Claves Nº 199 – mayo 2011
(“Ojo por ojo nos vamos a quedar todos ciegos”, Mahatma Ghandi)
Osama bin Laden (ObL) llevó a su tumba submarina secretos que difícilmente se revelarán. El odio implacable hacia los Estados Unidos y sus aliados, ya está transferido a militantes y simpatizantes pertenezcan o no a la impenetrable red Al Qaeda. Más del 60% de la sociedad norteamericana celebró con júbilo su muerte; al contrario, para los sectores fundamentalistas será símbolo de la resistencia contra la unipolaridad y los desvalores occidentales, justo mismo cuando en varios países islámicos sus pueblos reclaman inmediatos cambios políticos e institucionales[1]. ¿Su fin podía haber sido distinto? Para él, según se aprecia, no quedaba sino la “solución final”.
El asesinato de un líder devaluado[3] ocurrió en otro momento de transición en el plano internacional, un escenario en el cual se va instalando un esquema de poder tendiente a la multipolaridad con nuevos actores, uno de los cuales -China- será en una década más la primera economía mundial. Sin desconocer por cierto la situación interna norteamericana, con un Barak Obama buscando revertir la caída de su popularidad con miras a su reelección. Con esa operación militar, Estados Unidos proclamó una vez más urbi et orbi que intervendrá donde sea cada vez que peligren su seguridad e intereses. Desde el punto de vista de la legalidad internacional violó la soberanía e integridad territorial de Paquistán, sin perjuicio de una venia implícita de su gobierno. ¿Había margen para detenerlo y someterlo a juicio si el propio Barak Obama consideró esa muerte un acto de justicia?
En esta revista tuvimos oportunidad de considerar las dificultades para compatibilizar la legalidad internacional con las necesidades de los estados, lo cual provoca inevitable tensión entre una incipiente justicia universal con la jurisdicción exclusiva de cada estado (v. Claves n° 122, agosto de 2003)[4]. Los indetenibles avances en materia de protección internacional de los derechos humanos, han conmovido la estructura del derecho penal clásico, arraigada en la conciencia cívica de los pueblos del mundo. En efecto, para juzgar y condenar a un autor de delitos atroces que afrentan la dignidad humana, se requiere un juicio que garantice la defensa y el debido proceso. Los presupuestos técnico-jurídicos son ineludibles: territorialidad, juez natural y, sobre todo, la certeza de una ley anterior al hecho del proceso y la pena correspondiente.
Ahora bien, las dificultades son mayores cuando se imputa el delito de terrorismo, debido a la falta de acuerdo para tipificarlo. Cuando se aprobó en Roma -julio de 1998- el Estatuto de la Corte Penal Internacional (CPI), quedó establecida su competencia para cuatro delitos: genocidio, crímenes contra la humanidad, crímenes de guerra y crimen de agresión (aunque este último requiere la celebración de una convención especial, cuya convocatoria nadie apura). En aquella ocasión se debatió también la inclusión de dos delitos más, finalmente excluidos: terrorismo y tráfico de drogas. Aunque se hubiera incorporado, la CPI no podría haber juzgado a ObL pues el país que padeció el daño es parte de ella; tampoco Paquistán, el país donde se refugió.
Los actos terroristas “clásicos” siempre buscaron autojustificarse en objetivos políticos, lo cual resultaba obvio en las llamadas luchas de liberación nacional ocurridas desde la conclusión de la Primera Guerra Mundial en adelante; o bien en cualquier ideología promotora de cambios revolucionarios. Concluido el proceso de descolonización siguiente a ambas posguerras, el terrorismo también se globalizó enarbolando las banderas del interés popular cualquiera fuese éste. Guillermo Fierro cita la frase de un jerarca de la organización Septiembre Negro, que resulta toda una definición: “En el mundo de hoy no puede haber fronteras políticas y geográficas, ni límites de orden moral para los militantes en el campo popular. Nadie es inocente, nadie es neutral”[5]. Así están las cosas.
El terrorismo, de hecho, consiste en un método de lucha para obtener objetivos políticos, para lo cual utiliza una violencia indiscriminada que paraliza de miedo a la gente. Después del ataque a las Torres Gemelas[6], Estadios Unidos declaró la guerra a los fantasmas, y saliendo de su atolladero de Irak se sumergió en el pantano de Afganistán, ejerciendo la legítima defensa preventiva. Pero he aquí que las guerras solo pueden declararse entre estados. Por eso la necesidad de una estrategia multilateral coordinada.
