24 de marzo de 2011

CON EFECTO DOMINÓ… (Túnez, Egipto, Libia, etcétera)

Claves Nº 197 - marzo de 2011

Esta nota empezó a escribirse después de la patética huída del tunecino Zine El Abidine Ben Alí a Arabia Saudita, poco antes de la renuncia de Hosni Mubarak y de la represión en Libia. Por los mismos días se producían revueltas populares en Yemen, Bahréin, Omán y Jordania. Febrero inolvidable para esa parte del mundo, en donde la Guerra Fría finalmente anuncia su agotamiento. El presente comentario contextualiza los conmocionantes sucesos desplegados con efecto dominó en países norafricanos y del oriente medio. Hasta su entrega al editor (antes del plebiscito egipcio del 19 de marzo), y por bastante tiempo más, tiene un final abierto e impredecible.


Cuando los pueblos agotan su paciencia…

En cualquier país del mundo y en cualquier época, la misma persona en el poder durante dos o más décadas en nombre de la república y la democracia es un despropósito que atenta contra la naturaleza misma de ambas instituciones. Túnez, Egipto, Libia y Yemen lo son en los papeles, pero sus máximas autoridades, elegidas periódicamente, han ejercido sus cargos cual si fuesen faraones. En estos países, las crisis muestran situaciones parecidas y deficiencias estructurales también parecidas: casi todos los líderes depuestos o cuestionados estuvieron sostenidos por las fuerzas armadas a las que pertenecieron, reelectos según los plazos establecidos, ellos y sus familias son inmensamente ricos, la brecha entre las castas gobernantes y las mayorías empobrecidas cada vez mayor, la corrupción es sistémica, la reacción popular vino de la mano de la juventud con espontaneidad política y sin liderazgos visibles. Así lo anotó, entre tantos analistas y corresponsales, Hicham B. A. El Ataoui en su informe “La rebelión exitosa” (Le Monde diplomatique, nº 140, febrero 2011).

Los casos de Egipto y Libia concitaron mayor atención mundial e intenso despliegue informativo, por el papel del primero en el precario equilibrio entre los países árabes que rodean a Israel desde el histórico acuerdo de Camp David, suscripto por Anwar el-Sadat y Menachem Begin a instancias del presidente Carter en septiembre de 1978; y la segunda como decisiva exportadora de petróleo a Europa, que absorbe el 90% de su producción anual. Por ende, sin el apoyo explícito de las grandes potencias, esos regímenes no hubieran durado tanto tiempo. ¿Por qué cayeron ya Ben Alí y Mubarak? Más allá del temido choque de civilizaciones, de la cuestión palestino-israelí, del fundamentalismo islámico, del terrorismo de Al Qaeda o de los vaivenes del barril de crudo, se empujaron solos por no atender las señales emitidas por sociedades hartas de la pobreza, del autoritarismo, la corrupción y represión, una mezcla explosiva para cualquier sistema y país. Es decir, lo que está aconteciendo por allá obedece a estrictas cuestiones internas de cada uno.

En los países nombrados, el fermento venía cociéndose desde hacía rato y ningún gobierno supo anticipar la cantidad e intensidad de estallidos espontáneos de menor a mayor, como suele ocurrir con las manifestaciones populares promovidas por indignación o cansancio moral. Sobran ejemplos de revoluciones civiles en el contexto de la Guerra Fría, más o menos cruentas y de resultado desparejo e incierto, desde la revuelta húngara de 1954 contra el cepo soviético a la matanza de los estudiantes que cantaban La Marsellesa en la Plaza de Tiananmen, cinco meses antes de que los berlineses agujerearan el anacrónico muro a fuerza de pico y combo en los primeros días de noviembre de 1989. Puebladas como la Primavera de Praga en febrero de 1968 y su réplica -la Revolución del Terciopelo, también en el cabalístico noviembre de 1989- o las crisis sucedidas luego del derrumbe de la Unión Soviética en Chechenia dos veces (1994 y 1996), Georgia (noviembre de 2003), Ucrania (noviembre de 2004), Kirguizistán (abril de 2005), Belarús (marzo de de 2006), incluyendo la sangrienta revuelta “verde” en Teherán de junio de 2009. En la punta del iceberg podemos ubicar la falta de libertades civiles, pero en los dos tercios abajo del agua se hallarán indicadores del subdesarrollo (desequilibrio en las balanzas de pagos, falta de movilidad social y desigual distribución de la propiedad e ingresos, mala distribución de núcleos poblacionales, imposibilidad de expandir mercados por carencia de poder de compra, falta de competencia interna y externa).

