Revista Claves nº 179 – mayo de 2009
Claves publicó
en el número anterior varias opiniones sobre la complicada crisis financiera
internacional; entre ellas la de este columnista. Como hay problema para rato, en
esta ocasión es oportuno refrescar a los lectores el origen de los tan mentados
Acuerdos y cuándo y porqué entraron en crisis.
¿Cómo fue esa historia? Mientras las trincheras se coagulaban
en distintos frentes de batalla, a partir de 1941 la diplomacia de los catorce
países aliados (Argentina no estaba entre ellos) fue negociando en varias conferencias
multilaterales un nuevo orden político para el mundo, expresado en la Carta de la
ONU, suscripta en San Francisco abril de 1945. Había llegado el final oficioso
de un esquema de poder decimonónico y eurocéntrico, que la firma de los
Tratados de Versalles no pudo salvar; por el contrario, agravó. Concluía, pues,
un orden porque también estaba
quebrado el sistema económico y de valores basado en el equilibrio de poderes y
en la división internacional del trabajo. La salida de Rusia del mercado
capitalista, las luchas de liberación nacional y el crack de Wall Street, derrumbaron los pilares del intercambio
liberal: libre convertibilidad de divisas y libre acceso al comercio de
materias primas.
F.D. Roosevelt tenía el tema en su cabeza en 1942, al
percibir la necesidad de evitar un descalabro de la economía mundial cuando finalizara
una guerra cuya suerte se selló con el ingreso mismo de EUA luego de Pearl
Harbor (dic. 1941). Mirar para adelante implicaba hacerlo también para atrás,
pues no había dudas de la incidencia de la larga crisis de entre guerras (1920 –
1935) en el desencadenamiento de la segunda. El mundo no debía transformarse en
una selva donde la supervivencia de los estados generara tensiones que pusieran
en peligro la paz y seguridad mundiales, con el agravante de haberse probado la
energía atómica con fines militares en Hiroshima y Nagasaki. Los líderes
norteamericanos y británicos consideraron, pues, los desaciertos políticos y
económicos de los Tratados de Versalles, expuestos crudamente por Keynes en Las Consecuencias Económicas de la Paz.
En el capítulo VI de ese libro, que califica “del pesimismo”, Keynes enumera
una serie de medidas que los tratados no habían tenido en cuenta para reactivar
la economía europea; varias de esas reflexiones podrían reconsiderarse para
salir del marasmo actual.
La propuesta anglo-americana empezó a debatirse el
27 de junio de 1944, días después del desembarco en Normandía, en el Hotel
Mount Washington de Bretton Woods, un pueblito montano de New Hampshire. Allí, cuarenta
y cuatro gobiernos (tampoco la Argentina entre ellos) firmaron los famosos
acuerdos, cuyo resultado fue la creación del Fondo Monetario Internacional y del
Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento -el Banco Mundial-; más tarde y
a las apuradas se completó el esquema con un Acuerdo General de Aranceles y
Tarifas (GATT en su sigla inglesa), consecuencia éste de una Organización Internacional
de Comercio que no pudo concretarse en la Conferencia de La Habana convocada
por el ECOSOC en noviembre de 1947.
[Durante las dos primeras presidencias de Perón, y
aún antes en el gobierno de Farrel, Argentina no había efectuado una lectura adecuada
de los tiempos que sobrevendrían. Son conocidos los sofocones pasados para ser
admitidos como miembros originarios de la ONU, aparte de haber sido excluidos
de la primera Conferencia Interamericana sobre Problemas de la Guerra y de la
Paz, reunida en México en febrero de 1945, en la que se suscribieron las Actas
de Chapultepec. Pues bien, para no quedar marginados en la construcción de
ambos sistemas -el mundial y el regional- declaramos la guerra al Eje en marzo
de 1945. El hostigamiento económico que el país soportaba desde 1942 concluyó
cuando el gobierno de Aramburu adhirió a los Acuerdos de Bretton Woods a fines
de enero de 1956, y meses después a los estatutos del BM y FMI en agosto de ese
año. Pero esa es otra historia; ahora valga nomás este breve recordatorio.]
Aquella cumbre se había denominado “Conferencia
Monetaria y Financiera de las Naciones Unidas”, y los acuerdos en ella
arribados pasaron a la historia con el nombre del lugar que la cobijó. En esas
reuniones fueron debatidos objetivos y estatutos del BM y del FMI. Veintiocho
países firmaron el primero el 27 de diciembre de 1945, que inició sus
actividades en julio del año siguiente; en la actualidad suma 185 países miembros.
