Claves nº 180 – junio 2009
Fidel
Castro Ruz asumió como primer ministro de Cuba el 16 de febrero de 1959, un mes
y medio después del triunfo de la revolución. El 1 de mayo siguiente visitaba
Buenos Aires en donde el diario La Nación lo alagaba como un “héroe de nuestro
tiempo”. ¿Quién podía imaginar el giro fenomenal que se estaba gestando en la
isla y se trasladaría a las relaciones interamericanas?
Cuando en enero de 1961 Estados Unidos y Cuba rompieron
relaciones diplomáticas, empezó a desmoronarse progresivamente el esquema de
seguridad continental pergeñado con las Actas de Chapultepec en 1945, e institucionalizado
en 1947 con el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca y en 1948 con la
Carta de la OEA y el Tratado Americano de Soluciones Pacíficas. Tampoco era
imaginable el papel que le tocó jugar al gobierno argentino en una etapa de
transformaciones y esperanzas, frustradas por la miopía e intolerancia de la
dirigencia política y militar de entonces. El “caso cubano” se expresó para
nosotros en la visita (semi)secreta del Che a Olivos (18/08/1961), la abstención
en la votación durante la VIIIª Reunión de Consulta de Ministros de Relaciones
Exteriores en Punta del Este (31/01/1962) y el grotesco episodio de las famosas
“cartas cubanas” fraguadas por la CIA y exiliados cubanos con la complicidad de
los servicios de inteligencia de las fuerzas armadas. Al Presidente Arturo
Frondizi no le quedó más resto: las presiones internas y externas culminaron en
el golpe militar del 29 de marzo de 1962 y en el peor contexto, esto es Perón
en el exilio y la Guerra Fría.
La delegación Argentina procuró hasta último momento
influir en el resultado, con argumentos que el propio Frondizi había expuesto
personalmente a su colega J.F. Kennedy: sancionar a Cuba sacándola del sistema
regional implicaría su satelización respecto de la Unión Soviética y, además de
no estar prevista, la expulsión de la OEA viola el principio de no intervención,
construcción histórica del derecho internacional americano. En aquellos días la
abstención argentina tuvo el valor de voto en contra, pero así y todo el
golpismo en marcha no le perdonó a Frondizi esa posición.
Como se sabe, la tensión con Estados Unidos llegó
después a su clímax durante la Crisis de los Misiles ocurrida en octubre del
mismo año, superada la cual empezó una etapa de coexistencia pacífica entre la
Casa Blanca y el Kremlin simbolizada en el teléfono
rojo. La íntima lógica de la Guerra Fría quedaba expresada así en toda su
dimensión; en realidad, a N. Kruschev le interesaba más poner pié en el área de
seguridad estratégica inmediata de EE.UU, que el destino mismo de la revolución
castrista. Atrás quedaba incluso, en piadoso manto de olvido, la boutade de Bahía Cochinos (abril de
1961).
Cuarenta y siete años después, el 3 de junio de 2009
la 39ª Asamblea General de la OEA elaboró una resolución expiatoria en estos
términos: “1. Que la Resolución VI adoptada el 31 de enero de 1962 en la VIIIª Reunión
de Consulta de Ministros de Relaciones Exteriores, mediante la cual se excluyó
al gobierno de Cuba de su participación en el Sistema Interamericano, queda sin
efecto en la OEA. 2. Que la
participación de Cuba en la OEA será el resultado de un proceso de diálogo
iniciado a solicitud del gobierno de Cuba y de conformidad con las prácticas,
propósitos y principios de la OEA”. El texto representó una salida
transaccional frente a la posición norteamericana de condicionar expresamente
el reingreso al compromiso expreso de adherir a la democracia, derechos humanos
y libre mercado; lo de siempre. No lo logró, pero en la práctica era lo mismo y
la pelota quedo picando en campo cubano.
Tras cartón, el diario Gramma tituló al día siguiente “Fidel y el pueblo cubano han sido absueltos por la historia”, mientras
El Universal de Caracas señalaba “OEA
impone a Cuba principios democráticos para su reingreso”; en igual tónica, la
mayoría de los diarios continentales (para Clarín
“Histórico: la OEA abrió la puerta al regreso de Cuba”).
Entre las “prácticas, propósitos y principios”
mencionados cabe contabilizar unos cuantos escollos que impone nada menos que
la “Carta Democrática Interamericana”, adoptada en Lima durante el 28º Período
Extraordinario de Sesiones de la Asamblea General de la OEA, el 11 de septiembre
de 2001; como por ejemplo: “Los pueblos de América tienen derecho a la
democracia y sus gobiernos la obligación de promoverla y defenderla” (art. 1);
“El ejercicio efectivo de la democracia representativa es la base del estado de
derecho y los regímenes constitucionales de los estados miembros de la OEA”
(art. 2); “Son componentes fundamentales del ejercicio de la democracia la
transparencia de las actividades gubernamentales, la probidad, la
responsabilidad de los gobiernos en la gestión pública, el respeto por los
derechos sociales y la libertad de expresión y de prensa” (art. 4); “El
fortalecimiento de los partidos y de otras organizaciones políticas es
prioritario para la democracia” (art. 5), o “Cualquier persona o grupo de
personas que consideren que sus derechos humanos han sido violados pueden
interponer denuncias o peticiones ante el sistema interamericano de promoción y
protección de los derechos humanos conforme a los procedimientos establecidos
en el mismo. Los estados miembros reafirman su intención de fortalecer el
sistema interamericano de protección de los derechos humanos para la
consolidación de la democracia en el hemisferio” (art. 8). Por cierto, la
exigibilidad de esta Carta es relativa, pero para los países miembros
representa una orientación difícil de sustraerse. Sí son exigibles las
disposiciones de la Carta de la OEA, que es un tratado, las cuales prescriben
prácticamente lo mismo.