En el ánimo de esas sociedades inquietas pesó la horrible sensación de ver escapar el futuro; por eso jóvenes desocupados de las clases medias arrastraron a sus padres y hermanas (el protagonismo femenino fulminó el estereotipo de la mujer musulmana), a profesionales y comerciantes a las plazas de las principales ciudades. Según un informe de Newsweek (nº 235, 02/02/2011, págs. 22/28), desde Marruecos a Irán y de Siria a Yemen, la población de menos de 30 años está llegando al tercio del total. La inmediata conexión con sus coetáneos vía internet, celulares y la cadena Al Jazeera (en papel moderador que ni los medios ni los gobiernos occidentales valoran), les permitió informarse, armar redes de contacto y convocatoria fuera del control de los respectivos gobiernos, pese a los esfuerzos en contrario. Esa presión etaria para producir un cambio en los mandos públicos, es el dato sociopolítico que resume y a la vez actuó como disparador de protestas que no exhibían una conducción identificable. Y lo que parecía una expresión urbana de gente con estudios, contagió al interior profundo, campesino, analfabeto y postergado. Detrás de los jóvenes, funcionarios de distintos estamentos, incluso militares, plegándose de a poco a los reclamos de urgentes cambios político-institucionales. Más allá del corto plazo, nadie sabe con certeza en qué terminarán estos sacudones, pero la oportunidad es única y acaso irrepetible si no se la aprovecha convenientemente para que los nuevos tiempos constituyan una oportunidad, nunca una amenaza.

Terminó la Guerra Fría

Algunos prestigiosos académicos, como Alain Touraine (“Movimientos de liberación en las naciones árabes”, El País, 10/02/2011) o Khatchik Derghougassian (“Medio Oriente: revolución y después”, Veintitrés Internacional nº 61, enero 2011), consideran que estamos presenciando, con retraso, el fin de la Guerra Fría en el mundo islámico. Las incertidumbres que el hecho genera son resultante -qué duda cabe- de los errores de un Occidente feroz y cínico. Aquellos pueblos no quieren más dictadores, civiles o militares, religiosos o laicos, sostenidos por las grandes potencias para acceder a pingües negocios, al petróleo y a su traslado por rutas seguras, en primer término; en segundo, porque esos dictadores fungieron de garantes de la estabilidad regional y muros de contención del terrorismo fundamentalista (así había pasado en su momento con las dictaduras militares en nuestro continente, apoyadas para contener la expansión comunista instalada en Cuba). Pero la situación resulta tal vez más grave todavía, a nuestro criterio, ya que los países hoy convulsionados deben superar los contrasentidos de la Guerra Fría sin haber terminado de cicatrizar las heridas del orden imperialista, racista y etnocéntrico del siglo XIX, subyacente en la mayoría de los conflictos actuales y que marcó a fuego a los pueblos involucrados.

Basta echar una mirada a los mapas y repasar los últimos 100 años de historia en ceñido resumen, siguiendo la dirección oeste-este. En Marruecos -aliado extra OTAN, independizado de Francia y España apenas en 1956- rige una monarquía constitucional también en los papeles (el Majzen -la casta real- posee más fuerza que las instituciones del Estado), cuyo rey y a la vez jefe religioso -Mohammed VI desde 1999- es un super gerente educado a la europea. Argelia es una república presidencialista, independizada de Francia en 1962, después de una cruenta lucha de liberación; su presidente Abdelaziz Buteflika (73) gobierna con sustos desde 1999. En 2009 obtuvo su tercera y fatigante reelección jaqueado por el Frente Islámico de Salvación y grupos guerrilleros residuales, protagonistas de la guerra civil de los ‘90. La primera víctima de la furia popular de este proceso fue el mencionado Ben Alí (74), veintitrés años presidiendo la República Tunecina, colonia francesa hasta 1956; con una economía diversificada, estable y en crecimiento, el poder dictatorial y cuasi mafioso que le achacan a él y a su temible segunda esposa Leila, terminó por voltearlo. Libia, independizada de Italia en 1951, está gobernada por Muammar al-Khadafi (68, el más joven de los dictadores y más antiguo en el cargo) desde septiembre de 1969; importante país petrolero se convirtió en una meca para cualquier clase de negocios. Mubarak (82) desde 1981 presidió Egipto, protectorado británico hasta agosto de 1936. Controla el estratégico Canal de Suez desde su nacionalización en 1956; fue el primer país árabe en reconocer la existencia del Estado de Israel. Yemen, típico “producto” de la Guerra Fría, recuerda el caso de las dos Corea; en los años ’70 estaba dividido en la República Árabe de Yemen o Yemen del Norte, protegida por Arabia Saudita y Estados Unidos por extensión, y la República Popular Democrática (Yemen del Sur) apoyaba por la URSS. Luego de duras guerras civiles, ambas partes se unificaron bajo el paraguas de la Liga Árabe en mayo de 1990, como una sola república democrática y pluripartidaria, cuya legislación se inspira en las normas del islam. Saléh gobierna desde 1993 y, obligado por las circunstancias, procura un gobierno de unidad nacional… siguiendo él a la cabeza. El reino de Bahréin está gobernado desde hace más de 200 años por la dinastía sunnita Al Khalifah, pero los chiitas representan el 70% de la población. Apetecido desde siempre por Irán, fue protectorado británico hasta 1972; la oposición está reclamando incluir representantes del chiismo en los altos mandos de gobierno. Las consecuencias de tan prolongado ejercicio del poder están a la vista y por eso los reclamos se calcan: cese de persecuciones políticas y de la represión policial, liberación de líderes opositores, convocatoria amplia para acordar pactos de gobernabilidad, elecciones limpias, reformas constitucionales para reducir la duración de los mandatos y mejorar la representación democrática.

