15 de marzo de 2013

¿Qué Papa necesita la Iglesia? (A propósito de la religión y el mundo actual)



Claves nº 217 –marzo 2013

Cuando esta nota llegue al lector, de seguro Papam habeamus. El cónclave del que saldrá el sucesor de la Cátedra de Pedro no está para llevarla a largas. Conocida la renuncia de Benedicto XVI, se desató un vendaval de opiniones, algunas valiosas y otras francamente descartables. Es que la “cuestión Vaticano” encierra una dimensión difícil de ponderar solo desde una visión temporal, como si se tratara de una organización política más, aunque también lo sea. Por cierto la Iglesia Católica todavía debe hacer mucho ad intra et ad extra, atender asuntos complejos y delicados que le han hecho temblar los cimientos en las últimas décadas. En las particulares circunstancias que atraviesa el mundo a la pregunta ¿Qué Papa necesita la Iglesia?, haya que agregarle esta otra ¿Qué Iglesia necesita la humanidad?

Sería desmerecer el papado de Benedicto XVI recordándolo por la imprevista renuncia anunciada el 11 de febrero. Sectores antirreligiosos (particularmente europeos) que lo tuvieron a maltraer durante sus ocho años de pontificado acusándolo injustamente, producto de la ignorancia, de reaccionario y ultraortodoxo[1], ahora celebran su “desapego por el poder”, pese a que su decisión tuvo hasta dimensión teológica: la Iglesia nunca dependerá de un hombre providencial (más o menos carismático, santo, sabio o progresista) sino de Dios. Por lo demás, el Derecho Canónico (canon 332.2) prevé la sede vacante por muerte o renuncia de un Papa y en el segundo caso no necesita siquiera que alguien la acepte.

De todas maneras, la humildad con que asumió su desgaste físico –y cansancio moral, probablemente- no deja de ser una lección para un mundo carcomido por el mal, trasegado de relativismo y materialismo nihilista en el cual, lamentablemente, el poder y su acumulación sigue siendo un fin en sí mismo. Mientras, paradójicamente, en ámbitos cada vez más difundidos se reclama un urgente “retorno a los valores”: ¿cuáles, por qué?

Para esta ocasión me pareció oportuno considerar el prólogo a la edición 2000 de La introducción al cristianismo (Ediciones Sígueme, Salamanca 2005), escrito por el sacerdote y teólogo brillante por Joseph Ratzinger en 1968, reeditado varias veces; y el reciente Dios en la plaza pública. Benedicto XVI, política y cultura en la era de la globalización (Ágape Libros, Buenos Aires, 2012), del analista Jorge Castro. Son enfoques distintos de la misma problemática, que reconocen como punto de contacto la revalorización de la religión en una época en que el descreimiento caló hondo pero a la vez augura una humanidad necesitada de Alguien para restituir su dignidad a la persona humana desde la perspectiva de su trascendencia.

Ratzinger y el cristianismo: historia, fe y razón

Ese libro posee una perspectiva teológica y eclesial para provecho directo de católicos y de cualquier ser humano de buena voluntad. En el prólogo referido, el para entonces cardenal realizó un impecable análisis de las circunstancias históricas que enmarcaron al Concilio Vaticano II (del que fue protagonista) y cómo incidieron en la aplicación de sus directivas dos sucesos claves que condicionaron la política internacional finisecular: 1968, año de la revuelta en París con toda la carga voluntarista de su fiebre libertaria; y 1989, año en que empieza el derrumbe de la Cortina de Hierro e implosiona la Unión Soviética.

El mayo francés, ocurrido apenas tres años después de la clausura del Vaticano II siendo Papa Pablo VI, tuvo una fuerte incidencia cultural y social en todo el planeta, de la cual ni la Iglesia, sus órdenes, curas, monjas y feligresía estarían ajenos. Amplios sectores del catolicismo habían pensado que era la oportunidad para adosarla al mundo acompañando los reclamos sociales, anticipo de un tiempo mejor y de un hombre nuevo. De allí la teología de la liberación, que tenía más razones de aplicación en el tercer mundo. Mientras esto acontecía, el marxismo en sus distintas experiencias nacionales, encerrado en su dogmática, demostraba su ineficacia para resolver las problemáticas económico-sociales concretas en toda su extensión.

