CLAVES nº 186 – diciembre 2009
Se ha instalado una suerte de “lulamanía” gracias al carisma y
habilidad política del presidente Luiz Inácio da Silva. Consciente o inconscientemente,
América del Sur asume como algo natural un liderazgo que se va proyectando al
mundo entero. Hay varios Lula: aquel
dirigente metalúrgico, formado como tornero en el Servicio Nacional de
Industrias, el que desde Sâo Bernardo do Campo organizó huelgas que socavaron
al régimen militar (en 1980 llegó a poner 270 mil obreros en la calle); hay
otro Lula político de raza, líder y fundador del Partido dos Trabalhadores, un conglomerado de dirigentes
sindicales, intelectuales de izquierda y católicos de la teología de la
liberación; y un Lula presidente que encandila a dirigentes y funcionarios
desde Obama para abajo. La parábola descripta por Da Silva en su largo peregrinar
por los asuntos públicos de su país, indica que hay un proyecto nacional
brasileño bien resguardado quien sea que gobierne. “El mensaje es para
todo el mundo: nadie va a frenar a Brasil de cumplir con su papel histórico. No
seremos sumisos para atender a los otros y no tomar en cuenta los intereses de
Brasil”, proclamaba en
julio de 2007 cuando en el Centro Tecnológico de la Marina apoyó la
construcción de un submarino nuclear. En esa misma ocasión criticó “a los políticos de ‘corto alcance’, incapaces de pensar a veinte años
vistas, preocupados sólo por el momento que tienen ante las narices y que les
proporciona votos”.
En esta columna hemos seguido con atención y
sana envidia (que, como el colesterol, hay de la buena y mala) la irrupción de
nuestro gigantesco vecino en las ligas mayores. Su integración al BRIC -junto a
China, India y Rusia- ha sido factible porque esos cuatro países mencionados serán
actores centrales de un nuevo esquema de poder mundial que se está diseñando
para dentro de no más de una generación, por sus enormes territorios (Brasil es
la quinta extensión mundial con 8.511.965 km2) y población (casi 192 millones a
2008 para nuestro vecino). En nuestra nota “¡Ay, Brasil, Brasil!” (Claves
nº 137 - mayo de 2005) referimos como la paciente construcción de una estrategia geopolítica
fue consolidando su liderazgo y como, al contrario, Argentina fue perdiendo
presencia y resignando el suyo.
Brasil es un país especial y a quien lo haya
visitado le habrá resultado difícil sustraerse de la idiosincrasia de su gente,
apasionada, alegre y con profundo amor por su patria. En otra columna (“Brasil inalcanzable”, Claves nº 161 – julio de 2007)
expusimos los números nacionales (expansión en todos los órdenes, incluso con
el Programa Hambre Cero) y analizábamos la habilidad con que manejaron sus
intereses permanentes y cómo sus distintos gobiernos, desde la presidencia de
Juscelino Kubitschek (1956-1961) en adelante, mantuvieron una línea argumental
que a nadie que haya prestado atención a los asuntos brasileños pudo pasarle
inadvertida, y es la adopción del desenvolvimentismo
–desarrollismo- como línea histórica que le ha permitido integrar sus espacios,
a la población y sus procesos políticos. La férrea defensa de la Amazonia, el
control y aprovechamiento de sus recursos naturales en tierra y mar, bastan
como ejemplo. Brasil no solo tuvo grandes teóricos del desarrollo economistas,
sociólogos y politólogos, sino que muchos de ellos accedieron a cargos
políticos (Fernando H. Cardoso, dos veces presidente). Desde siempre dedicaron
tiempo a la reflexión geoestratégica (¿cuánto le deben a Golbery do Couto e
Silvia, el principal estratega de los militares en los 60’ y 70’?), renovada en
tiempos de Lula con Roberto Mangabeira Unger, hasta hace poco integrante del
gabinete como ministro de asuntos estratégicos. Todo eso se expresa en su
política externa, que, bien se sabe, es reflejo de la política interna, la cual
con Lula se basa en tres premisas: multilateralismo, defensa de la democracia y
respeto a la diversidad. Sin embargo, Brasil padece serios problemas estructurales
relacionados con su propio eje del mal: pobreza, narcotráfico y corrupción. Nos
referimos a esto en “Brasil y sus fantasmas” (Claves nº 162, agosto de 2007).
No extrañen los contrastes: en este país existe un factor de poder del calibre
de la Federación de Industrias del Estado de San Pablo, conviviendo con el
Movimiento de los Sin Tierra o el Primer Comando de la Capital.