Así como la parábola política de Túnez y Egipto se repite mutatis mutandi en los demás países de la región, lo de Libia es paradigma de cómo poderosísimos intereses económicos y un entramado de negocios y complicidades son igualmente causa eficiente de la ingobernabilidad de muchos países. Una investigación de Miguel Mora para el diario El País (reproducida en “El tirano que compró a Occidente”, La Nación, Sección Enfoques, 06/03/11), revela los increíbles negocios de la Libian Investment Authority (LIA), un fondo soberano –controlado a su antojo y en obscena confusión patrimonial por la familia Kadhafi- creado en 2006 que acumula € 65.000 millones provenientes de la renta petrolera. Libia suministra petróleo (es el 8º en reservas petroleras, 12º exportador y 18º en producción) y los principales gobiernos de la UE y sus grandes empresas le rinden pleitesía y le suministran toda clase de favores y armamentos. Este es el mismo Kadhafi demonizado en tiempos de Reagan como principal promotor del terrorismo internacional, al punto de bombardearle un palacio con el propósito de ultimarlo; el mismo Kadhafi invitado estrella a una reunión del G 20 en la destruida pero bella ciudad italiana de L’ Aquila, en julio de 2009 (a la cual también había asistido Mubarak…); el mismo cuya cabeza están reclamando una Europa y un Estados Unidos hipócritas. Sobrevuela la intervención militar y, si ocurre, será la comprobación de su gatopardismo.

¿Y esto cómo sigue?

¿Cómo ha de culminar este proceso, más allá de cómo zafen Libia o cualquiera de los países complicados en esta coyuntura? Nadie sensato arriesgará un pronóstico; y es lógico si estamos asistiendo a un cambio de época y de paradigmas. Resulta difícil pronosticar resultados cuando prevalece la “lógica” occidental: ¿acaso la democracia que por estos días se reclama es la misma que ofrece la Casa Blanca y traslada con sus marines? ¿Qué significa, entonces, que haya llegado el fin de la Guerra Fría a la región?

Las revueltas, revoluciones y guerras civiles mencionadas en esta nota son la consecuencia del estado de cosas producido, primero, por el proceso de descolonización potenciado con la creación de la ONU y, después, por la desaparición de la Unión Soviética. El sistema de Naciones Unidas implicó la clausura definitiva del orden internacional eurocéntrico que promovió las dos grandes guerras del siglo pasado; y a su vez el bipolarismo estratégico de las dos superpotencias nucleares, más que orden fue el esquema de seguridad mundial durante la Guerra Fría. La ilusión unipolar proclamada por G. Bush (p) luego de la Guerra del Golfo, fue un punto de inflexión (una incidencia, como los atentados terroristas del 11 S y similares), que duró hasta el atolladero de Irak (Claves nº 123 - diciembre de 2003). Ni el fracasado sistema de la ONU ni aquel esquema de seguridad, aunque se pretenda lo contrario, han sido remplazados por un orden internacional con reglas más confiables, pues el que avizoramos recién se está gestando.

