Revista CLAVES nº 205 – noviembre 2011
Cada
vez más se considera en ámbitos especializados que la política mundial ha
entrado ya en tiempos de acomodamientos inexorables. La necesidad de evitar una
confrontación letal entre intereses nacionales o de bloques terminará por definir
–tarde o temprano- un nuevo orden internacional y su correspondiente esquema de
seguridad. Lo cual implica, desde luego, desplegar un desgastante juego de
poder, en el cual cada estado preparará su estrategia geopolítica -para el
largo plazo, por definición- movilizando recursos tangibles e intangibles en un
contexto de constante interdependencia y crecientes escaseces. Por eso, la calidad
de las dirigencias adquiere como nunca singular relevancia.
Hipótesis
de trabajo
Así fue siempre y probablemente así
seguirá, pues se trata de política y de seres humanos. En esta oportunidad, el
cambio de rumbo implica reafirmar algunas reglas
de juego todavía adecuadas para los tiempos que corren, descartar otras e
imaginar nuevas, en función de una previsible multipolaridad de bloques antes que
de países singulares. Estados-continentes (aquellos con gran extensión geográfica
y población como Brasil, China, Estados Unidos, India, Indonesia, Rusia, la UE
en conjunto -pese a su presente crisis existencial-), de estados con importante
extensión territorial pero baja población proveedores de materias primas
(Australia, Argelia, Argentina, Canadá, Congo, Sudáfrica), estados que bordean
o han superado los 100 millones de habitantes (Egipto, Filipinas, México,
Nigeria) y siempre -e ineludiblemente- Japón, inciden en el rediseño político. Juntos
o revueltos regentean, convergen o divergen en organizaciones internacionales,
bloques y “grupos” (BM, FMI, OCDE, OIEA, OMC, OEA, ONU, OTAN, OUA; ASEAN, Mercosur,
NAFTA, UE; G 8, G 20, G 77, por citar los más conocidos), y juegan con distinto
protagonismo, escala y suerte en esta partida de ajedrez global.
En verdad, hay claros signos que convocan
a pensar en un tiempo de mutaciones: cambio de época y por ende de paradigmas;
pero ¿cuáles? Sin entrar a debatir la precisión de la expresión, el cambio epocal presupone un giro de 180º
en el comportamiento de los estados nacionales, cuya vigencia histórica fue puesta
en tela de juicio pero continúan siendo sujetos y actores principales del
derecho y la política internacionales. No puede haber comunidad internacional sin
estados y si hubiese un gobierno supranacional universal, no estaríamos
escribiendo esta nota. Tampoco puede negarse la incidencia en los asuntos
mundiales de nuevos actores no estatales, no todos surgidos en buena ley, cuya
presencia obliga a registrarlos a la hora de tomar decisiones políticas.
También urgen cambios en las conductas
personales, ya que sin aquellos no hay demasiado margen para mutaciones
positivas.
El huevo o la gallina. De hecho, épocas
y sistemas han cambiado por la incidencia de personas de carne y hueso que inventaron
tanto instrumentos -brújula y astrolabio, bombas nucleares y cohetes, vacunas y
microchips- como doctrinas para armar el orden político e institucional de los distintos
pueblos del mundo.
Ese otro nivel de análisis adquiere, a
nuestro criterio, particular relevancia en las circunstancias actuales aunque
no se le preste la atención debida, a pesar de relacionarse con la formación y comportamiento
de las dirigencias, sobre todo -aunque no solo- las élites políticas por el
papel institucional que asumen. Por caso, la candente situación europea, con algo
de tragedia y farsa a la vez, está indicando que toda la dirigencia -política,
económica y social- está anonadada. No obstante, Berlusconi, Merkel, Papandreu,
Rodríguez Zapatero, Sarkozy et alii (Obama
incluido), cada cual con sus yo y circunstancias, saben de qué se trata y qué
hacer pero no pueden, no quieren, no saben o no se animan. ¿Por qué vacilan
tanto? ¿Qué harán finalmente?, ¿será bueno que la UE se desintegre?, ¿y los
costos mundiales de esa debacle? ¿Qué pasaría con las experiencias similares de
otros continentes?, ¿no vamos acaso a un orden de bloques? ¿Qué los diferencia
con Adenauer, De Gasperi o De Gaulle?
Por otra parte, las revueltas en el
norte de África, iniciadas a principios de año en Túnez y concluidas hace poco
con la ominosa caza de Kadhafi, ¿no ocurrieron básicamente por el cansancio de
los respectivos pueblos, hartos de pobreza, corrupción y de concentración
absoluta del poder? Tanto ellos como los muchísimos “indignados” de otras
latitudes, ¿cuestionan sistemas o la calidad personal de sus gobernantes?
