24 de mayo de 2009

Los acuerdos de Bretton Woods y lo que viene


Revista Claves nº 179 – mayo de 2009

Claves publicó en el número anterior varias opiniones sobre la complicada crisis financiera internacional; entre ellas la de este columnista. Como hay problema para rato, en esta ocasión es oportuno refrescar a los lectores el origen de los tan mentados Acuerdos y cuándo y porqué entraron en crisis.
                                                                                     
¿Cómo fue esa historia? Mientras las trincheras se coagulaban en distintos frentes de batalla, a partir de 1941 la diplomacia de los catorce países aliados (Argentina no estaba entre ellos) fue negociando en varias conferencias multilaterales un nuevo orden político para el mundo, expresado en la Carta de la ONU, suscripta en San Francisco abril de 1945. Había llegado el final oficioso de un esquema de poder decimonónico y eurocéntrico, que la firma de los Tratados de Versalles no pudo salvar; por el contrario, agravó. Concluía, pues, un orden porque también estaba quebrado el sistema económico y de valores basado en el equilibrio de poderes y en la división internacional del trabajo. La salida de Rusia del mercado capitalista, las luchas de liberación nacional y el crack de Wall Street, derrumbaron los pilares del intercambio liberal: libre convertibilidad de divisas y libre acceso al comercio de materias primas.

El sistema de la ONU introdujo en las relaciones internacionales reglas elementales y obligatorias, sobre todo no uso de la fuerza, solución pacífica de controversias y cooperación internacional. Pero un año antes de su creación, los Estados Unidos y el Reino Unido habían pergeñado otras reglas que apuntaban a un orden económico-financiero. Ese diseño cerró la disputa política entre ambos principales gestores de un plan novedoso con dos objetivos básicos: ordenar la economía mundial por medio de recetas macroeconómicas a fin de controlar el flujo monetario internacional, apoyado en un tipo de cambio fijo y universalizando al dólar con respaldo en oro, por un lado; por otro, supervisar los créditos a través del manejo de las tasas de interés para así controlar el destino de las inversiones. En 1942 ya se habían enfrentado dos visiones distintas, la del Departamento del Tesoro norteamericano, elaborada por Harry D. White en dos versiones; y la del gobierno inglés, fundamentada por John M. Keynes. Ganó el norteamericano.

F.D. Roosevelt tenía el tema en su cabeza en 1942, al percibir la necesidad de evitar un descalabro de la economía mundial cuando finalizara una guerra cuya suerte se selló con el ingreso mismo de EUA luego de Pearl Harbor (dic. 1941). Mirar para adelante implicaba hacerlo también para atrás, pues no había dudas de la incidencia de la larga crisis de entre guerras (1920 – 1935) en el desencadenamiento de la segunda. El mundo no debía transformarse en una selva donde la supervivencia de los estados generara tensiones que pusieran en peligro la paz y seguridad mundiales, con el agravante de haberse probado la energía atómica con fines militares en Hiroshima y Nagasaki. Los líderes norteamericanos y británicos consideraron, pues, los desaciertos políticos y económicos de los Tratados de Versalles, expuestos crudamente por Keynes en Las Consecuencias Económicas de la Paz. En el capítulo VI de ese libro, que califica “del pesimismo”, Keynes enumera una serie de medidas que los tratados no habían tenido en cuenta para reactivar la economía europea; varias de esas reflexiones podrían reconsiderarse para salir del marasmo actual.

La propuesta anglo-americana empezó a debatirse el 27 de junio de 1944, días después del desembarco en Normandía, en el Hotel Mount Washington de Bretton Woods, un pueblito montano de New Hampshire. Allí, cuarenta y cuatro gobiernos (tampoco la Argentina entre ellos) firmaron los famosos acuerdos, cuyo resultado fue la creación del Fondo Monetario Internacional y del Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento -el Banco Mundial-; más tarde y a las apuradas se completó el esquema con un Acuerdo General de Aranceles y Tarifas (GATT en su sigla inglesa), consecuencia éste de una Organización Internacional de Comercio que no pudo concretarse en la Conferencia de La Habana convocada por el ECOSOC en noviembre de 1947.

[Durante las dos primeras presidencias de Perón, y aún antes en el gobierno de Farrel, Argentina no había efectuado una lectura adecuada de los tiempos que sobrevendrían. Son conocidos los sofocones pasados para ser admitidos como miembros originarios de la ONU, aparte de haber sido excluidos de la primera Conferencia Interamericana sobre Problemas de la Guerra y de la Paz, reunida en México en febrero de 1945, en la que se suscribieron las Actas de Chapultepec. Pues bien, para no quedar marginados en la construcción de ambos sistemas -el mundial y el regional- declaramos la guerra al Eje en marzo de 1945. El hostigamiento económico que el país soportaba desde 1942 concluyó cuando el gobierno de Aramburu adhirió a los Acuerdos de Bretton Woods a fines de enero de 1956, y meses después a los estatutos del BM y FMI en agosto de ese año. Pero esa es otra historia; ahora valga nomás este breve recordatorio.]