Contemplados en perspectiva histórica, esos “momentos” han sido resultante de la fuerza transformadora de Occidente desde el Renacimiento, el Iluminismo, el Modernismo y los demás ismos derivados de ellos, que marcaron a todos los países con la ideología del estado nacional, sus intereses y necesidades geoestratégicas. Sin embargo, esa fuerza renovadora no penetró de igual modo en un islam que había dominado al mundo desde el siglo VIII al XVI, y que maneja otras categorías de pensamiento y tiempos distintos. Desde la caía del Imperio Otomano, las naciones árabes e islámicas han procurado afianzar su identidad y su destino marcando las diferencias con sus oponentes, en especial con quienes los expoliaron durante siglos. No queremos simplificar la profundidad de esta cuestión, tan agudamente descripta por el formidable Edward Said (Orientalismo, cap. 3,1. Ed. Libertarias, Madrid, 1990), cuando al distinguir entre orientalismo latente y orientalismo manifiesto decía “[…] el orientalismo constituye fundamentalmente una doctrina política que se impuso sobre Oriente porque era más débil que Occidente; y Occidente suprimió las diferencias con Oriente, reduciéndolas a su debilidad”. Al fin y al cabo, los ejércitos occidentales, los cuerpos consulares, los mercaderes, las expediciones científicas y arqueológicas siempre iban al este. Pues finalmente Occidente debe abrir los ojos y resignar algunos objetivos, aunque no sucederá tan fácilmente meneando los fantasmas del integrismo, del terrorismo y del uso militar de la energía nuclear en manos irresponsables.

Coincidiendo con Derghougassian, el proceso histórico en Medio Oriente desde 1945 en adelante, reconoce tres grandes etapas, que expresan la tensión oriente-occidente dentro del marco de la Guerra Fría. La primera corresponde a las tres principales guerras árabe-israelí, en el marco de las luchas de liberación nacional y de la resistida creación del Estado de Israel; su bandera era el panarabismo y Egipto y Nasser los abanderados. La segunda, consecuencia de la anterior, fue el enfrentamiento focalizado en la cuestión Palestina y su impronta, el nacionalismo árabe e islámico a secas. La última fue la del surgimiento de un estado teocrático en Irán, luego del derrocamiento del Sha Pahlevi por la revolución liderada por el ayatola Kohmeini, cuyas consecuencia más sensibles fue la fractura entre las grandes ramas islámicas, la mayoritaria sunnita y la chiíta. La propuesta religiosa apuntaba a la conformación de la Umma, la comunidad universal de creyentes del islam por encima de las nacionalidades. Las tres etapas están entrelazadas unas con otras, incidieron entre sí en el plano interno y se proyectaron al externo, han tenido momentos de calma pero también muchos de extrema tensión, con el perturbador petróleo siempre presente.

La gran incógnita es cómo se adaptarán los países islámicos en general al nuevo orden multipolar que lentamente se configura, y si así lo desean. Está claro que ninguna realidad socioeconómica y política cambia con una reforma constitucional, como la que propuso la Junta Militar en Egipto para este mes de marzo. El reclamo de producir reformas institucionales, acortar mandatos y mejorar la participación política, es necesario pero demasiado módico para los cambios que se avecinan. El mundo con estados pivot ve surgir nuevos actores que necesariamente implican otra percepción de la realidad internacional. Brasil, China, India y Rusia son los ejemplos más citados, pero hay otros que esperan su turno, como los estratégicos Turquía e Indonesia, miembros a su vez del G 20, posibles voces del mundo islámico en el nuevo orden.

La humanidad entera está esperando una síntesis superadora, que permita a esos pueblos encontrar su lugar bajo el sol. La prudencia con que se movieron los sectores religiosos, como el de la Hermandad Musulmana (prohibida por Mubarak como partido político), permite vislumbrar la luz al final del túnel aunque no se descarte una radicalización regresiva si los reclamos caen en saco roto.

Mohamed Bouazizi era un modesto vendedor ambulante de frutas y verduras. El 17 de diciembre de 2010 la desesperación pudo más que él cuando la policía le incautó su carrito, se roció con un bidón de nafta y se prendió fuego en la plaza principal de Sidi Bou Said, una ciudad perdida en el interior tunecino. Literalmente fue la chispa que provocó otro incendio peor; jamás habrá imaginado que su muerte, luego de diecinueve días de horrible agonía, precipitaría revueltas populares por todo el norte de África y más allá.

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