24 de abril de 2011

Acerca del reconocimiento de Estados (y a propósito del caso Palestino)


Claves Nº 198 – abril de 2011
  
La decisión del gobierno nacional de reconocer al Estado Palestino en diciembre pasado, abrió interrogantes para la política exterior argentina, más allá de la justicia y oportunidad de la medida. En esta columna abordamos varias veces la confrontación palestino-israelí en sí misma y en el marco mayor del enfrentamiento de Israel con los países islámicos, a cuya relectura remitimos[1]. La presente nota apunta a las disquisiciones jurídicas respecto del reconocimiento de estados, en las cuales subyacen obvias cuestiones relacionadas a las políticas de poder.

El derecho internacional y sus "principios".

El derecho internacional público (DI) surgió -y se justificó- como rama autónoma de la ciencia jurídica con la conformación del estado tal lo concebimos hasta estos días, y en función de sus necesidades y apetencias. En la antigüedad había una especie de legalidad “internacional” derivada de máximas del derecho romano, referidas en especial a la ocupación de tierras, inviolabilidad de enviados, derecho a la defensa, armisticios, alianzas y acuerdos de paz. En realidad, la observancia de tales principios perduró a medida en que se afirmaba la conciencia de su obligatoriedad jurídica por vía de una práctica reiterada. Aquel incipiente derecho de base consuetudinaria –el ius gentium- prevaleció hasta el borde de la modernidad y demostró practicidad para vincular a los pueblos más allá de su organización institucional. La filosofía y la teología contribuyeron también con sus aportes específicos (basta recordar la Escuela de Salamanca y su referente principal Francisco de Vitoria), de modo que cuando la base territorial se delimitó con mayor precisión y permanencia apareció un ius inter gentium, es decir claramente inter-estatal y más preparado para acompañar la evolución del estado moderno.

En suma, existe el derecho internacional porque hay estados; de allí que el DI se haya perfeccionado progresivamente a partir del siglo XVII e, incluso en nuestra actualidad, sea un derecho inacabado. Desde entonces a la fecha fue propuesto -no siempre con fortuna- como herramienta integral para los relacionamientos interestatales. Sus principios, reglas de conducta para los estados, adentradas en la conciencia jurídica de los pueblos del mundo (los cuales, una vez asentados en un determinado territorio, siempre reconocieron algún tipo de organización “estatal”), poseen validez explícita al incorporarse a tratados e implícita por aquel valioso origen consuetudinario que cubre como un paraguas la legalidad internacional. Así, son paradigmáticos la igualdad soberana, la buena fe en el cumplimiento de las obligaciones internacionales, solución pacífica de controversias, no uso de la fuerza, libre determinación de los pueblos, cooperación internacional, por citar algunos significativos, cuya universalidad sigue en discusión.

Si el DI procura que el poder y sus efectos sean controlados por una legalidad internacional, ese idealismo es un antagónico evidente del realismo cultivado por tantos teóricos y prácticos de los países centrales. Dicho de otro modo, no habrá orden mundial confiable, solidario y responsable, sin respeto por el derecho internacional pasado, presente y futuro. Cuando en la pos-modernidad se especula sobre un nuevo orden mundial que supere o remplace al -en muchos aspectos-  ineficaz sistema de la ONU, ¿cuál será el papel que le corresponde a los estados en una época en que la tecnología y los tecnócratas han desplazado a la política y a los políticos?, ¿la devaluación del concepto de soberanía está preanunciando un cambio cualitativo en las relaciones internacionales?, ¿están agotados o vaciados los fundamentos del estado concebidos en los siglos XVII y XVIII, de la democracia parlamentaria del XIX y de las democracias populares del XX? Esta ardua temática es motivo de reflexiones que superan el objeto de esta nota, pero viene a colación para subrayar por qué el DI está ligado al destino de los Estados. De los que están, los que estuvieron y estarán.   

“Reconocer” a los estados, un derecho-deber.

