A todo esto, ¿qué es capitalismo salvaje? Juan Pablo II se animó a definirlo en un discurso dirigido a los habitantes de una favela en octubre de 1991: sus “[...] notas dominantes son la búsqueda desenfrenada de la ganancia, unida al desprecio por los valores primordiales del trabajo y por la dignidad del trabajador. Frecuentemente esta búsqueda está acompañada por la corrupción de los poderes públicos y la difusión de fuentes impropias de enriquecimiento y de ganancias fáciles, fundadas en actividades ilegales [...]”. Este aleccionador mensaje, desde luego, no tiene tanto que ver con la ciencia económica sino que apunta al devaluado plano de los valores. Si admitimos que hay niveles de capitalismo ‘no salvaje’, entonces hay esperanza. Codicia no es solo “afán excesivo de riqueza”, sino poner a la ganancia como fin absoluto y a la par degradar el trabajo humano: ¿hay forma, acaso, de compatibilizar el afán de lucro con la responsabilidad social?

Pequeñas reacciones, grandes resultados.

Han habido tenues reacciones en el transcurso del último siglo, dentro de las reglas de juego del capitalismo. Al virar el eje del conflicto estratégico de este-oeste a norte-sur, los países subdesarrollados presionaron en el seno de la ONU la creación de un Nuevo Orden Económico Internacional (NOEI), por medio de las resoluciones 3201 y 3202 (abril-mayo 1974) de la Asamblea General, que en cierto modo significaba proclamar por decreto el fin de las desigualdades. En ese clima, Méjico promovió una Carta de Derechos y Deberes Económicos de los Estados (res. AG 3362, dic./74), a las que se sumaron los códigos de conducta para empresas multinacionales. Éstos últimos, promovidos por la UNCTA, OCDE, OIT y la Unión Europea, son de adhesión voluntaria, pero cada vez más empresas se adhieren a sus postulados. Incluso el FMI desde la época en que lo dirigía Michel Camdessus, empezó a considerar la dimensión social de sus propuestas, más allá de la efectividad de las mismas.

Recientemente está difundiéndose y adquiriendo importancia la Responsabilidad Social Empresaria (RES), que poco a poco se afirma en las políticas de los Estados Unidos, Canadá y la Unión Europea. No se trata, dicen sus mentores, de una cuestión filantrópica ni de un gasto social, sino de una nueva manera de considerar la actividad empresaria, basada en los criterios que impulsaron el NOEI, es decir protección del ambiente, desarrollo y derechos humanos. Esta suerte de “contrato social corporativo” no reniega de las reglas de la economía clásica, pero busca equidad en las transacciones haciendo hincapié en la responsabilidad empresaria. Si existe una ética empresaria, el planteo es una veta interesante para seguir profundizando (“Responsabilidad empresaria”, La Nación, Comercio Exterior, pgs. 1-4-5, 02/05/06).

Siguiendo esa misma idea de revalorizar la responsabilidad empresaria, también viene abriendo su camino el concepto del “comercio justo”, orientado básicamente a micro emprendimientos. Según datos confiables, los productos involucrados en él (artesanías y alimentos orgánicos) ya tienen 50.000 puntos de venta en Europa y 20.000 en Estados Unidos, y una entidad internacional encargada de certificar el origen de la mercadería. Un informe indica que el 47 % de las bananas, el 28 % de las flores y el 9 % del azúcar que se consumen en Suiza provienen de este sistema de fair trade. Desde el año 2000, las ventas por este sistema crecen a razón de un 20 % anual (“El auge del comercio justo”, La Nación, Comercio Exterior, pgs. 6-8, 23/05/06).

En consonancia con estas líneas de acción, la Organización Internacional del Trabajo está promoviendo un sistema de “empleo decente”, partiendo de la base que “generar empleo sin considerar su calidad y los niveles de protección social a  los que permite acceder, no conduce al progreso” (v. “Una receta para el empleo decente”, La Nación, Sec. Economía, p. 3, 07/05/05). Para la OIT, América Latina es uno de los peores lugares del mundo para trabajar, existiendo un déficit de empleo decente de 126 millones de puestos de trabajo. La única forma de empezar a revertir esta tendencia negativa, es hacer crecer la economía de una manera sostenida por lo menos al 5 % durante 10 años.

Todo lo expuesto hasta acá implica, sin duda, un cambio cultural, cuyos frutos -ya se sabe- se cosechan a largo plazo. Pero para empezar no está mal; es una manera de abrir paso a una economía más equitativa y solidaria.

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