Los expertos consideran que Brasil ha tomado
decisiones trascendentes, coherentes y perseverantes, y la suerte también tuvo
que ver. Por caso el traslado de la corte lusitana al subcontinente en ocasión
de la invasión francesa a la península ibérica, lo cual le permitió a Brasil
organizarse territorial y administrativamente y aprender la fina diplomacia de
la Casa de Braganza, preservándose de paso de las cruentas luchas
hispanoamericanas posteriores a la decisiva batalla de Ayacucho. Otra, más
cercana, fue la adhesión a la causa de los aliados durante la Segunda Guerra Mundial,
lo cual habilitó su buena onda con Estados Unidos, que ningún gobierno
norteamericano echó al olvido. Se podría decir que hubo suerte en el reciente descubrimiento
de los yacimientos petrolíferos en el área Tupí, frente al estado de San Pablo
en el subsuelo atlántico; suerte tal vez, pero también resultado de un proyecto
nacional iniciado a principios de los ’80, mediante el cual Brasil apuntaba a
ser constructor de plataformas off-shore, que lo es y muy importante en momentos
en que Petrobras cotiza en bolsa un valor superior al PBI argentino. A la par
apuesta fuerte en biocombustibles, ha reactivado su programa nuclear reflotando
el proyecto Angra 3 “porque es energía limpia y segura” (Lula dixit), que incluye la construcción en
talleres propios del primer submarino nuclear latinoamericano.
Esta breve descripción de la realidad actual
brasileña recuerda a los Estados Unidos de fines del siglo XIX: Brasil está saliendo
al mundo a proyectar su hegemonía regional de la mano de Lula a principios del
siglo XXI. Para eso, después de ordenar su casa, necesita acomodarse en un
vecindario díscolo, históricamente ligado-enfrentado a los Estados Unidos, lo
cual producirá un choque inevitable con la Casa Blanca, tal como se percibió en
el curso de este año. Para tal objetivo estratégico promueve la Unasur (una
suerte de OEA suramericana), inspira un Consejo de Defensa para la misma área y
regula los tiempos del Mercosur (días pasados el Senado brasileño destrabó por
fin la entrada de Venezuela al bloque, restando solo la aprobación del Congreso
paraguayo).
La política exterior diseñada por Itamaratí
tiene objetivos precisos que coadyuvan a ese posicionamiento y a la
condescendencia del resto del subcontinente. Otro objetivo central es el de ocupar
un lugar de privilegio en el nuevo esquema de poder, simbolizado en un asiento
permanente del Consejo de Seguridad de la ONU, que no resultará nada fácil y
dependerá de la habilidad con que los aspirantes del G 4 (Alemania, Brasil,
India y Japón) negocien con Washington, principalmente, y los restantes
miembros permanentes.
Brasil apuntaló fuertemente su proyección
africana, compitiendo allí de hecho con las ex metrópolis y Estados Unidos; durante
su gestión Lula visitó diecisiete países y recibió dieciséis presidentes.
Angola y Nigeria son socios de Petrobras, y los negocios se extienden a varios
rubros por toda la costa occidental africana.
Los chispazos con los Estados Unidos se están
convirtiendo en confrontación directa en varios planos y eso conlleva riesgos.
La recepción brindada en Brasilia al presidente de Irán el pasado octubre y,
antes, el cobijo del depuesto Manuel Zelaya en su embajada en Tegucigalpa (sumado
al no reconocimiento de las recientes elecciones hondureñas en la última cumbre
del Mercosur), exhibe el rigor de la pulseada. Las bases norteamericanas en
Colombia se explican antes que en las FARC, el narcotráfico o el mismísimo
Chavez, en el rediseño continental de las zonas de influencia y el consecuente
acomodo de cargas. Cuestión aún brumosa es saber si el resto aceptará
dócilmente cambiar de administrador del patio trasero. De cualquier forma, la
alianza estratégica construida pacientemente en el curso del tiempo entre
Brasilia y Washington aún posee fundamentos sólidos, esto es una visión
parecida acerca del estado del mundo.
Quedan dos preguntas todavía sin respuesta.
La primera es cuánto apostará Brasil en su juego estratégico, sabiendo que sus
recursos tangibles e intangibles de poder carecen en última instancia del
reaseguro de armas nucleares propias (de allí la apuesta por el
multilateralismo que inspira su diplomacia de paz). La segunda es qué pasará en
el período post Lula que empezará a un año vista. ¿Está Dilma Roussef, ministra
de la presidencia y candidata preferida, en condiciones de ganar la presidencia
y luego continuar la obra de Da Silva?; ¿podrá con José Serra, el gobernador
paulista del PSDB, también firme candidato? Quién sea que gane, Brasil tiene
“promedio” suficiente como para mantener la categoría.
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