Aquella cumbre se había denominado “Conferencia Monetaria y Financiera de las Naciones Unidas”, y los acuerdos en ella arribados pasaron a la historia con el nombre del lugar que la cobijó. En esas reuniones fueron debatidos objetivos y estatutos del BM y del FMI. Veintiocho países firmaron el primero el 27 de diciembre de 1945, que inició sus actividades en julio del año siguiente; en la actualidad suma 185 países miembros. En noviembre de 1947 pasó a integrar el sistema de la ONU, por acuerdo aprobado por la Asamblea General. Entre sus fines estaba la reconstrucción de las economías devastadas por la guerra, mediante inversiones orientadas a la infraestructura vial, aeroportuaria, portuaria y ferroviaria (“Ayudar a la reconstrucción y el desarrollo de los países miembros facilitando la inversión de capital productivo y promoviendo la inversión extranjera privada, proporcionando avales o ayudas para financiar los préstamos y complementar la inversión privada mediante financiación, con su propio capital, de proyectos productivos”, señala la norma); sus fondos provienen de los mercados financieros internacionales. Lo administra una Junta de Gobernadores que representa a los estados parte y veinticuatro Directores Ejecutivos con carácter permanente; su presidente (el norteamericano Robert B. Zoellick desde mayo de 2007) es el máximo responsable de la administración del BM. Cuenta con un Tribunal Administrativo, un Consejo Asesor y Consejos Regionales. Dependen del Banco la Asociación Internacional de Fomento y la Corporación Financiera Internacional, que realizan intensas actividades complementarias. Desde 1966 integra el marco institucional, el Comité Internacional para el Arreglo de Disputas relativas a Inversiones (CIADI). 

Por su parte, el estatuto del FMI entró en vigor a fines de diciembre de 1945 y comenzó a operar en marzo de 1947 con 44 miembros (184 en estos días); también alcanzó el rango de organismo especializado de Naciones Unidas por el mismo convenio. Las finalidades previstas en su carta son promover la cooperación monetaria internacional, facilitar la expansión y crecimiento equilibrado del comercio internacional, promover la estabilidad en los intercambios de divisas, facilitar el establecimiento de un sistema multilateral de pagos y realizar préstamos ocasionales (stand by) a los miembros que tengan dificultades en su balanza de pagos. La estructura orgánica del Fondo es similar a la del BM, cambiando el nombre de su referente institucional por el de Director Gerente (desde septiembre de 2007 el socialista francés Dominique Strauss-Kahn). La composición del voto depende de la cantidad de cuotas aportadas por los distintos países, escalafonados en grupos, y se relacionan al tamaño y características de cada economía nacional. A mayo de 2007, el principal aportante era Estados Unidos con el 17,1% del total de cuotas, la UE 32,4, Asia 11,5, Oriente Medio y Turquía 7,6, América Latina 7,6 (para Argentina 0,97, Brasil 1,4, México 1,5), demás países 9,8. A partir de enero de 2008 la Junta de Gobernadores aprobó una reforma general y por ende de la representación, negociada durante años. La asignación de cuotas apunta a tres funciones básicas: distribuir el número de votos de que dispone cada país socio, establecer el monto máximo de los préstamos y asignar los derechos especiales de giro (DEG, la “moneda” del FMI) que recibe cada miembro. Los DEG fueron creados en 1969 como unidad de cuenta de reserva, y su valor resultaba de un promedio ponderado entre dólar, franco, libra esterlina, marco y yen.

Así como después de 1945 sobrevendría un inexorable equilibrio estratégico bipolar, también la economía entraría en la lógica de confrontación. EUA, que poseía el 80% de las reservas mundiales de oro, sabía perfectamente que la suya había crecido a niveles portentosos, con una industria trabajando a full para abastecer la guerra; de igual modo sentía llegado el tiempo de desplazar a Inglaterra como centro financiero universal.

Según el esquema de Bretton Woods, el valor del dólar debía fluctuar en un rango del 1% respecto del oro. Cuando en los ’60, la economía norteamericana pasó a ser francamente deficitaria en sus cuentas externas, los expertos coincidían en que ese déficit no podría mantenerse sine die. A fines de 1971 la situación era ya más que afligente, entonces la Casa Blanca promovió con nueve gobiernos más el “Acuerdo Smithsoniano”, a raíz del cual la primera potencia mundial abandonó el patrón oro y devaluó el dólar que, en adelante, fluctuaría en un rango del 2,5%. Entre las razones de tales medidas contaba el financiamiento de la guerra de Vietnam.