Por su condición de sujeto primordial del DI, se entiende que un tema central para la doctrina de los autores haya sido lo relacionado al reconocimiento de estados y de gobiernos[2]. Reconocer a un nuevo estado significa la “aceptación” de los demás miembros de la comunidad internacional, en tanto exhiba sus tres elementos esenciales: territorio, población, gobierno. Sin embargo ninguno se halla obligado a reconocer a otro, aunque la dinámica de la política internacional empuje a hacerlo por una cuestión de necesidad y conveniencia. Los años fueron estableciendo cierta práctica generalizada basada en reglas genéricas: 1- no otorgar el reconocimiento mientras se desarrolla una lucha armada de emancipación o liberación; 2- el reconocimiento es factible concluida la lucha aunque los vencidos no acepten el resultado; 3- procede cuando se organiza un gobierno regular, con capacidad de defender al estado de ataques externos y a la vez mantener el orden interno. Estas reglas fueron vívidas durante el cruento proceso de descolonización inmediato a sendas posguerras mundiales, con el surgimiento de nuevos estados producto del descalabro de los imperios coloniales.

Los desmembramientos, fusiones y otras transformaciones de los elementos del estado dieron ocasión a nuevos reconocimientos. La cuestión volvió a instalarse, y fuerte, en la agenda internacional a fines del “siglo corto” de Hobsbawm con la desaparición de la Unión Soviética y la desarticulación de la antigua Yugoeslavia.  

¿Constitutivo o declarativo?

El debate más intenso en el DI clásico se centró en la naturaleza jurídica del reconocimiento, atento a que no existe -ni existirá, quizás- un tratado general que imponga normas obligatorias para fijar sus modalidades. Hacia fines del siglo XIX, el “voluntarismo” -que aceptaba la obligatoriedad del derecho internacional como autolimitación de la voluntad estatal en sus relaciones externas- consideró al reconocimiento constitutivo o atributivo de la personalidad jurídica internacional del nuevo estado. Frente a ella reaccionó una postura más “objetivista” o realista, a la postre mayoritaria, que entendió al reconocimiento como un acto declarativo de personalidad en tanto se verifiquen aquellos tres atributos esenciales; en consecuencia, un estado no dejaría de serlo porque pocos o muchos lo reconozcan. Por caso, el actual art. 9 de la Carta de la OEA ha establecido que “La existencia política del estado es independiente del reconocimiento por los demás estados. Aún antes de ser reconocido, el estado tiene el derecho de defender su integridad e independencia, […]”. Una confirmación de esta regla se halla implícita en los recurrentes reclamos de Israel a la Autoridad Nacional Palestina por actos de sus facciones (Hamas, en especial) que violan el derecho internacional, pese a que no la ha reconocido como gobierno de un estado clásico.

Expuestos estos aspectos doctrinales parecen obvias dos conclusiones respecto del acto de reconocimiento: 1- se enmarca dentro de la relatividad y discrecionalidad características de la política exterior de los estados, 2- se trata de una decisión de alto nivel y por tanto consustanciada con las constantes de la política exterior de cada país y en función de sus intereses permanentes.

Viene a cuento citar la Doctrina Hallstein[3], que marcó la política exterior germano-occidental durante buena parte de la Guerra Fría al proclamar que la RFA no aceptaría mantener relaciones diplomáticas con los países que hayan reconocido a la RDA; o la Doctrina de Una sola China que condiciona las relaciones con la República Popular, para la cual China es el territorio continental más Hong Kong, Macao y Taiwán. Ambos ejemplos bastan para indicar la calidad política del reconocimiento y las consecuencias en la política internacional.

El reconocimiento del Estado Palestino.

Expuesto lo anterior, un comentario sobre este caso concreto. Siendo, en términos generales, la política exterior reflejo de la interna, cuanta más coherente y afinada ésta más provechosa será la otra. Cuando un estado despliega su diplomacia detrás de un objetivo concreto, moviliza recursos de poder tangibles e intangibles; si carece de ellos es difícil lograr objetivos de manera rápida y eficaz; por ende, la cantidad y calidad de recursos constituirá la medida de las pretensiones. Esto significa que un paso de tamaña trascendencia debió ser rigurosamente medido en función de las constantes de la política exterior argentina y de los intereses nacionales permanentes.

