Revista Claves nº 184 – Octubre
2009
“Siempre hemos
sostenido que, por encima de discrepancias y matices ideológicos, hay una
inteligencia argentina que reproduce la vocación popular hacia la unidad y la
personalidad irrenunciable de la nación” (Arturo
Frondizi, “Cultura para el desarrollo y la autodeterminación de la Nación”, en Cultura Nacional, p. 366. Ed. Crisol,
Buenos Aires, 1976).
Tal vez sea una percepción subjetiva, nada más, pero pareciera que los argentinos no le estamos prestando la debida atención a los Bicentenarios. ¿Qué implicancia tiene?, pues nada menos que dejar pasar la mejor oportunidad de reencontrarnos como nación en nuestro peregrinaje histórico, poner en común y revisar las distintas etapas –las heroicas, las difíciles, las amargas, las señeras- que nos han hecho tal cual somos, con nuestra carga de virtudes y defectos, de esperanzas y frustraciones que bien conocemos. ¿Persistiremos en la común unidad nacional?
La
agenda de los Bicentenarios.
A nivel nacional y en las provincias existen
comisiones oficiales para los Bicentenarios, que vienen trabajando con diversos
niveles de dedicación y respuestas. También hay comisiones paralelas (esto es,
no oficiales), que lo hacen por aparte con otras ópticas e intereses y hasta
con desconfianza. No es motivo de este trabajo analizar el funcionamiento de
ellas, pero es preocupante que las acciones hasta hoy realizadas estén
masivamente ignoradas o no despierten entusiasmo ni converjan sus temarios y
conclusiones en algún momento.
Existe un “Comité Permanente del Bicentenario”
–www.bicentenario.gov.ar- integrado por el Jefe de Gabinete de Ministros, el Ministro
del Interior y el Secretario de Cultura de la Nación, el cual procura movilizar
vía internet mediante preguntas del tipo “¿Cómo caracterizarías a los
argentinos hoy?” o ¿”Qué pensarían los gestores de la Independencia si pudieran
ver el país hoy?”; o por medio de foros temáticos, que hasta ahora fueron
cuatro: innovación tecnológica y desarrollo; seguridad y ciudadanía; Brasil y
Argentina: política cultura e integración, y el más reciente sobre políticas
públicas para la reducción de la desigualdad; todo desde una inevitable mirada
centrípeta. En Salta, a su vez, existe una “Comisión Provincial Década
Bicentenaria 2006 – 2016”, que preside el Ministro de Gobierno, la cual carece
de sitio propio, por lo que para conocer sus actividades hay que ingresar a la
página oficial del Gobierno de Salta.
A lo mejor lo “oficial” despierta suspicacias y prevenciones
debidas a la identificación del Estado con una suerte de superestructura alejada
del bien común. Lamentablemente la política y sus instrumentos básicos de acceso
al poder (los partidos), se han desprestigiado tanto desde hace un cuarto de
siglo que el gran público percibe sobre todo las carencias, omisiones y falta
de grandeza en su dirigencia (toda dirigencia, agrego, no solo la
política). T. Halperín Donghi en el cierre de Proyecto y construcción de una Nación - 1846-1880 (p. 159, Emecé,
Buenos Aires, 2007), refiere la preocupación que generaban en J.M. Estrada los
“problemas argentinos” a 70 años de la independencia y, curiosamente, ponía a
la cabeza la esterilidad de la vida
política consecuencia del divorcio entre política y sociedad, que parece
estar en nuestro adn. Cualquier parecido con la realidad actual no es mera
coincidencia. El factor humano es el principal condicionante incluso al extremo
de tener que remontar la drástica observación asignada a Raymond Aron, cuando
sin anestesia explicó que para él la
Argentina fue la mayor decepción del siglo XX ("Siempre me pregunté cuál
es la razón por la cual un país con todos los recursos para constituirse en una
gran democracia occidental tenía tal carencia de una clase política").
En este panorama de anomia y labilidad
político-institucional, la bienal e ininterrumpida concurrencia a las urnas no
nos hizo necesariamente más democráticos ni más buenos o responsables. Así, ¿qué
interés despiertan 1810/1816 – 2010/2016 en un contexto de relativismo y globalización?