En verdad, las grandes potencias iban acomodando las reglas según sus necesidades. El Reino Unido había devaluado su moneda en 1949 y 1967 y Alemania revaluó la suya a fines de los ’60. La Comunidad Económica Europea estableció la “Flotación Conjunta Europea” para tomar distancia del dólar, pero fracasó. Así las cosas, el FMI impuso la libre flotación de monedas y a otra cosa. O sea, el orden de BW enfermó mal en 1971 y en 1978 vegetaba. Desde entonces a esta reciente crisis, el FMI propuso terapias contraproducentes, elaboradas en el contexto del “Consenso de Washington” (ver Claves nº 105 noviembre de 2001), que originaron graves tensiones sociales en distintas regiones del mundo, como bien sabemos.

Posiblemente los problemas del mundo en 1945 eran más parecidos a los de la década 1920-1930, que tales situaciones parangonadas con la crisis actual, cuya naturaleza se enmarca en el contexto de la globalización económica. Se asemejan, claro, en tanto está afectado el sistema productivo mundial, se cierran fábricas, crecen el desempleo y las tensiones sociales. Sin embargo hoy no parece que la solución pase solo por revisar los procedimientos técnicos y jurídicos contenidos en la normativa BM - FMI y en la práctica de ambos, o directamente por su remplazo por nuevos organismos para iguales cometidos. La cuestión es bastante más profunda.

Decíamos en nuestro comentario anterior (Claves nº 178) que en la reciente reunión del G 20 (Argentina integra el grupo y debe intensificar su participación en él) se había dado un paso importante pero insuficiente, y en estos coinciden todos. Pero si el 85% de la riqueza mundial se concentra en el 10% más rico y el 50% de los más pobres solo participa del 1%, hay algo que no funciona, exige análisis y respuestas cualitativamente distintas. La propuesta de un mayor control de los fondos de riesgo (hedge funds), de los paraísos fiscales, de las calificadoras de riesgo, apurar la conclusión de la Ronda de Doha y triplicar los recursos del FMI hasta u$ 750.000 millones pensando en la sostener las fuentes de trabajo, es apenas un intento de encontrar la punta del ovillo frente a la magnitud del descalabro.

Michael Hudson, ex economista de Wall Street y profesor investigador de la Universidad de Missouri, llegó más lejos en su trabajo El lenguaje del saqueo, publicado el 26/02/2009 (www.rebelion.org/noticia), al analizar las trampas que encierran los salvatajes financieros que implementó Bush yéndose y heredó Obama. En su trabajo, Hudson quiere demostrar que esta crisis es una trampa

“[…] orientada a engañar, a distraer la atención de la realidad económica a fin de promover la propiedad y los intereses financieros de cuyo control predatorio los economistas clásicos se propusieron liberar al mundo. Lo que se intenta es nada menos que destruir el edificio intelectual y moral desarrollado en ocho siglos de civilización occidental, desde la discusión del precio justo por los escolásticos en el siglo XII hasta la teoría clásica del valor económico de los siglos XIX y XX”.

Hablar de precio justo y de teoría del valor económico implica hablar de mercados y de cuál será la amplitud de sus “libertades”. Después de las grandes estafas que se han visto y resumimos en el caso Enron y la ida a pique de Bernie Madoff, la tensión existe entre un capitalismo industrial que debe aumentar la formación de capital versus “el capitalismo financiero que arrasa con el capital”; lo cual encierra una falacia -dice Hudson- de creer “que el crédito bancario sea un verdadero factor de producción”.

Si se trata de un diagnóstico acertado (que comparten intelectuales de todo el mundo), imagínese qué difícil será proponer una terapia y quién tendrá autoridad suficiente para hacer ingerir las medicinas. Muerto prácticamente el orden de Bretton Woods, está claro que Estados Unidos -primer sospechoso de lo ocurrido- ya no puede imponer las recetas de su establishment, y tampoco la UE; los países BRIC (Brasil, Rusia, India, China) todavía no se hallan en posición de resolver nada por sí solos. Se trata de un problema mundial que debe resolverse multilateralmente, poniendo sobre la mesa todas las cartas, pues al día de hoy las mismas personas siguen propiciando en los organismos internacionales las mismas reglas tantas veces cuestionadas. En fin, ha llegado el momento de discutir seriamente sobre el destino universal de los bienes.

Bibliografía consultada:
Manuel Diez de Velasco, Las organizaciones internacionales, Tecnos, Madrid, 1999.
Ileana Di Govan, Derecho Internacional Económico, Abeledo Perrot, Buenos Aires, 1992.
John K. Galbraith, Historia de la economía, Ariel, Buenos Aires, 1993.
John M. Keynes, Las consecuencias económicas de la paz, Crítica, Barcelona, 1991.
Wilfrid L. Kohl, Política económica exterior de los países desarrollados, Troquel, Buenos Aires, 1977.
Juan A. Lanús, De Chapultepec al Beagle, Emecé, Buenos Aires, 1984.

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