El resultado de ambos procesos fue “por un lado la decepción y por el otro el desconcierto” (Ratzinger, 2005:18). Para el futuro Papa la referencia a Marx jugó entonces un papel comparable al que en el siglo XIII tuvo el redescubrimiento de Aristóteles. Frente al despliegue de los teólogos de la liberación, la verticalidad eclesial quedó resentida; miles de curas emigraron de una Iglesia carente de respuestas, incapaces de percibir la dinámica peligrosa de un proceso que llevaba a dejar a Dios sin trabajo, colocándolo en un descolorido segundo plano, lo cual en definitiva era la muerte que Nietzsche había anticipado decenios antes.

Al fin y al cabo la prueba está en que el cristianismo nunca fue un movimiento de masas, los cuales nunca fueron portadores “de la promesa del futuro […] pues el futuro está en las convicciones capaces de conformar la vida” (2005:24). De allí la imperiosa necesidad de reubicar históricamente al cristianismo, lo cual implica una adecuada lectura de los tiempos. Más en una época en que empezó a jugarse el nuevo esquema de poder mundial[2].

¿Cómo abordar los desafíos en medio del descalabro de valores? Dice Ratzinger, a propósito, que “[…] vivimos una crisis del ethos que no solo es, ni mucho menos, una cuestión académica sobre los fundamentos últimos de las teorías éticas, sino también una oportunidad eminentemente práctica” (2005:30). Por supuesto esta apretada síntesis no aborda lo más rico y difícil del pensamiento de Ratzinger acerca del equilibrio y conjunción entre fe y razón.

En suma, el gran problema de la Iglesia Católica sigue siendo no haber podido/sabido administrar los tiempos para el armado de la etapa posconciliar; se sintió abrumada, desbordada, pese a que el Concilio Vaticano II quería justamente dar de nuevo al cristianismo una fuerza capaz de configurar la historia, sin desmerecer los aportes y experiencias de otras religiones  y filosofías trascendentales.

Lo comentado en este apartado fue posteriormente desarrollado y profundizado en su Encíclica insignia Caritas in Veritate sobre el desarrollo humano integral en la caridad y en la verdad, de junio de 2009, su mejor legado a la posteridad, a la altura de Rerum Novarum, Populorum Progressio o Ut unum sint.

Dios en la plaza

El reciente libro de Castro es breve pero provocador, y está básicamente dedicado a Ratzinger y “La gran política planetaria” de la Iglesia (capítulo III), tomando como eje la idea de un gobierno mundial que Benedicto XVI explícitamente propuso en el capítulo V nº 67 de Caritas in Veritate, “La colaboración de la familia humana”, implicando de hecho el remplazo del sistema de Naciones Unidas.

Para llegar a esa convicción, el autor parte de aquella idea de Ratzinger del arrumbamiento de un Dios “irrelevante en el mundo de la modernidad y de la técnica” (Castro, 2012: 15). De modo que para restaurar la importancia de Dios en la vida pública, es preciso superar la razón instrumental en que se fundó el progreso tal lo hemos conocido, por una razón de fines, que en definitiva implica el rescate del sentido trascendente de la creatura humana y de las cosas a su servicio. ¿Para qué? es la gran pregunta. Aquella mentalidad acordada sobre las “competencias” de Dios y el César, no implica que Dios esté condenado a dejar la plaza pública reducido a una cuestión íntima y doméstica, que lo es, pero no al nivel de prohibirle su expresión pública, tal como se pregona desde el Iluminismo en adelante: “[…] la gran disyuntiva de nuestra época es entre el secularismo radical de la técnica, por un lado, y la pregunta por Dios, por el otro” (2012:23).

Lo expuesto permite al autor a abordar la autocrítica de la modernidad que realizó el renunciante Papa en diversas ocasiones, reflejada en una variedad de documentos de su papado y de Juan Pablo II. De tal manera que, para Castro, ésta es ya una lucha planetaria, “profundamente política” e instalada.

Para llegar a esa convicción, parte de la premisa de J. Micklethwait y A. Wooldridge “God is back”, esto es el renacimiento de lo religioso en el siglo XXI a causa de la crisis del secularismo, sobre todo en Occidente, lo cual es notorio en Estados Unidos, la sociedad tecnológica más avanzada. Y puesto que “no hay fe sin conciencia histórica” como enseña Benedicto, es imprescindible enfrentar la crisis de la modernidad con un golpe de timón que le permita al hombre recuperar la fe y el sentido de su existencia.

En el capítulo II expone su visión del mundo actual, en el que percibe un cambio civilizatorio, en el cual el modelo productivo chino adquiere una significancia especial. La forma en que el capitalismo se ha trasnacionalizado está configurando, pues, un nuevo sistema mundial con nuevos actores internacionales.

