Claves Nº 198 – abril de 2011
La
decisión del gobierno nacional de reconocer al Estado Palestino en diciembre pasado,
abrió interrogantes para la política exterior argentina, más allá de la
justicia y oportunidad de la medida. En esta columna abordamos varias veces la
confrontación palestino-israelí en sí misma y en el marco mayor del
enfrentamiento de Israel con los países islámicos, a cuya relectura remitimos[1]. La
presente nota apunta a las disquisiciones jurídicas respecto del reconocimiento
de estados, en las cuales subyacen obvias cuestiones relacionadas a las políticas
de poder.
El derecho internacional público (DI) surgió -y se justificó-
como rama autónoma de la ciencia jurídica con la conformación del estado tal lo
concebimos hasta estos días, y en función de sus necesidades y apetencias. En
la antigüedad había una especie de legalidad “internacional” derivada de máximas
del derecho romano, referidas en especial a la ocupación de tierras,
inviolabilidad de enviados, derecho a la defensa, armisticios, alianzas y acuerdos
de paz. En realidad, la observancia de tales principios perduró a medida en que
se afirmaba la conciencia de su obligatoriedad jurídica por vía de una práctica
reiterada. Aquel incipiente derecho de base consuetudinaria –el ius gentium- prevaleció hasta el borde
de la modernidad y demostró practicidad para vincular a los pueblos más allá de
su organización institucional. La filosofía y la teología contribuyeron también
con sus aportes específicos (basta recordar la Escuela de Salamanca y su
referente principal Francisco de Vitoria), de modo que cuando la base territorial
se delimitó con mayor precisión y permanencia apareció un ius inter gentium, es decir claramente inter-estatal y más preparado
para acompañar la evolución del estado moderno.
En suma, existe el derecho internacional porque hay estados;
de allí que el DI se haya perfeccionado progresivamente a partir del siglo XVII
e, incluso en nuestra actualidad, sea un derecho inacabado. Desde entonces a la
fecha fue propuesto -no siempre con fortuna- como herramienta integral para los
relacionamientos interestatales. Sus principios,
reglas de conducta para los estados, adentradas en la conciencia jurídica de
los pueblos del mundo (los cuales, una vez asentados en un determinado
territorio, siempre reconocieron algún tipo de organización “estatal”), poseen
validez explícita al incorporarse a tratados e implícita por aquel valioso
origen consuetudinario que cubre como un paraguas la legalidad internacional.
Así, son paradigmáticos la igualdad soberana, la buena fe en el cumplimiento de
las obligaciones internacionales, solución pacífica de controversias, no uso de
la fuerza, libre determinación de los pueblos, cooperación internacional, por
citar algunos significativos, cuya universalidad sigue en discusión.
Si el DI procura que el poder y sus efectos sean
controlados por una legalidad internacional, ese idealismo es un antagónico evidente del realismo cultivado por tantos teóricos y prácticos de los países
centrales. Dicho de otro modo, no habrá orden mundial confiable, solidario y
responsable, sin respeto por el derecho internacional pasado, presente y
futuro. Cuando en la pos-modernidad se especula sobre un nuevo orden mundial
que supere o remplace al -en muchos aspectos- ineficaz sistema de la ONU, ¿cuál será el papel que
le corresponde a los estados en una época en que la tecnología y los
tecnócratas han desplazado a la política y a los políticos?, ¿la devaluación
del concepto de soberanía está preanunciando un cambio cualitativo en las
relaciones internacionales?, ¿están agotados o vaciados los fundamentos del
estado concebidos en los siglos XVII y XVIII, de la democracia parlamentaria
del XIX y de las democracias populares del XX? Esta ardua temática es motivo de
reflexiones que superan el objeto de esta nota, pero viene a colación para
subrayar por qué el DI está ligado al destino de los Estados. De los que están,
los que estuvieron y estarán.
“Reconocer”
a los estados, un derecho-deber.
Por su condición de sujeto primordial del DI, se
entiende que un tema central para la doctrina de los autores haya sido lo
relacionado al reconocimiento de estados y de gobiernos[2].