Desde el punto de vista ético, los
paradigmas del relativismo, utilitarismo e individualismo no conforman a una
humanidad que está requiriendo más que nunca solidaridad, responsabilidad y
honestidad. ¿No está eso detrás del masivo reclamo social para rescatar valores
ínsitos en la naturaleza humana y para trabajar mejor el bien común? Son
fuertes señales de producir cambios en el comportamiento de las dirigencias, en
especial, para mejorar la convivencia planetaria.
Lo dicho no obsta entender también que
muchas veces tales cambios pueden ocurrir desde
el mal, tanto por mala fe cuanto por la incompetencia y a pesar de que los
gobernantes dispongan de suficientes recursos humanos y naturales. Irak y el 11
S bastan y sobran como ejemplos.
Sobre viejas
y nuevas reglas de juego
Pese a las innumerables cuestiones para
considerar, existe un corpus
aplicable en materia de relaciones interestatales que se fue armando durante
siglos y se expresa en ciertos principios, cuya aceptación y validez ha
construido un “orden público” internacional. En todos los gobiernos existe una
clara conciencia de lo que no se puede ni debe hacer: la eterna consigna de
vivir honestamente, no dañar a otros y dar a cada uno lo suyo, aplicable tanto
a las relaciones interpersonales como interestatales. Tal corpus es de evidente
tradición occidental y cristiana y hunde raíces en el legado grecolatino. ¿Suficiente
para un planeta en que dos países como India y China concentran más de la mitad
de la población mundial? Y el mundo islámico, pese a los preconceptos, ¿no
tiene nada que aportar acaso? Las migraciones –forzadas o no-, el
multiculturalismo, el decidido protagonismo de la sociedad civil, requieren
afianzar reglas como la de igualdad soberana, buena fe en el cumplimiento de
las obligaciones internacionales, solución pacífica de controversias y no uso
de la fuerza y cooperación internacional, que conforman aquel orden público,
pero no alcanzan sin ética, solidaridad y responsabilidad.
Las políticas de poder sostenidas por
cada estado desde su aparición en la faz de la Tierra y en función de privilegiar
sus intereses nacionales concretos, ha llevado al mundo al punto en que se
encuentra. Hoy la pregunta es si son definitivamente incompatibles tales
intereses singulares con los del género humano en su conjunto. Recursos
naturales versus medio ambiente, crimen organizado y lavado de dinero sucio,
corrupción global estructural, obligan a preguntar no solo hacia dónde vamos
sino cuánto aportará cada quién para evitar una devastación por acción u
omisión. Fuerza o derecho, confrontación o cooperación: esa es la cuestión.
Para entender mejor este planteo: el
comportamiento de la comunidad internacional respecto de determinados espacios
como la Antártida, los fondos marinos y oceánicos hoy de aprovechamiento común,
el espacio ultraterrestre, la luna y otros cuerpos celestes, todos
desnuclearizados, son casos de nuevos enfoques político-jurídicos y por ende de
cambios de conducta ante la evidencia de que su afectación acarrearía
perjuicios irreversibles para el género humano. Esos son espacios comunes
declarados “patrimonio común de la humanidad” y su explotación ya esta
acarreando nuevos desafíos. ¿Y qué pasará con espacios bajo jurisdicción
estatal como las zonas económicas exclusivas y las plataformas continentales,
cuya traza nomás generó incidentes? ¿Y el Ártico y la Antártida? La tecnología
propone un nuevo tipo de responsabilidad estatal, pero no por eso cabría despojar
a Brasil de la Amazonia o extraer el gas y petróleo en el subsuelo ártico sin
perjudicar al planeta. Así son los tiempos en adelante, plenos de oportunidades
y amenazas y las grandes potencias no cederán ni un milímetro el espacio de
poder que construyeron en los últimos 200 años. Ya algo referimos al respecto
cuando analizamos el discurso de Obama en el parlamento británico el 25 de mayo
pasado[1].
Desde que la Paz de Westfalia impuso las
primeras reglas de juego eurocéntricas relacionadas a la posición del estado moderno
frente a los demás, la igualdad soberana, integridad territorial, independencia
política, no intervención, libre determinación fueron los paradigmas que
configuraron una comunidad internacional que se dividió entre potencias
colonizadoras y pueblos colonizados. Ese mundo empezó a desmoronarse tras la
primera guerra mundial, cuando vencedores y vencidos entendieron que la guerra
no era un instrumento idóneo para traspasar riquezas de un país a otro. 10
millones de muertos en los campos de batalla terminaron con el orden
eurocéntrico.
Al concluir la segunda, ya estaba claro
que la guerra no debía ser jamás el medio idóneo para obtener objetivos
nacionales, mucho menos utilizando armas de destrucción masiva. Los vencedores
se propusieron juzgar los responsables
de la agresión, preparar un orden económico bajo su absoluto control (los
acuerdos de Bretton Woods) y construir un orden internacional que prohíba la
amenaza o el uso de la fuerza, proponiendo a cambio la solución pacífica de
controversias y la cooperación internacional en todos los ámbitos de interés
humano. Sin embargo, algo malo sucedió para que hoy se reniegue de Bretton
Woods[2]
y de las Naciones Unidas[3],
cuyos sistemas no evitaron que los dos tercios de la humanidad estén sumidos en
la pobreza y que la descentralización del uso de la fuerza no haya evitado
Vietnam, el descalabro en los Balcanes, Afganistán, Irak o Libia, y sigue la
lista.