En noviembre de 1947 pasó a integrar el sistema de la ONU, por acuerdo aprobado
por la Asamblea General. Entre sus fines estaba la reconstrucción de las
economías devastadas por la guerra, mediante inversiones orientadas a la
infraestructura vial, aeroportuaria, portuaria y ferroviaria (“Ayudar a la reconstrucción y el desarrollo de
los países miembros facilitando la inversión de capital productivo y
promoviendo la inversión extranjera privada, proporcionando avales o ayudas
para financiar los préstamos y complementar la inversión privada mediante
financiación, con su propio capital, de proyectos productivos”, señala la norma); sus fondos provienen de los mercados financieros
internacionales. Lo administra una Junta de Gobernadores que representa
a los estados parte y veinticuatro Directores Ejecutivos con carácter permanente;
su presidente (el norteamericano Robert B. Zoellick desde mayo de 2007) es el máximo
responsable de la administración del BM. Cuenta con un Tribunal Administrativo,
un Consejo Asesor y Consejos Regionales. Dependen del Banco la Asociación
Internacional de Fomento y la Corporación Financiera Internacional, que realizan
intensas actividades complementarias. Desde 1966 integra el marco
institucional, el Comité Internacional para el Arreglo de Disputas relativas a
Inversiones (CIADI).
Por su parte, el estatuto del FMI entró en vigor a
fines de diciembre de 1945 y comenzó a operar en marzo de 1947 con 44 miembros
(184 en estos días); también alcanzó el rango de organismo especializado de
Naciones Unidas por el mismo convenio. Las finalidades previstas en su carta son
promover la cooperación monetaria internacional,
facilitar la expansión y crecimiento equilibrado del comercio internacional,
promover la estabilidad en los intercambios de divisas, facilitar el
establecimiento de un sistema multilateral de pagos y realizar préstamos
ocasionales (stand by) a los miembros
que tengan dificultades en su balanza de pagos. La estructura orgánica
del Fondo es similar a la del BM, cambiando el nombre de su referente
institucional por el de Director Gerente (desde septiembre de 2007 el
socialista francés Dominique Strauss-Kahn). La composición del voto depende de
la cantidad de cuotas aportadas por los distintos países, escalafonados en
grupos, y se relacionan al tamaño y características de cada economía nacional. A
mayo de 2007, el principal aportante era Estados Unidos con el 17,1% del total
de cuotas, la UE 32,4, Asia 11,5, Oriente Medio y Turquía 7,6, América Latina
7,6 (para Argentina 0,97, Brasil 1,4, México 1,5), demás países 9,8. A partir
de enero de 2008 la Junta de Gobernadores aprobó una reforma general y por ende
de la representación, negociada durante años. La asignación de cuotas apunta a
tres funciones básicas: distribuir el número de votos de que dispone cada país
socio, establecer el monto máximo de los préstamos y asignar los derechos
especiales de giro (DEG, la “moneda” del FMI) que recibe cada miembro. Los DEG
fueron creados en 1969 como unidad de cuenta de reserva, y su valor resultaba
de un promedio ponderado entre dólar, franco, libra esterlina, marco y yen.
Así como después de 1945 sobrevendría un inexorable equilibrio
estratégico bipolar, también la economía entraría en la lógica de
confrontación. EUA, que poseía el 80% de las reservas mundiales de oro, sabía
perfectamente que la suya había crecido a niveles portentosos, con una
industria trabajando a full para
abastecer la guerra; de igual modo sentía llegado el tiempo de desplazar a
Inglaterra como centro financiero universal.
Según el esquema de Bretton Woods, el valor del
dólar debía fluctuar en un rango del 1% respecto del oro. Cuando en los ’60, la
economía norteamericana pasó a ser francamente deficitaria en sus cuentas
externas, los expertos coincidían en que ese déficit no podría mantenerse sine die. A fines de 1971 la situación
era ya más que afligente, entonces la Casa Blanca promovió con nueve gobiernos
más el “Acuerdo Smithsoniano”, a raíz del cual la primera potencia mundial
abandonó el patrón oro y devaluó el dólar que, en adelante, fluctuaría en un
rango del 2,5%. Entre las razones de tales medidas contaba el financiamiento de
la guerra de Vietnam.
En verdad, las grandes potencias iban acomodando las
reglas según sus necesidades. El Reino Unido había devaluado su moneda en 1949
y 1967 y Alemania revaluó la suya a fines de los ’60. La Comunidad Económica
Europea estableció la “Flotación Conjunta Europea” para tomar distancia del
dólar, pero fracasó. Así las cosas, el FMI impuso la libre flotación de monedas
y a otra cosa. O sea, el orden de BW enfermó mal en 1971 y en 1978 vegetaba. Desde
entonces a esta reciente crisis, el FMI propuso terapias contraproducentes,
elaboradas en el contexto del “Consenso de Washington” (ver Claves nº 105 noviembre de 2001), que originaron graves
tensiones sociales en distintas regiones del mundo, como bien sabemos.