Reconocer a un nuevo estado significa la “aceptación” de los demás miembros de
la comunidad internacional, en tanto exhiba sus tres elementos esenciales:
territorio, población, gobierno. Sin embargo ninguno se halla obligado a
reconocer a otro, aunque la dinámica de la política internacional empuje a hacerlo
por una cuestión de necesidad y conveniencia. Los años fueron estableciendo cierta
práctica generalizada basada en reglas genéricas: 1- no otorgar el
reconocimiento mientras se desarrolla una lucha armada de emancipación o
liberación; 2- el reconocimiento es factible concluida la lucha aunque los
vencidos no acepten el resultado; 3- procede cuando se organiza un gobierno
regular, con capacidad de defender al estado de ataques externos y a la vez
mantener el orden interno. Estas reglas fueron vívidas durante el cruento
proceso de descolonización inmediato a sendas posguerras mundiales, con el
surgimiento de nuevos estados producto del descalabro de los imperios
coloniales.
Los desmembramientos, fusiones y otras
transformaciones de los elementos del estado dieron ocasión a nuevos
reconocimientos. La cuestión volvió a instalarse, y fuerte, en la agenda
internacional a fines del “siglo corto” de Hobsbawm con la desaparición de la Unión Soviética y
la desarticulación de la antigua Yugoeslavia.
¿Constitutivo
o declarativo?
El debate más intenso en el DI clásico se centró en
la naturaleza jurídica del reconocimiento, atento a que no existe -ni existirá,
quizás- un tratado general que imponga normas obligatorias para fijar sus
modalidades. Hacia fines del siglo XIX, el “voluntarismo” -que aceptaba la obligatoriedad
del derecho internacional como autolimitación de la voluntad estatal en sus relaciones
externas- consideró al reconocimiento constitutivo
o atributivo de la personalidad jurídica
internacional del nuevo estado. Frente a ella reaccionó una postura más “objetivista”
o realista, a la postre mayoritaria, que entendió al reconocimiento como un
acto declarativo de personalidad en
tanto se verifiquen aquellos tres atributos esenciales; en consecuencia, un estado
no dejaría de serlo porque pocos o muchos lo reconozcan. Por caso, el actual art.
9 de la Carta
de la OEA ha establecido
que “La existencia política del estado es
independiente del reconocimiento por los demás estados. Aún antes de ser
reconocido, el estado tiene el derecho de defender su integridad e
independencia, […]”. Una confirmación de esta regla se halla implícita en
los recurrentes reclamos de Israel a la Autoridad Nacional
Palestina por actos de sus facciones (Hamas,
en especial) que violan el derecho internacional, pese a que no la ha reconocido
como gobierno de un estado clásico.
Expuestos estos aspectos doctrinales parecen obvias dos
conclusiones respecto del acto de reconocimiento: 1- se enmarca dentro de la
relatividad y discrecionalidad características de la política exterior de los
estados, 2- se trata de una decisión de alto nivel y por tanto consustanciada
con las constantes de la política exterior de cada país y en función de sus
intereses permanentes.
Viene a cuento citar la Doctrina Hallstein[3],
que marcó la política exterior germano-occidental durante buena parte de la Guerra
Fría al proclamar que la RFA
no aceptaría mantener relaciones diplomáticas con los países que hayan reconocido
a la RDA; o la Doctrina de Una sola China que condiciona las
relaciones con la
República Popular, para la cual China es el territorio
continental más Hong Kong, Macao y Taiwán. Ambos ejemplos bastan para indicar
la calidad política del reconocimiento y las consecuencias en la política
internacional.
El
reconocimiento del Estado Palestino.
Expuesto lo anterior, un comentario sobre este caso concreto.
Siendo, en términos generales, la política exterior reflejo de la interna, cuanta
más coherente y afinada ésta más provechosa será la otra. Cuando un estado
despliega su diplomacia detrás de un objetivo concreto, moviliza recursos de
poder tangibles e intangibles; si carece de ellos es difícil lograr objetivos
de manera rápida y eficaz; por ende, la cantidad y calidad de recursos constituirá
la medida de las pretensiones. Esto significa que un paso de tamaña
trascendencia debió ser rigurosamente medido en función de las constantes de la
política exterior argentina y de los intereses nacionales permanentes.
