Revista Claves nº 170 – Junio 2008
“Israel nació deslizándose por una
brecha histórica fortuita, que se abrió brevemente durante unos pocos meses de
1947-1948. Eso también fue suerte; o la providencia.” (Paul Johnson, La historia de los judíos, 2003:626).
En numerosas notas publicadas en Claves presentamos la problemática
de Medio Oriente abordándola por lo general desde su nudo gordiano, la
“cuestión palestina”, analizando las expectativas, alternativas, marchas y contramarchas
de un enfrentamiento ancestral potenciado a fines de los ’40 del siglo pasado.
Seguir en esta inercia estéril de las bofetadas recíprocas, la trampa del
talión, no augura nada bueno ni nuevo. Árabes e israelíes, unidos por la
condición semita y la tradición de Isaac e Ismael, poseen no obstante
percepciones y concepciones contrapuestas, que se ven reflejadas al momento de
negociar. Y si a los segundos se les puede achacar intransigencia, a los
primeros habría que reprocharles su congénita incapacidad para acordar en
distintas oportunidades durante el último medio siglo. El sempiterno conflicto
entre israelíes y palestinos posee cantidad de componentes históricos (o sea factores
políticos, sociales y económicos raigales) y una dinámica propia que desborda
cualquier promesa o intento de solución en el corto y, quizás, mediano plazos.
Y para el largo, ¿quién sabe? Pero ninguna propuesta de salida será factible si
no pasa por el reconocimiento mutuo y previo del respectivo derecho a la
existencia como estados formales, que ambos gobiernos y sus pueblos se deben.
Sin embargo a la altura de esos tiempos resultaba un debate inconducente
oponerse a la creación del nuevo estado, sencillamente porque detrás de aquella
resolución aparecía la inquebrantable decisión de los judíos de regresar al
hogar palestino, o a juntar su diáspora en Eretz Israel la tierra prometida, o
simplemente a poblar y regir un estado sionista. En realidad el Estado de
Israel concluyó un proceso iniciado por Theodor Herzl, líder convocante del
Primer Congreso Sionista Mundial, celebrado en agosto de 1897 en la ciudad de
Basilea. Vale la pena recordar su discurso inaugural y el de su segundo, Max
Nordau, vicepresidente del congreso (v. Veintitrés Internacional, edición
especial, “Amanecer de un Estado”, mayo 2008). Aparte del informe del estado
de situación de los judíos en todo el mundo y de su condición de miseria moral
por las persecuciones (la reunión en Basilea coincide con una de las peores
persecuciones en la Rusia zarista), ambos realizaron una formidable pintura de
época exponiendo con toda claridad y sin ocultamientos “sinárquicos”, por qué
querían y cómo pensaban volver a la patria ancestral (“Colocaremos la primera
piedra del edificio que un día se convertirá en hogar de la nación judía. […]
El sionismo es el retorno al judaísmo y precede el regreso al país de los
judíos […]”, Herzl; “(El judío) tiene la sensación de que el mundo lo aborrece
y no ve ningún lugar en que pueda encontrar cordialidad cuando la busca y anhela”,
Nordau). Incluso la asimilación fue un espejismo, por ende el único lugar
seguro era el gueto: ese hogar que en cierta medida había “diseñado” la
psicología judía, estaba a punto de diluirse para siempre con el ansiado
retorno.
Repasar esos momentos es un modo invalorable de entender el problema de
Palestina y su incidencia en Medio Oriente. Pero el camino empezado con la
convocatoria de Herzl reconoce otros hitos de bastas implicancias políticas,
los cuales son resultante de arduas negociaciones que revelan en buena medida la
incapacidad de las potencias de entonces para abordar y resolver el “problema
judío”: el acuerdo secreto Sykes-Picot (1916), la Declaración de Arthur Balfour
(1917), el pacto Clemençau-Lloyd George de fines de 1918, la cesión a Gran
Bretaña del mandato sobre Palestina (1920), el informe de la Comisión Peel
(1937) y, concluida la 2ª Guerra, el planteo de la cuestión en 1947 ante la
Asamblea General. En todos esos casos, el pivot del debate era precisamente el
diseño territorial indetenible: la Comisión Peel les concedió el 20 % de las
tierras palestinas, Naciones Unidas el 50 % y, al finalizar la primera guerra
con los árabes, controlaban el 80 %. Cabe aclarar que nunca fue fácil
consensuar criterios entre la dirigencia judía y aún hoy no existe un
pensamiento unívoco.
Más allá de consideraciones geopolíticas (pues cada acción tenía un
objetivo), la transformación del desierto en un vergel tuvo allí caracteres de
epopeya. Eso estaba en la base de la propuesta de Herzl, cuando en Basilea
proponía la vuelta a la agricultura, pues sin ella la colonización no sería
posible. Germán Arciniegas lo retrata bien en su libro Entre el Mar Rojo y el Mar Muerto
(EDASA, 1964). En la actualidad, Israel, por su condición de país más
adelantado y de potencia militar regional (comprobada en tres duras guerras
contra los vecinos árabes: la de 1948 simultánea con la declaración de
independencia, 1967 de los Seis Días y 1973 del Yom Kippur), tiene más que
aportar al proceso de pacificación que los palestinos, más allá de las
tensiones que agregan los sectores duros del Hamas palestino y el Hezbollah
libanés. En tal estado de situación, siempre ilusiona -pese al escepticismo
generalizado- treguas como la que se concedieron a partir del 19 de junio y por
seis meses israelíes y palestinos en la franja de Gaza; aunque es difícil que
puedan acordar soluciones menos efímeras sin asistencia externa.
A poco de sellar su triunfo en las primarias demócratas, Barak Obama
anunció a líderes de la comunidad judía norteamericana que, si accede a la
presidencia de los Estados Unidos, mantendrá invariable el apoyo a Israel. Lo
cual era previsible pues nada hay más inimaginable que un apoyo retaceado a Tel
Aviv: por largo tiempo la Casa Blanca será el otro garante incómodo de una de
las partes en la precaria estabilidad de Palestina y, por extensión, del resto
de Medio Oriente. Será importante, sí, para cualquiera que resulte finalmente
electo presidente, acreditar un alto nivel de compromiso con la pacificación regional
que por extensión se proyecta a la paz mundial. No vemos por ahora otra vía que
la de seguir experimentando la “hoja de ruta” (que involucra además a la ONU,
UE y Rusia), papel ajado por tanto trajín, cuyo resultado principal –e inicio
de otro iter aún inimaginable- debiera
ser la concreción del estado palestino. Mientras tanto EE.UU es vital para
Israel, aunque a la vez una afrenta para el mundo árabe mientras siga manejando
con tanto desatino la cuestión de Irak y sus relaciones con Irán.
Benedicto XVI, en su afán de que Europa no reniegue de su identidad
cristiana en el proceso de construcción de la UE (que no se ha reflejado en la
fallida constitución), expresó en cierta oportunidad: “Europa no es un
continente perfectamente definible en términos geográficos, sino más bien un
concepto cultural e histórico”. Esa idea –nos parece- también es aplicable en
buena medida a Israel y a los judíos, por lo que dieron al mundo occidental a
través de la tradición judeo-cristiana. Derrumbar prevenciones y preconceptos
es una tarea imprescindible y permanente: el estado de Israel es una realidad.
Merece vivir en paz tanto como los palestinos en el mismo suelo.
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