Tuve ocasión de exponer acá en Claves sobre “Un plan
geoestratégico para Salta” (nº 176, diciembre 2008), disparador de un debate
posterior de repercusión y derivaciones -para bien- impensadas. Ese plan se
justifica en tanto la ocasión para elaborarlo, discutirlo e implementarlo, es
precisamente la de los Bicentenarios. En tal línea de pensamiento y acción, hay
un aspecto que al menos quien escribe estas líneas no ha visto en las agendas ad hoc y se refiere a la ardua cuestión
de la cultura e identidad nacionales.
Sirvan, pues, estos párrafos de introito y evidencia
de mi integración al vasto e incógnito grupo de ciudadanos que para esto de los
Bicentenarios estamos “autoconvocados”, aunque predispuestos a colaborar con la
re-magnetización de nuestra dislocada brújula.
La presente nota fue inspirada por dos sucesos que en
apariencia no tienen nada que ver uno con otro, pero sin embargo poseen vasos
comunicantes como las aguas subterráneas. El primero fue el de la patética jueza
contravencional Rosa Parrilli, gran incumplidora de normas y pertinaz elusora
de sanciones ella misma, quien explayó su fastidio emprendiéndola contra dos
anónimas empleadas no-rubias. El otro
caso refiere una temática del “interior profundo”, que el Nuevo Diario (ed.
4/10/09 p. 14) tituló así: “Pueblos originarios plantearán el pago de la deuda
histórica”, en una etapa más del crescendo
indigenista al que las autoridades no prestan debida atención. (¿En qué jaleos terminarán
acorralándonos este imaginario país supremacista caucásico y la abyecta demagogia
clientelista?).
Analizando esas situaciones, y pese a su distancia
física y conceptual, las dos expresan una visión etnocéntrica: la Parrilli
hablaba en y desde esa Buenos Aires que identifica automáticamente lo argentino con la capital del imperio
inexistente; por su parte, un jefe guaraní, al anunciar el Foro de los Pueblos
Indígenas del Norte de Argentina, pasó factura nuevamente por la “deuda
histórica” que tienen los estados con las naciones originarias, en nombre de
los descendientes del etnocidio producido desde quinientos años atrás a esta
parte con diferentes metodologías.
Marcar el contraste no tiene más objeto que poner en
la mesa de debate lo relacionado a nuestra memoria histórica, identidad y
cultura. Probablemente la baja autoestima que portamos por estos tiempos, nos
impide considerar que tenemos realmente una identidad
nacional, sumatoria de identidades locales preexistentes a la primera. Se
trata por cierto de un terreno difícil y aún los expertos no terminan de
ponerse de acuerdo, pero conscientes del desafío intelectual que conlleva la
problemática, su tratamiento está justificado. Baste la referencia de algunos
prohombres para corroborarlo; ahí están Sarmiento y su Facundo, Joaquín V. González y La
tradición nacional, Ezequiel Martínez Estrada con Radiografía de la pampa, por citar apenas tres imprescindibles a
los cuales podríamos agregar una larga lista. Es necesario, además, que los
salteños revaloremos nuestro aporte al legado histórico común, por
idiosincrasia, cultura y geografía.
Posiblemente por eso, durante la construcción de la
primera Argentina en la primera centuria y a partir del ingreso de grandes
flujos migratorios internos y externos, nos desvelaba saber “¿qué somos?/¿quiénes somos?”. La
incógnita del bicentenario tendría que transformarse tal vez en algo más
pragmático: “¿qué queremos hacer?”.
La respuesta al segundo interrogante parte del supuesto ya dado de saber quiénes
somos, ¿o es que todavía no estamos seguros de ello? Sin embargo, las dos noticias
citadas parecieran indicar que, pese al tiempo transcurrido y en lo que hace a
nuestra identidad y cultura nacional, todavía no hemos avanzado lo suficiente porque
no hicimos lo necesario.
Fragmentar más lo que aparece fragmentado puede
conducirnos a un callejón sin salida y convertirnos en un archipiélago sin
contacto. ¿Acaso los argentinos tenemos tantas diferencias culturales? Es
cierto que “La identidad cultural es una necesidad humana de auto afirmación y
reivindicación constante”, según afirma Fernando Báez en su gramsciano El saqueo cultural de América de la
conquista a la globalización (p. 309, Ed. Debate – Sudamericana, Buenos
Aires, 2009), pero los indicadores culturales que han teorizado los
antropólogos están adecuadamente bien identificados en nuestro país y
generalizados en todas las regiones de la patria.