De seguro que el gobierno nacional habrá merituado
al detalle todos los pro y contra del reconocimiento oficial de un Estado
Palestino libre e independiente, ocurrido el 6 de diciembre, pocos días después
que el gobierno brasileño hiciera lo propio y en las mismas condiciones, esto
es, dentro de las fronteras existentes en 1967 (en coincidencia con la
Resolución n° 242 del Consejo de Seguridad de noviembre de ese año, adoptada
durante la Guerra de los Seis Días) y sujeto a las negociaciones pendientes con
Israel. Hoy Brasil puede darse el lujo de intervenir en este contencioso pues
se ha preparado con perseverancia para el papel de potencia mundial que
dócilmente le estamos concediendo al gigante vecino.
¿Es conveniente que Argentina se involucre otra vez
en un conflicto que tiene por escenario el Medio Oriente en general? ¿Qué podremos
obtener de esa permanente toma y daca
que es la diplomacia? ¿Beneficia más andar bien con los países árabes que con
Israel y sus aliados? (aun suponiendo que el mundo islámico tenga una visión coincidente
del problema). El reciente reconocimiento brindado por Brasil, Uruguay y Argentina
fue calurosamente festejado por los países islámicos; al contrario, los
gobiernos de Israel y EUA reaccionaron mal. La carta del Prof. Yoav Tenembaum,
de la Universidad
de Tel Aviv, al diario La
Nación (edición del 08/12/10), da una pauta de las
complicaciones posibles al advertirnos sobre la posibilidad de que algunos
países apliquen lo que él llamó diplomacia
virtual, reconociendo “[…] la
soberanía británica sobre las islas Falklands (sic), sin esperar que hubiera
acuerdo alguno entre Argentina y Gran Bretaña […]”. Ambas situaciones son
notoriamente distintas, pero el mensaje no necesita traducción.
Palestina tiene apenas rango de observador en la ONU
y resulta una suerte de contracara del caso israelí, cuya erección como estado
independiente fue consecuencia de una decisión de la Asamblea General cuando en
noviembre de 1947 dividió el territorio -hasta entonces bajo mandato británico-
en dos estados que debían convivir en paz. La ANP ha logrado ya que una gran
mayoría de países la reconozca como Estado, pese a la existencia de un notorio,
cruento y prolongado conflicto que dificulta su status independiente. Estados
Unidos se opone, la Unión Europea lo condiciona: ¿el reconocimiento como se
está dando es otra expresión del nuevo orden mundial que se avecina?
Con el pretexto de un viaje de negocios, el inefable
canciller Timerman voló a Israel con empresarios y dirigentes de la AMIA. En
verdad, un motivo no declarado es lo que decidió el viaje: explicar las
versiones acerca de un cambio en las relaciones diplomáticas entre nuestro país
e Irán, congeladas desde que se acusó a funcionarios de su embajada en Irán de
estar involucrados en el segundo atentado. No sería nada extraño que las
autoridades israelíes indaguen también sobre las razones del reconocimiento,
que a la par que suma adeptos en igual proporción desvela al gobierno de
Jerusalén. Como sea, éste no parece un tema para poner a la cabeza de nuestra
agenda internacional.
[1] Ver CLAVES
nº
133 nov. 2004, “La muerte de Yasser Arafat”; nº 151 ago. 2006, “Líbano: insensato y brutal”; nº 160 jun. 2007, “Palestina: otra
crisis, nueva oportunidad”; nº 170
junio 2008, “La nación judía en el Estado de Israel”.
[2] El reconocimiento
de gobiernos refiere a la situación planteada por la ruptura del orden
institucional de un país, cuando un grupo toma de facto el poder formal del Estado. Particularmente en América
Latina, por la recurrencia y voltaje del asunto, se elaboraron posturas que
hicieron escuela, como las doctrinas de Carlos Tobar, Genaro Estrada o Rómulo
Betancourt, en la primera mitad del siglo XX.
[3] Ver Claves
nº 185 nov. 2009, “A 20 años de la caída del Muro de Berlín”. La doctrina
fue propuesta por Walter Hallstein, ministro de exteriores del canciller K.
Adenauer, y fue abandonada cuando W. Brandt dio un giro copernicano con su Ostpolitik.
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