Luego de la Vª Cumbre de las Américas, realizada a
principios de abril en Trinidad y Tobago, se expandió por las tres Américas el efecto Obama. En esa ocasión el
presidente norteamericano expuso las pautas del nuevo relacionamiento de su
país con la región. El resultado de esta Cumbre fue un interminable documento pura
retórica, producto más del apuro que del debate a fondo. Es que a pesar de no
estar en la agenda, la cuestión Cuba sobrevoló esa cita. Con todo, esa
resolución cimera prevé tanto en su preámbulo como en el apartado titulado
“Reforzar la gobernabilidad democrática” (números 78 al 88), mensajes explícitos
para La Habana y en general para todos los gobiernos de nuestros países. De
algún modo ese contexto fue el anticipo de lo que ocurrió después en la última Asamblea
de la OEA.
Más allá de las múltiples reacciones que generó la
reciente decisión, es mayoritaria la opinión acerca del anacronismo tanto del
régimen de Castro como de su corolario, el injusto embargo norteamericano. No
obstante Cuba logró sobrevivirlo como pudo, insertada en una comunidad internacional
cambiante después de la implosión de la Unión Soviética (que Chávez reemplazó
como sostén económico en los últimos años).
Muchas de las limitaciones cubanas no han provenido
sólo de las restricciones de Washington sino de sus propias limitantes
políticas, sociales y económicas. Necesita del apoyo y solidaridad continental,
por cierto, pero, ¿desea realmente reinsertarse en el sistema interamericano?
Es cierto que la OEA, tal como la hemos conocido hasta hace una década no sirve
demasiado: desde cierto punto de vista ella misma es un resabio de la Guerra
Fría. Concluida la Segunda Guerra fue apéndice de la política exterior
norteamericana, hibernó hasta los ‘80 cuando -reencauzados en la democracia y
estado de derecho- varias cancillerías entendieron que podía reactivarse. En el
interín surgieron otros mecanismos para vertebrar consensos como el Grupo
Contadora (enero 1983, ampliado luego con el Grupo Lima o Grupo de los 8), el
Grupo Río (creado en diciembre 1986), las Cumbres Iberoamericanas (julio 1991),
las Cumbres de las Américas (iniciadas en diciembre 1994), la Alternativa
Bolivariana de las Américas (diciembre 2004). Sin embargo, no parece atinado extinguir
la más antigua organización regional del mundo, gestada en la 1ª Conferencia
Panamericana celebrada en Washington entre 1889/1890. Difícil el cuajo de una
OEA solo latinoamericana que excluya a Estados Unidos y Canadá, entre otras
razones porque no ha de estar en los planes de Brasil y México.
Así las cosas, la pregunta precedente deviene en
esta otra: ¿puede Cuba insertarse en la OEA en su actual coyuntura? Tal vez aunque lo desee, no pueda, y esa
imposibilidad se transforma en sonora negativa-desafío pour la galerie. Más allá del ostensible apoyo venezolano y demás
países de la ALBA, para la isla es imprescindible el fin del embargo
norteamericano, su verdadera reivindicación, con todos los riesgos que ello
implica. En la IVª Cumbe Iberoamericana (Cartagena 1994), Castro había
denunciado que 35 años de embargo le costó a su país u$ 227.000 millones. En
efecto, a unos 160 km de las costas de Florida, los beneficios económicos
pueden ser muy importantes. Pero acechan las facturas cruzadas, los
resentimientos y el espíritu de venganza que anida en los exiliados y sus
aliados, básicamente. Y Cuba no la está pasando bien. A principios de junio,
Marino Murillo, ministro de economía y planificación reconoció que la crisis
global pegó también en la isla y el crecimiento del 6% previsto para este año
rondará apenas un 2,4 o 2,5%.
Fidel Castro no logró presidir la conmemoración de
los 50 años de la revolución, sino que lo hizo su hermano Raúl. ¿Quién otro hubiera
sido? La asunción al poder formal del menor de los Castro generó más
expectativas afuera que adentro de la isla. Salvo algunos cambios de maquillaje,
no hubo ningún indicio de salida a la China o a la europea oriental; y, aunque
Fidel siga bajando línea desde su retiro, hay una generación que viene
empujando reformas y que está más despegada de la génesis revolucionaria.
Ortega y Gasset decía a propósito en La idea de las generaciones: “Para cada
generación, vivir es, pues, una faena de dos dimensiones, una de las cuales
consiste en recibir lo vivido –ideas, valoraciones, instituciones, etc.- por la
antecedente; la otra dejar fluir su propia espontaneidad”; y la revolución ya
consumió dos generaciones… En suma, aunque no se note la sociedad cubana es un
magma que puede estallar de manera impensada, pero también es una energía que puede
y debe canalizarse para que ese pueblo encuentre un lugar bajo el sol sin
traumas, complicaciones o interferencias.
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