24 de junio de 2008

La nación judía en el Estado de Israel

Revista Claves nº 170 – Junio 2008

“Israel nació deslizándose por una brecha histórica fortuita, que se abrió brevemente durante unos pocos meses de 1947-1948. Eso también fue suerte; o la providencia.” (Paul Johnson, La historia de los judíos, 2003:626).

En numerosas notas publicadas en Claves presentamos la problemática de Medio Oriente abordándola por lo general desde su nudo gordiano, la “cuestión palestina”, analizando las expectativas, alternativas, marchas y contramarchas de un enfrentamiento ancestral potenciado a fines de los ’40 del siglo pasado. Seguir en esta inercia estéril de las bofetadas recíprocas, la trampa del talión, no augura nada bueno ni nuevo. Árabes e israelíes, unidos por la condición semita y la tradición de Isaac e Ismael, poseen no obstante percepciones y concepciones contrapuestas, que se ven reflejadas al momento de negociar. Y si a los segundos se les puede achacar intransigencia, a los primeros habría que reprocharles su congénita incapacidad para acordar en distintas oportunidades durante el último medio siglo. El sempiterno conflicto entre israelíes y palestinos posee cantidad de componentes históricos (o sea factores políticos, sociales y económicos raigales) y una dinámica propia que desborda cualquier promesa o intento de solución en el corto y, quizás, mediano plazos. Y para el largo, ¿quién sabe? Pero ninguna propuesta de salida será factible si no pasa por el reconocimiento mutuo y previo del respectivo derecho a la existencia como estados formales, que ambos gobiernos y sus pueblos se deben.

Y como también lo sostuvimos más de una vez, no puede construirse un estado sobre las ruinas del otro. El Estado de Israel ha cumplido sesenta años desde la formal declaración de independencia, acaecida el 14 de mayo de 1948 en plena azarosa retirada británica del territorio. Un año antes, Naciones Unidas había dado por concluido el mandato clase A (sobre comunidades bajo control del imperio otomano) del Reino Unido en Palestina, asignado a éste en 1920 por la recién creada la Sociedad de las Naciones. Esa decisión fue la menos complicada del debate que, en mayo de 1947, llevó a cabo el pleno de la Asamblea General. Había en ella dos posturas: una mayoritaria aprobando la partición entre un estado judío y otro árabe; la minoritaria proponiendo un estado binacional federado. Criticada tanto en sus aspectos políticos como jurídicos, lo resuelto reflejaba no solo la puja de las grandes potencias industriales (sobre todo EUA, Francia y el RU) por el acceso a las rutas del petróleo, sino -por cierto- las tensiones del orden bipolar emergente. P. Johnson comenta que, para alguna dirigencia norteamericana, si Roosevelt hubiera vivido un tiempo más Israel no habría existido como estado; Truman, en cambio, necesitado del voto judío, no vaciló en reconocerlo de inmediato. Stalin, que  había empezado antisionista, terminó apoyando la creación del estado de Israel, convencido de que se sumaría al bloque socialista. Con el tiempo el Kremlim viró su posición y se constituyó hasta la fecha en un garante incómodo de los países árabes.

Sin embargo a la altura de esos tiempos resultaba un debate inconducente oponerse a la creación del nuevo estado, sencillamente porque detrás de aquella resolución aparecía la inquebrantable decisión de los judíos de regresar al hogar palestino, o a juntar su diáspora en Eretz Israel la tierra prometida, o simplemente a poblar y regir un estado sionista. En realidad el Estado de Israel concluyó un proceso iniciado por Theodor Herzl, líder convocante del Primer Congreso Sionista Mundial, celebrado en agosto de 1897 en la ciudad de Basilea. Vale la pena recordar su discurso inaugural y el de su segundo, Max Nordau, vicepresidente del congreso (v. Veintitrés Internacional, edición especial, “Amanecer de un Estado”, mayo 2008). Aparte del informe del estado de situación de los judíos en todo el mundo y de su condición de miseria moral por las persecuciones (la reunión en Basilea coincide con una de las peores persecuciones en la Rusia zarista), ambos realizaron una formidable pintura de época exponiendo con toda claridad y sin ocultamientos “sinárquicos”, por qué querían y cómo pensaban volver a la patria ancestral (“Colocaremos la primera piedra del edificio que un día se convertirá en hogar de la nación judía. […] El sionismo es el retorno al judaísmo y precede el regreso al país de los judíos […]”, Herzl; “(El judío) tiene la sensación de que el mundo lo aborrece y no ve ningún lugar en que pueda encontrar cordialidad cuando la busca y anhela”, Nordau). Incluso la asimilación fue un espejismo, por ende el único lugar seguro era el gueto: ese hogar que en cierta medida había “diseñado” la psicología judía, estaba a punto de diluirse para siempre con el ansiado retorno.