Posiblemente los problemas del mundo en 1945 eran
más parecidos a los de la década 1920-1930, que tales situaciones parangonadas con
la crisis actual, cuya naturaleza se enmarca en el contexto de la globalización
económica. Se asemejan, claro, en tanto está afectado el sistema productivo
mundial, se cierran fábricas, crecen el desempleo y las tensiones sociales. Sin
embargo hoy no parece que la solución pase solo por revisar los procedimientos técnicos
y jurídicos contenidos en la normativa BM - FMI y en la práctica de ambos, o
directamente por su remplazo por nuevos organismos para iguales cometidos. La
cuestión es bastante más profunda.
Decíamos en nuestro comentario anterior (Claves nº 178) que en la reciente
reunión del G 20 (Argentina integra el grupo y debe intensificar su
participación en él) se había dado un paso importante pero insuficiente, y en
estos coinciden todos. Pero si el 85% de la riqueza mundial se concentra en el
10% más rico y el 50% de los más pobres solo participa del 1%, hay algo que no
funciona, exige análisis y respuestas cualitativamente distintas. La propuesta
de un mayor control de los fondos de riesgo (hedge funds), de los paraísos fiscales, de las calificadoras de
riesgo, apurar la conclusión de la Ronda de Doha y triplicar los recursos del
FMI hasta u$ 750.000 millones pensando en la sostener las fuentes de trabajo, es
apenas un intento de encontrar la punta del ovillo frente a la magnitud del
descalabro.
Michael Hudson, ex economista de Wall Street y
profesor investigador de la Universidad de Missouri, llegó más lejos en su
trabajo El lenguaje del saqueo, publicado
el 26/02/2009 (www.rebelion.org/noticia),
al analizar las trampas que encierran los salvatajes financieros que implementó
Bush yéndose y heredó Obama. En su trabajo, Hudson quiere demostrar que esta
crisis es una trampa
“[…] orientada a engañar, a distraer la atención de
la realidad económica a fin de promover la propiedad y los intereses
financieros de cuyo control predatorio los economistas clásicos se propusieron
liberar al mundo. Lo que se intenta es nada menos que destruir el edificio
intelectual y moral desarrollado en ocho siglos de civilización occidental,
desde la discusión del precio justo por los escolásticos en el siglo XII hasta
la teoría clásica del valor económico de los siglos XIX y XX”.
Hablar de precio justo y de teoría del valor
económico implica hablar de mercados y de cuál será la amplitud de sus
“libertades”. Después de las grandes estafas que se han visto y resumimos en el
caso Enron y la ida a pique de Bernie
Madoff, la tensión existe entre un capitalismo industrial que debe aumentar la
formación de capital versus “el capitalismo financiero que arrasa con el
capital”; lo cual encierra una falacia -dice Hudson- de creer “que el crédito
bancario sea un verdadero factor de producción”.
Si se trata de un diagnóstico acertado (que
comparten intelectuales de todo el mundo), imagínese qué difícil será proponer
una terapia y quién tendrá autoridad suficiente para hacer ingerir las
medicinas. Muerto prácticamente el orden de Bretton Woods, está claro que
Estados Unidos -primer sospechoso de lo ocurrido- ya no puede imponer las recetas
de su establishment, y tampoco la UE; los países BRIC (Brasil, Rusia, India,
China) todavía no se hallan en posición de resolver nada por sí solos. Se trata
de un problema mundial que debe resolverse multilateralmente, poniendo sobre la
mesa todas las cartas, pues al día de hoy las mismas personas siguen propiciando
en los organismos internacionales las mismas reglas tantas veces cuestionadas.
En fin, ha llegado el momento de discutir seriamente sobre el destino universal
de los bienes.
Bibliografía
consultada:
Manuel
Diez de Velasco, Las
organizaciones internacionales, Tecnos, Madrid, 1999.
Ileana
Di Govan,
Derecho Internacional Económico,
Abeledo Perrot, Buenos Aires, 1992.
John K.
Galbraith,
Historia de la economía, Ariel,
Buenos Aires, 1993.
John M.
Keynes,
Las consecuencias económicas de la paz,
Crítica, Barcelona, 1991.
Wilfrid
L. Kohl,
Política económica exterior de los países
desarrollados, Troquel, Buenos Aires, 1977.
Juan A.
Lanús,
De Chapultepec al Beagle, Emecé,
Buenos Aires, 1984.
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