Tal vez la respuesta esté en que ambos
órdenes se construyeron con argamasa y ladrillos del orden decimonónico, reciclado
en el siglo XX por dos actores excluyentes hasta 1991 al menos, cuando cayó el
muro de Berlín e implosionó la URSS. Las bases ideológicas de Naciones Unidas (convenidas
entre Churchill y Roosevelt en la Carta del Atlántico) son insuficientes para
encarar los desafíos del siglo XXI, lo cual no quiere decir que no se deban
invocar. Simplemente no alcanzan para lo que viene.
Si considerásemos como Isidro J. Ódena
que el mundo no se adapta a cada doctrina de los estados sino que éstas se
adecuan a los hechos, y que –citando a Amitai Etzioni- la trayectoria de los
acomodamientos son un verdadero “cementerio de estrategias”, tal vez convenga relativizar
las políticas “realistas” de poder como motor de las relaciones internacionales
para enfatizar en las nuevas reglas de juego.
Imaginadores
razonables
Durante los años 70 y 80 del siglo
anterior han sido numerosos los intelectuales que han imaginado el siglo XXI
con algo más de generosidad que los estrategas, a decir verdad. Desde el
derecho internacional, el destacado docente de la Universidad de Columbia
Wolfgang Friedmann en La nueva estructura
del derecho internacional (escrito en 1964) auguró, justo después de la
crisis de los misiles de 1962, tres niveles de comportamiento: la coexistencia
como norma internacional, la cooperación universal y los agrupamientos
regionales. Por su parte, mirando más hacia las relaciones internacionales, los
norteamericanos Robert Kehoane (U. Princeton) y Joseph Nye (U. Harvard) plantearon
desde su obvio etnocentrismo la interdependencia
compleja en su clásico Poder e
interdependencia. La política mundial en transición (1977), analizando las
“estrategias de vinculación” y la incidencia de la economía en ellas. Isidro
Ódena, entre nosotros, también aportó con su agotado –y algo olvidado- Entrevista con el mundo en transición
(1963). Los citados no se equivocaron al observarlo todo desde esa perspectiva
de transición. Instalada la globalización tal como se la entendió a partir de
los ’90, el notable sociólogo alemán Ulrich Beck, buceando en las dimensiones,
errores y respuestas de la globalización, analiza la conformación de una
sociedad cosmopolita y su necesaria ubicación en la soberanía incluyente (¿Qué es
la globalización?, 1998). El francés Zaki Laïdi, director de
investigaciones en el Centro de Estudios Europeos de París, más desencantado
escribió en 1994 Un mundo sin sentido,
en el cual –analizando el fin de la guerra fría- aborda sin ambages la pérdida de sentido y la disolución de
vínculos en Europa y el mundo entero, a la vez que propone avanzar en una nueva
descentralización del poder por vía de la regionalización. Desde el
neomarxismo, el egipcio Samir Amin (Más
allá del capitalismo senil, 2001) enjuicia el “modelo” de la segunda
posguerra y propone un siglo XXI no norteamericano a través de un mundo
multipolar. El indio Amartya K. Sen,
premio nobel de economía 1998 y actual profesor en Harvard, en su libro Bienestar, justicia y mercado (1997),
bucea en los errores y horrores de la desigualdad social, enjuiciando la
economía de bienestar utilitarista y sus efectos de consecuencialismo y bienestarismo.
Ni qué decir del sombrío Planeta
sediento, recursos menguantes (2008) de Michael Klare, describiendo en este
siglo los nuevos conflictos estratégicos que pueden tirar por la borda las
buenas intenciones que pusimos en esta nota. Desde la filosofía del derecho,
Martín D. Farrel, profesor de la UBA, en Ética
en las relaciones internacionales (2003), refiere a las tensiones entre
soberanía nacional y derecho de gentes, si el pluralismo cultural habilita el
pluralismo moral y la vigencia del consecuencialismo ético.
Podríamos seguir sumando nombres de
lectura imprescindible, pero esta breve aproximación en suma es la manera de
acercarnos al ojo de la tormenta. Si no estamos atentos a los signos de los
tiempos, si no profundizamos los análisis y debates de mediano y largo plazos,
no esperemos paz y bien para las generaciones que nos siguen y nos reclaman
resultados. En fin, prohibidos los preconceptos y prohibido no pensar. Los
lectores habrán advertido, finalmente, varios tópicos flotando en el aire. Es
verdad, será motivo para una nueva nota.
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