Claves nº 187 – marzo de 2010
La
cruel persistencia de los sismos en nuestro cercano Chile hizo olvidar el
ensañamiento de la naturaleza con Haití, en donde las consecuencias del
terremoto del 12 de enero pasado, que dejó un tendal de 200 mil muertos e
ingentes daños materiales aun considerando las diferencias de escala entre
ambos países. No cabe duda que los chilenos se encargarán una vez más de la reconstrucción
de Chile, pero de Haití, ¿quién se hará cargo? El caso haitiano parece terminal
y plantea la ardua cuestión de los “estados fallidos”, sobre la que se teoriza en
centros intelectuales del primer mundo.
La República de Haití
ocupa la parte
occidental de la isla La Española, una
superficie de 27.750 km² contando islas
adyacentes en la que viven unas diez millones de personas calculadas al año
pasado. Existe además una diáspora de casi dos millones, instalados
principalmente en Rep. Dominicana, EUA y Canadá. Como se sabe, los otros dos
tercios de la isla corresponden a la República Dominicana.
La división de la isla marcó las historias haitiana y
dominicana, un caso más de disputas y expoliaciones colonialistas activadas por
las principales potencias europeas de entonces. Conquistada por España, perteneció
a esa corona desde la llegada misma de Colón; en 1586 el pirata F. Drake saqueó Santo
Domingo y la primera consecuencia fue el paulatino despoblamiento del sector
occidental que quedó a merced de bucaneros y filibusteros (otras modalidades de
la piratería) franceses, quienes una década después empezaron a asentarse en
esas costas. Hacia fines del siglo XVII franceses, ingleses y holandeses
seguían rapiñando en la región y disputándose sus islas. Finalmente la
ocupación francesa se hizo definitiva por el Tratado de Rijswyk (1697), que
puso fin a la guerra de Francia contra la Gran Alianza entre España, Inglaterra
y las Provincias Unidas. Sumida la población en el más abyecto esclavismo pero parlando en francés, un siglo después
empezaron las rebeliones abolicionistas hasta que el legendario Jacques
Dessalines proclamó la independencia en 1804, segunda en el continente después
de la norteamericana.
En esta brevísima síntesis histórica, cabe señalar
que en su transcurso “ocurrió” el siglo XX… arrancando con la primera
intervención militar norteamericana en 1915, la resistencia del Ejército
Revolucionario de Charlemagne Péralte y su felón asesinato por un marine, el retiro de las tropas
invasoras en 1934, una seguidilla de golpes de estado all’uso nostro hasta que en 1957 asumió esa pesadilla llamada François
-Papa Doc- Duvalier imponiendo una
terrorífica dictadura fetichista que continuó su hijo Jean-Claude Bébé Doc, quien en 1985 escapó del país
en un avión militar norteamericano que lo transportó a Francia donde halló asilo.
Un Consejo Nacional de Gobierno se hizo cargo del monumental descalabro y luego
de varios intentos electorales que incluyó una reforma constitucional,
finalmente se pudo convocar a elecciones presidenciales en 1990, ganadas con
amplitud por el ex sacerdote Jean Aristide. En septiembre de 1991 fue derrocado
por el general Raoul Cédras, pero la presión internacional y la acción de la
OEA (en misión encomendada al ex canciller Caputo) posibilitaron su renuncia y
su asilo en Panamá en septiembre de 1994, a la vez que se restituía a Aristide en
el cargo.
Naciones
Unidas en Haití
Para no fatigar al lector ubicamos una fecha de
corte en febrero de 1993, cuando la ONU estableció la Misión de las Naciones
Unidas en Haití -UNMIH- operación humanitaria conjunta con la OEA, frustrada
principalmente por la falta de cooperación de las fuerzas armadas que se
resistían el alejamiento de Cedras. La ubicación del país dentro de la zona
estratégica inmediata de los Estados Unidos no fue óbice para que la Casa
Blanca endosara la gestión a las Naciones Unidas. Recuérdese que la Carta no previó
un mecanismo como el que hoy se conoce con el nombre de Operaciones de Paz en
sus distintas variantes; sí incluye el régimen de administración fiduciaria en los
capítulos XI, XII y XIII, actualización del sistema de mandatos de la Sociedad
de las Naciones, aunque a nadie se le ocurrió hasta el momento encuadrar en ellos
el drama haitiano.