Por ende, Castro considera que es misión de la Iglesia preparar la nueva sociedad mundial atendiendo los cuatro efectos principales que, a su criterio, dejó la crisis financiera mundial de 2008/2009: un nuevo sistema de poder mundial que desplazó al unipolarismo norteamericano, un nuevo mecanismo de acumulación global (cuyos ejes son los países del BRIC, más los que se vayan sumando al grupo), la revolución tecnológica en marcha en Estados Unidos y la crisis europea.

Para finalizar esta otra síntesis, una referencia a la Argentina, expuesta en la Introducción, donde Castro destaca por un lado, el arraigo extraordinario de la Iglesia en la sociedad nacional a través del tiempo, pero a la vez su declinante influencia política, como si no existiera. Para sacarla de ese aislamiento peligroso “[…] la prioridad para la iglesia en materia de evangelización debiera orientarse hacia esa sociedad de clase media y su cultura, profunda y completamente secularizada” (2012: 12). No será más que el gran esfuerzo de evangelización en la línea de Aparecida.

A modo de conclusión

Por cierto ni Ratzinger ni Castro han sido los primeros y únicos en reflexionar sobre los dramas y retos de este siglo, desde distintas ópticas. Para las principales cancillerías del mundo, academias, intelectuales, empresas, ongs, grupos ideológicos, no se trata de un modelo teórico para armar sino de una preocupación práctica: la persistencia de los mismos insolubles conflictos políticos económicos y sociales de hace 50 años, indican que por donde vamos no se puede seguir. Corrupción, pobreza extrema, sistemas institucionales ilegítimos, delincuencia internacional desmadrada, ampliación obscena de la brecha que separa ricos y pobres, son síntomas evidentes de la ausencia del componente ético del que el secularismo se ha desinteresado.

Cada vez que renunció un Papa, la iglesia atravesaba alguna situación complicada. Hoy es evidente que, más allá de la fragilidad asumida por Benedicto, existe un mar de fondo que el próximo deberá abordar con singular firmeza. Americano, africano, asiático, europeo, no importa su origen sino su política, diría Mao. En verdad más que la nacionalidad ha de interesar el perfil del candidato y la percepción que tenga de la realidad mundial y de cómo insertará en ella la barca de Pedro. En efecto, si estamos viviendo un cambio de época y de paradigmas apuntando a un nuevo orden internacional, la Iglesia Católica vegetará si no asume protagonismo para lo que previamente habrá que poner la casa en orden.

Hacerlo implica definir prioridades, que no son los “temas de fondo” que el secularismo progresista ubica a la cabeza: el celibato sacerdotal, el papel de la mujer y los laicos[3] (una monumental fuerza aún adormecida por un clericalismo inconducente), los divorciados, las cuestiones de género, el aborto, la pedofilia, la bioética. No hay que restar significancia a estas cuestiones que sensibilizan a los católicos de todo el mundo: siendo temas urgentes, no es lo central.

Son dos, pues, las supremas confrontaciones de nuestro tiempo en las que está involucrada la Iglesia, y ambas actúan en paralelo. Una se refiere a la relación de la religión con el mundo, en la cual ella tiene mucho para decir y hacer. Devolver a Dios a la plaza pública no es solo cuestión de católicos sino de todas las religiones para que la política mundial sea más justa, solidaria y responsable.

La otra confrontación, sin cuartel, alude a la sorda disputa entre factores del poder mundial que, brevitatis causae, resumo en la visión de Chantal Mouffe[4] sobre la alternativa de un orden mundial cosmopolita o multipolar. La diferencia entre ambos es clara, en tanto el primero es apenas una variación del que vivimos, un sistema de poder de base económico-financiera cuyo ritmo controlan los Estados Unidos, la Unión Europea y Japón. El otro, aún brumoso, apunta a una mayor distribución del poder debido a la presencia de nuevos actores, confirmando la regla de que un cambio en la estructura económica lleva a mediano plazo el cambio de la estructura del poder.

A su vez, para poder insertarse bien y cumplir un papel eficaz en la titánica tarea que le espera, el nuevo Papa tiene hacia adentro aquel inmenso desafío de implementar y en qué profundidad los cambios introducidos hace medio siglo. Roberto Bosca se refirió a ello en su nota “Un caballo de Troya en la ciudad de Dios”[5], refiriéndose al könzilsungeist, el antiespíritu del Concilio denunciado en su momento por el propio Ratzinger, expresión del sedevacantismo, poderosa corriente interna cuasi cismática que pretende retrotraer las cosas antes del Vaticano II. Esta confrontación se derrama también a los asuntos internos del Vaticano, es decir la gobernabilidad y transparencia de la Curia Romana. Toda una cuestión.