La ONU fue la caja de resonancia y su Asamblea General ámbito de un debate que no pudo ir más allá de lo retórico. Al concluir su 60ª sesión anual, la AG emitió el Documento final de la Cumbre Mundial 2005, dedicando al terrorismo los numerales 81 a 91. Cabe recordar que esas declaraciones carecen de fuerza obligatoria y apuntan más a un plan de acción futuro a concertar entre los países miembros. Entre otras aspiraciones el nº 85 expresa: “Reconocemos que la cooperación internacional para luchar contra el terrorismo debe llevarse a cabo de conformidad con el derecho internacional, incluida la Carta y las convenciones y los protocolos internacionales pertinentes. Los Estados deben asegurarse de que toda medida que se tome para combatir el terrorismo respete las obligaciones contraídas en virtud del derecho internacional, en particular las normas de derechos humanos, el derecho relativo a los refugiados y el derecho internacional humanitario”. Un año después, la AG aprobó la Resolución nº 60/288, que tampoco es obligatoria pero sí implica un programa a concretar, cuyo Anexo propone una Estrategia global de las Naciones Unidas contra el terrorismo. El nº 1 condena “de “manera sistemática, inequívoca y firme, el terrorismo en todas sus formas y manifestaciones, independientemente de quién lo cometa y de dónde y con qué propósitos, puesto que constituye una de las amenazas más graves para la paz y la seguridad internacionales”. Mientras no se unifiquen las acciones (¿lo aceptará EE.UU?), tanto la persecución y el castigo de terroristas seguirá siendo una cuestión interna de cada país afectado.
Los por estos días mentados casos de Adolf Eichmann, juzgado y ejecutado en Israel (mayo 1962), de Slobodan Milosevic muerto en prisión mientras era juzgado por el Tribunal Penal para la Antigua Yugoeslavia (marzo de 2006), la sentencia de muerte aplicada a Saddam Hussein (diciembre de 2006), demuestran la viabilidad de las salidas legales más allá de las inevitables implicancias políticas. Esta otra muerte se pareció más a los operativos que acabaron con la vida de Ernesto Guevara en la selva boliviana (octubre de 1967) o el que liquidó a Raúl Reyes, líder de las FARC, en su refugio ecuatoriano (marzo de 2008). ¿Qué país del mundo está en condiciones de soportar el juzgamiento de un personaje semejante? ¿Qué pena aplicar, habida cuenta que los tribunales ad hoc creados por el Consejo de Seguridad para Yugoeslavia, Ruanda, Líbano y la propia CPI solo reconocen la reclusión perpetua como pena máxima? El mejor preparado es por cierto el país damnificado, previo proceso de extradición si es que hubiera un tratado específico entre EUA y Paquistán. ¿Estados Unidos se hallaba en condiciones de hacerlo en sus tribunales nacionales y eventualmente aplicarle la pena de muerte?
En la teoría del poder aún confrontan dos grandes líneas, la realista (para la cual el poder y su acrecentamiento son el motor y la explicación de las relaciones internacionales) y la idealista (que pretende remplazarlo por la legalidad internacional y la puesta en práctica de instituciones internacionales)[7]. La Casa Blanca necesitaba una demostración de su fuerza, sin preocuparse ni interesarse por su legalidad y legitimidad. Las consecuencias son imaginables, pues lo ocurrido no ha sido justicia sino mera venganza.
[1] Ver “Con efecto dominó”, Claves n° 198, marzo 2011.
[2] En “Osama bin Laden: la solución final”, semanario Redacción, 06/05/11.
[3] “Devaluado” porque, para varios analistas, el obligado aislamiento de ObL ya lo había alejado de la conducción estratégica de su movimiento, manteniendo solo su condición de líder espiritual e ideólogo.
[4] En esa edición referimos el caso Pinochet, que marcó un hito cuando en octubre de 1998 un juez español solicitó a sus pares ingleses la detención y extradición del senador vitalicio de paso por Londres, acusado por la desaparición de ciudadanos españoles en Chile, 20 años antes.
[5] En La Ley Penal y el Derecho Internacional, Ed. TEA, Buenos Aires, 1997.
[6] Ver “Entre la venganza y las lecciones de la historia”, Claves nº 103, septiembre de 2001.
[7] Celestino del Arenal, “Poder y relaciones internacionales. Un análisis conceptual”, en Revista de Estudios Internacionales, vol. 4, nº 3, julio-sept. 1983, Madrid.
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