De seguro que el gobierno nacional habrá merituado al detalle todos los pro y contra del reconocimiento oficial de un Estado Palestino libre e independiente, ocurrido el 6 de diciembre, pocos días después que el gobierno brasileño hiciera lo propio y en las mismas condiciones, esto es, dentro de las fronteras existentes en 1967 (en coincidencia con la Resolución n° 242 del Consejo de Seguridad de noviembre de ese año, adoptada durante la Guerra de los Seis Días) y sujeto a las negociaciones pendientes con Israel. Hoy Brasil puede darse el lujo de intervenir en este contencioso pues se ha preparado con perseverancia para el papel de potencia mundial que dócilmente le estamos concediendo al gigante vecino.

¿Es conveniente que Argentina se involucre otra vez en un conflicto que tiene por escenario el Medio Oriente en general? ¿Qué podremos obtener de esa permanente toma y daca que es la diplomacia? ¿Beneficia más andar bien con los países árabes que con Israel y sus aliados? (aun suponiendo que el mundo islámico tenga una visión coincidente del problema). El reciente reconocimiento brindado por Brasil, Uruguay y Argentina fue calurosamente festejado por los países islámicos; al contrario, los gobiernos de Israel y EUA reaccionaron mal. La carta del Prof. Yoav Tenembaum, de la Universidad de Tel Aviv, al diario La Nación (edición del 08/12/10), da una pauta de las complicaciones posibles al advertirnos sobre la posibilidad de que algunos países apliquen lo que él llamó diplomacia virtual, reconociendo “[…] la soberanía británica sobre las islas Falklands (sic), sin esperar que hubiera acuerdo alguno entre Argentina y Gran Bretaña […]”. Ambas situaciones son notoriamente distintas, pero el mensaje no necesita traducción.

Palestina tiene apenas rango de observador en la ONU y resulta una suerte de contracara del caso israelí, cuya erección como estado independiente fue consecuencia de una decisión de la Asamblea General cuando en noviembre de 1947 dividió el territorio -hasta entonces bajo mandato británico- en dos estados que debían convivir en paz. La ANP ha logrado ya que una gran mayoría de países la reconozca como Estado, pese a la existencia de un notorio, cruento y prolongado conflicto que dificulta su status independiente. Estados Unidos se opone, la Unión Europea lo condiciona: ¿el reconocimiento como se está dando es otra expresión del nuevo orden mundial que se avecina?  

Con el pretexto de un viaje de negocios, el inefable canciller Timerman voló a Israel con empresarios y dirigentes de la AMIA. En verdad, un motivo no declarado es lo que decidió el viaje: explicar las versiones acerca de un cambio en las relaciones diplomáticas entre nuestro país e Irán, congeladas desde que se acusó a funcionarios de su embajada en Irán de estar involucrados en el segundo atentado. No sería nada extraño que las autoridades israelíes indaguen también sobre las razones del reconocimiento, que a la par que suma adeptos en igual proporción desvela al gobierno de Jerusalén. Como sea, éste no parece un tema para poner a la cabeza de nuestra agenda internacional.


[1] Ver CLAVES nº 133 nov. 2004, “La muerte de Yasser Arafat; nº 151 ago. 2006, “Líbano: insensato y brutal; nº 160 jun. 2007, “Palestina: otra crisis, nueva oportunidad; nº 170 junio 2008, “La nación judía en el Estado de Israel.
[2] El reconocimiento de gobiernos refiere a la situación planteada por la ruptura del orden institucional de un país, cuando un grupo toma de facto el poder formal del Estado. Particularmente en América Latina, por la recurrencia y voltaje del asunto, se elaboraron posturas que hicieron escuela, como las doctrinas de Carlos Tobar, Genaro Estrada o Rómulo Betancourt, en la primera mitad del siglo XX.   
[3] Ver Claves nº 185 nov. 2009, “A 20 años de la caída del Muro de Berlín”. La doctrina fue propuesta por Walter Hallstein, ministro de exteriores del canciller K. Adenauer, y fue abandonada cuando W. Brandt dio un giro copernicano con su Ostpolitik.

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