Considerando
que la inacabable crisis ponía en peligro la paz y la seguridad de la región,
el Consejo de Seguridad impulsó la UNMIH desplegando 20 mil hombres. La
insuficiencia de esa misión obligó a que entre 1994 y 2001 se complementara con
otras tres, que dan cuenta de la dimensión del problema: la Misión de Apoyo de
las Naciones Unidas en Haití (UNSMIH), la Misión de Transición de las Naciones
Unidas en Haití (UNTMIH) y la Misión de Policía de las Naciones Unidas en Haití
(MIPONUH). La casi nula concurrencia popular a las elecciones de 2000 (90 % de
ausentismo) provocó nueva crisis entre Aristide y una oposición cada vez más
abroquelada. El pico de tensión creció hasta fines de 2003 y cuando era inminente
un enfrentamiento social generalizado se constituyó el Grupo de los Seis
auspiciado por la CARICOM más Canadá, Estados Unidos, Francia, la OEA y la
Unión Europea, proponiendo un Plan de Acción Previo, aceptado a regañadientes
por el debilitado presidente. Pero el estallido finalmente sobrevino en febrero
de 2004 y no cesó hasta que Aristide abandonó el país, asumiendo la presidencia
provisional el presidente de la Corte Suprema, Boniface Alexandre. Para frenar
la guerra civil, Alexandre requirió asistencia de más tropas de Naciones
Unidas, creándose una Fuerza Multinacional Provisional (FMP) por Resolución nº
1529 del Consejo de Seguridad, cuyo objetivo sería reencausar el proceso
político tantas veces entorpecido. No fue suficiente. A raíz de un informe del
Consejo, el Secretario Kofi Annan recomendó la Misión de Estabilización de las
Naciones Unidas en Haití (MINUSTAH), instalada en junio de 2004 para encarar el
proceso de redemocratización con intensa asistencia humanitaria en todos los
planos. En ese estado de cosas sobrevino el terremoto como un innecesario castigo
del cielo.
Estados fallidos
Hace
un tiempo expusimos en esta columna sobre la situación de ciertos países que
iban adquiriendo una sostenida relevancia internacional después del descalabro
soviético. Eso fue antes de que las grandes consultoras internacionales
introdujeran el concepto-sigla BRIC (por Brasil, China e India). Pero los estados pivot -así les llamaba Paul
Kennedy- no serán solamente esos y hay varios en su lista, en la que Argentina
no figura ni a placé (ver Claves
nº 131 - septiembre de 2004, “Algo más sobre los estados pivot”). Pues bien, la
intelectualidad norteamericana, en particular, también ha debido teorizar sobre
los “estados fallidos”, contracara de los otros, a partir de los atentados del
11 S.
El
relato sobre la incidencia de la ONU en Haití no fue un mero recurso didáctico.
Hay en el mundo países a los que les cuesta conducirse en un plano de
“normalidad”, con los recursos humanos y naturales que la providencia les dotó;
pero las reales causas de la a-normalidad pueden constatarse con facilidad. Sin
embargo, pese a la escasa significancia internacional sus avatares políticos
tienen potencial desestabilizador en la región en que se encuentran y tal vez
esa sea su revancha histórica.
Para
quienes trabajaron el tema, los estados
fallidos -o “fracasados”- son los que por incapacidad estatal se han
convertido en refugio del terrorismo internacional, del narcotráfico o del
tráfico de armamentos. Francis Fukuyama, con cruda praxis anglo-nipona y
dejando atrás a los clásicos, considera que “la esencia de la estatalidad es la
capacidad última de enviar a alguien con uniforme y pistola para que imponga el
cumplimiento de las leyes del Estado”; así de simple.
El
economista Eduardo Conesa, en un inquietante trabajo titulado “Los estados
fracasados y el caso argentino”, analizó la “Fenomenología del fracaso de la
estatalidad argentina” y, señalando rasgos que -a nuestro criterio- se hallan
en mayor o menor medida inter alia en
Haití, Ruanda, Sudán o Afganistán, constató como causales de la decadencia
estatal-nacional fenómenos políticos
(guerras, golpes de estado, terrorismo), fenómenos
económicos (crisis monetaria, inflación, deuda externa, desocupación,
emigración, caída del PBI) y fenómenos
sociales producto de la corrupción (cesión de la jurisdicción nacional,
malversación de fondos públicos, inseguridad, abandono de la niñez,
clientelismo político).
La
acción multilateral canalizada a través de Naciones Unidas es hoy por hoy una
mínima garantía de contención y expectativas de mejoras para Haití. Los
ominosos índices del subdesarrollo humano que exhibe (pobreza extrema,
inseguridad, analfabetismo, enfermedades endémicas, infraestructura básica nula)
están indicando la imposibilidad de salvación sin asistencia externa. Sin
perjuicio de la responsabilidad de su dirigencia -el factor humano es clave para
cualquier proyecto nacional- Haití no hallará rumbo si no se lo acompaña para
que, sin perjuicio de la obligada asistencia mundial, sean los propios
haitianos los constructores de su destino. Todavía las reglas de juego de la
política internacional se basan en la igualdad soberana, no intervención, libre
determinación y no uso de la fuerza. Tiempo y paciencia, los cambios culturales
recién se perciben una generación más tarde.
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