No deja de ser un problema, entonces, desatender la
identidad nacional, ya que en función de un plan estratégico impostergable,
éste no puede surgir de la nada ni construirse a partir de una tabula rasa. Al contrario, aunque hace
cincuenta años carezcamos de un proyecto superador, para que tenga firmeza y
proyección requiere raíces reconocibles y profundas, lo cual implica una revisión
del pasado y compromiso con el presente para pergeñar un futuro viable. No hay
otra manera de corregir errores y fijar las prioridades para los destinatarios,
que somos todos, en especial aquellos excluidos de todo reparto.
Las
deudas impagas.
La Argentina, cruzando
ya el umbral de la esperanza que abriga el segundo centenario, es un país
con deudas sin saldar y no está llegando a los fastos con la mejor
predisposición de ánimo. En vez de avocarnos de lleno a la consideración de lo
acontecido en el transcurso del corto siglo XX para mejorar nuestra calidad humana
e institucional, seguimos anclados en el pasado inmediato. Ninguna nación se
reconstruye con sólidos fundamentos con la difuminada premisa “ni olvido ni
perdón” entronizada en los últimos 50 años, la cual se aplica tanto a las
dictaduras militares mal paridas en los golpes de estado habidos desde 1930 en
adelante, como para la Campaña del Desierto o el reparto de la renta
agropecuaria. Nuestros jóvenes reclaman respuestas prácticas y concretas que no
les da una sociedad exacerbada, acostumbrada a mirar apenas el corto plazo y a
cabalgar sobre la coyuntura, un país que les niega las oportunidades que han
tenido sus padres y seguramente mejor sus abuelos.
En La santa
locura de los argentinos (p. 9, Emecé, Buenos Aires, 2006), Abel Posse
empieza con una verdad tan simple como aleccionadora: “La de Argentina, como la
de todos los pueblos, es una historia particular. Tiene mucho de aventura
nacida de la voluntad y de apuesta de aventureros afortunados”, ni más ni menos.
Asumámoslo y nos ahorraremos trabajo; no nacimos aristócratas ni patibularios,
apenas aventureros que construimos un país en un deshabitado confín del mundo. Estos
últimos 100 años han sido apasionantes y en ellos coexisten lo mejor y lo peor
de nuestra idiosincrasia, desde la conformación de una clase media formidable
hasta la participación de la clase trabajadora en el reparto de la riqueza y
del poder político; desde la abrupta cancelación de un modelo productivo
industrialista hasta la implementación de una economía especulativa
desentendida de las necesidades humanas. Hemos vivido las peores tensiones
sociales con mucho de lucha civil e incluso guerreado contra una ex potencia
imperial y, tal vez por todo eso, olvidamos prepararnos para el mediano y largo
plazos en un mundo que muta sin prisa y sin pausa hacia un nuevo esquema de
poder. Pero sucede que necesitamos tanto de ese mundo como ese mundo necesita
de nosotros.
Por eso es preferible pensar qué queremos hacer en
adelante pues las respuestas siempre han de bucear y rescatar nuestra memoria
histórica. ¿Acaso no estamos conscientes de que hacia 1910 estábamos entre las diez
principales naciones del planeta y hoy somos una incógnita, un país sin rumbo?
Estamos obligados a seguir buscando respuestas a las mismas preguntas de
siempre, pero también urge avanzar en temas concretos en una línea superadora, inter alia: 1) demografía, pues el
nuestro es un país vacío y con población pésimamente distribuida; 2) industrialización
de materias primas en los lugares donde se extraen o cosechan; 3) integración
física y espiritual de la nación mediante toda clase de comunicaciones (desde carreteras
a internet); 4) replanteo de la cuestión federal, renovando el federalismo de
concertación (que comprenda tanto a la Aduana, la coparticipación fiscal, los
Consejos Federales e incluso entes como el INADI); 5) ingreso irrestricto e
inmediato a las tecnologías de punta; 6) lucha frontal contra el hambre y la
miseria; 7) rescate y revalorización de la ética pública, despolitizando los
órganos de control; 8) reconstrucción de la dirigencia política y social,
limitando la perpetuación en los cargos (sea en la AFA, sindicatos o clubes de
barrio), además de una profunda reforma del régimen legal de los partidos
políticos y su financiamiento. Los primeros cinco son para el mediano y largo
plazos; los restantes para abordar en nuestra apremiante coyuntura. El conjunto
permitirá elaborar la síntesis que hace falta.
Argentinos, ¡a
las cosas, finalmente!
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