Hoy, debajo de su cabeza absoluta y colaborando con ella, la Iglesia Universal está organizada así: el Colegio Cardenalicio, a cargo del magisterio y gobierno pastoral de la Iglesia, cuyo acto colegial más solemne es la convocatoria a los Concilios Ecuménicos; el Sínodo de Obispos, asamblea no permanente de obispos “escogidos de distintas regiones del mundo”, con funciones solo consultivas; el Colegio Cardenalicio, integrado solo por tales prelados, cuya función principal es elegir al Santo Padre pero también asistirlo en el gobierno cotidiano de la Iglesia; la Curia Romana, la estructura más compleja y criticada, compuesta por nueve congregaciones, tres tribunales, once consejos pontificios, tres oficios y los dicasterios (de número variable, con competencias en razón de la materia sin capacidad legislativa); los Legados Pontificios, representantes permanentes del Papa ante las Iglesias Nacionales y Estados extranjeros, cumplen funciones diplomáticas[6]. Cómo hacer eficaz semejante estructura es un desafío enorme, del mismo modo que establecer hasta dónde el Papa estará dispuesto a resignar sus competencias en función de la colegialidad y qué nivel de autonomía tendrán las iglesias nacionales. Tampoco se esperen políticas de shock: esta es una etapa de un proceso milenario, que puede acelerarse o desacelerarse según la visión del líder.

Hacia afuera, la iglesia está totalmente comprometida con la profundización del diálogo interreligioso con las religiones no cristianas, y el diálogo ecuménico con todas las iglesias cristianas. La aproximación entre todos implica una fuerza moral inapreciable para ayudar a resolver conflictos que hasta ahora la política no puede solucionar y para que no se imponga la interesada lógica huntingtoniana del choque de civilizaciones, una falsa visión funcional a los centros de poder.

Si consideramos que el trasfondo de la crisis del sur europeo, de las revueltas institucionales en distintas partes del mundo, especialmente a partir de Túnez en los países musulmanes, no es otro que el hartazgo de la gente respecto de su dirigencia, de su falta de representatividad y de la ilegitimidad del sistema de partidos, evidentemente están agotadas las expectativas. Cualquiera sea la formalidad institucional, las diversas sociedades nacionales están vaciadas por la corrupción, el cinismo, la incapacidad e irresponsabilidad de sus respectivos mandatarios.

El mal se ha enseñoreado del mundo y no habrá forma de erradicarlo sin un proceso íntimo de conversión personal, que solo tiene sustento en las religiones. De allí a pensar que la política devengue en teocracia sería un despropósito: Dios y el César tienen definidas sus competencias, pero a César no le conviene seguir ignorando a Dios.


[1] Baste recordar el famoso discurso en Ratisbona, cuya sustancia fue alterada por los intérpretes de ocasión, y que fue motivo de una columna en esta Revista, Claves nº 153 – oct. 2006 “¿Qué seguirá al discurso de Ratisbona”. .

[2] Ver Claves nº 205 – nov. 2011 “Cambio de época, ¿cambio de paradigmas?: resultados inciertos” y nº 208 abr. 2012 “Señales en el cielo: entre oportunidades y amenazas”.

[3] El de los laicos fue uno de los grandes capítulos del Concilio Vaticano II, contenido en el Decreto sobre el apostolado de los laicos.

[4] Ch. Mouffe, En torno a lo político, cap. V “¿Qué tipo de orden mundial: cosmopolita o multipolar?”. FCE, Buenos Aires, 2007.

[5] Diario La Nación, edición impresa, 1 de marzo 2013.


[6] Ver D. Cenalmor y J. Miras, El Derecho de la Iglesia, cap. XVI. Colección de Textos Teológico-pastorales CELAM. Quito, 2004.

2 comentarios:

Fernando García Bes dijo...

Gustavo: Me pareció un artículo muy interesante.Creo que merece varias relecturas para aclarar, ahondar y aumentar conocimientos. Para ser sincero, estaba convencido en el transcurrir de su lectura que iba a encontrar la frase de Malraux que reza : El siglo XXI será religioso o no será. Abrazo. Ferdy

GE Barbaran dijo...

Gracias por tu aporte Ferdy. Me alegra que una persona de tu valía ingrese al blog. Quedo a tu disposición para aclarar lo que sea necesario. En efecto, me olvidé de esa impactante frase de Malraux, que por supuesto suma a lo que quise decir en la nota. Cordial saludo, GEB