Repasar esos momentos es un modo invalorable de entender el problema de Palestina y su incidencia en Medio Oriente. Pero el camino empezado con la convocatoria de Herzl reconoce otros hitos de bastas implicancias políticas, los cuales son resultante de arduas negociaciones que revelan en buena medida la incapacidad de las potencias de entonces para abordar y resolver el “problema judío”: el acuerdo secreto Sykes-Picot (1916), la Declaración de Arthur Balfour (1917), el pacto Clemençau-Lloyd George de fines de 1918, la cesión a Gran Bretaña del mandato sobre Palestina (1920), el informe de la Comisión Peel (1937) y, concluida la 2ª Guerra, el planteo de la cuestión en 1947 ante la Asamblea General. En todos esos casos, el pivot del debate era precisamente el diseño territorial indetenible: la Comisión Peel les concedió el 20 % de las tierras palestinas, Naciones Unidas el 50 % y, al finalizar la primera guerra con los árabes, controlaban el 80 %. Cabe aclarar que nunca fue fácil consensuar criterios entre la dirigencia judía y aún hoy no existe un pensamiento unívoco.

Más allá de consideraciones geopolíticas (pues cada acción tenía un objetivo), la transformación del desierto en un vergel tuvo allí caracteres de epopeya. Eso estaba en la base de la propuesta de Herzl, cuando en Basilea proponía la vuelta a la agricultura, pues sin ella la colonización no sería posible. Germán Arciniegas lo retrata bien en su libro Entre el Mar Rojo y el Mar Muerto (EDASA, 1964). En la actualidad, Israel, por su condición de país más adelantado y de potencia militar regional (comprobada en tres duras guerras contra los vecinos árabes: la de 1948 simultánea con la declaración de independencia, 1967 de los Seis Días y 1973 del Yom Kippur), tiene más que aportar al proceso de pacificación que los palestinos, más allá de las tensiones que agregan los sectores duros del Hamas palestino y el Hezbollah libanés. En tal estado de situación, siempre ilusiona -pese al escepticismo generalizado- treguas como la que se concedieron a partir del 19 de junio y por seis meses israelíes y palestinos en la franja de Gaza; aunque es difícil que puedan acordar soluciones menos efímeras sin asistencia externa.

A poco de sellar su triunfo en las primarias demócratas, Barak Obama anunció a líderes de la comunidad judía norteamericana que, si accede a la presidencia de los Estados Unidos, mantendrá invariable el apoyo a Israel. Lo cual era previsible pues nada hay más inimaginable que un apoyo retaceado a Tel Aviv: por largo tiempo la Casa Blanca será el otro garante incómodo de una de las partes en la precaria estabilidad de Palestina y, por extensión, del resto de Medio Oriente. Será importante, sí, para cualquiera que resulte finalmente electo presidente, acreditar un alto nivel de compromiso con la pacificación regional que por extensión se proyecta a la paz mundial. No vemos por ahora otra vía que la de seguir experimentando la “hoja de ruta” (que involucra además a la ONU, UE y Rusia), papel ajado por tanto trajín, cuyo resultado principal –e inicio de otro iter aún inimaginable- debiera ser la concreción del estado palestino. Mientras tanto EE.UU es vital para Israel, aunque a la vez una afrenta para el mundo árabe mientras siga manejando con tanto desatino la cuestión de Irak y sus relaciones con Irán.

Benedicto XVI, en su afán de que Europa no reniegue de su identidad cristiana en el proceso de construcción de la UE (que no se ha reflejado en la fallida constitución), expresó en cierta oportunidad: “Europa no es un continente perfectamente definible en términos geográficos, sino más bien un concepto cultural e histórico”. Esa idea –nos parece- también es aplicable en buena medida a Israel y a los judíos, por lo que dieron al mundo occidental a través de la tradición judeo-cristiana. Derrumbar prevenciones y preconceptos es una tarea imprescindible y permanente: el estado de Israel es una realidad. Merece vivir en paz tanto como los palestinos en el mismo suelo.

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