La elección del nuevo Papa dejó a más de uno en falsa escuadra, pero no
referiré acá la extraordinaria mutación de los anti Bergoglio en pro
Francisco, ocurrida en estos días luego de su entrevista con la Sra.
Presidente. De tan patética situación abundan las referencias, serias y de las
otras; será el tiempo el que tarde o temprano demostrará si la “conversión” fue
sincera o solo una supina demostración del mayor cinismo e hipocresía políticas
del último decenio. En fin, el árbol se conoce por sus frutos…
Hace poco escribí un artículo titulado ¿QuéPapa necesita la Iglesia? (a propósito de la religión y el mundo), a propósito de la
renuncia de Benedicto y antes de la reunión del cónclave sorpresa. Allí intenté
describir el escenario mundial en que le tocará actuar al Sumo Pontífice y referí
las dos confrontaciones monumentales de nuestro tiempo entre cosmopolitismo y
multipolarismo, por un lado, y por otro entre el secularismo militante (con raíces materialistas, nihilistas y
relativistas) y las religiones, que hoy buscan sacar a Dios del ostracismo al
que lo sometió precisamente el modernismo. Cité luego a Jorge Castro (Dios en la plaza pública. Benedicto XVI:
política y cultura en la era de la globalización. Ágape, Buenos Aires, 2012)
cuando –al respecto- resume esta idea en la confrontación entre razón instrumental propia de la
modernidad y la razón de fines, que
planta batalla con la pregunta “Y todo esto, ¿para qué?”.
La vapuleada implícita que la elección del papa argentino propinó al secularismo laicista criollo, lo replegó a su barricada ideológica desde la cual proclama con un hilo de voz que la nuestra es una sociedad laica, que nuestra Constitución Nacional es laica y que Dios, el César y la mar en coche.
En otra ocasión sostuve también que, más allá de la intensidad de cada fe
personal, las religiones han actuado en cada país y conforme a sus circunstancias
como un factor de identidad cultural y unidad nacional; lo cual se acentúa
cuando en ciertos países –Argentina por caso- la población adhiere a una en
particular más allá de su práctica efectiva. La adhesión a un culto religioso
sigue siendo un derecho humano básico, universalmente reconocido por el
constitucionalismo moderno y tratados internacionales. Dicho sea de paso, tal
derecho condiciona las relaciones entre la Santa Sede y los Estados en donde hayan
católicos sean o no mayoría, sean o no practicantes.
La libertad de culto implica la posibilidad de asumir una religión
determinada y concurrir a los lugares consagrados para ello. Tal libertad se
hunde en la noche de los tiempos y se enmarca en un género más amplio, la
libertad de conciencia, reconocida como un derecho natural que incluye por
cierto a quienes no profesan ninguna fe. Cuando por las razones que fuesen
leyes internas coartan o suprimen la práctica religiosa, suceden ipso facto tensiones
políticas entre la iglesia en cuestión y el Estado que debiera garantizar su ejercicio.
Por tal razón, curándose en sano, la mayoría de los países han delimitado las
competencias de orden temporal y las religiosas.
Cito ahora al constitucionalista Germán Bidart Campos,
con quien coincido en este aspecto (Manual de la Constitución Reformada,
Tomo I, cap. XI “Libertad religiosa”, pág. 541. Ediar, Buenos Aires, 1998), quien diferencia el estado laico que asume
una postura tajante de prescindencia o neutralidad respecto de cualquier
confesión religiosa “[…] sin reparar en la realidad religiosa que se da en el
medio social […]”, respecto del estado sacral en el cual la
identificación entre religión y estado es casi total pues “[…] el estado asume
intensamente dentro del bien común temporal importantes aspectos del bien común
espiritual o religioso […]”, o el estado secular que reconoce o
sostiene un culto determinado ya que “[…] recoge el fenómeno espiritual,
institucionalizando políticamente su existencia y resolviendo favorablemente la
relación del estado con la comunidad religiosa […] tomando en cuenta –por
ejemplo- la composición religiosa mayoritaria o pluralista de la sociedad […]”.
Esta es la situación en la República Argentina, en cuya Constitución Nacional
su art. 2º dispone claramente que el Gobierno
Federal sostiene el culto católico apostólico romano, sin perjuicio del
derecho de los ciudadanos de profesar libremente el suyo, tal como lo establece
el art. 14 “Todos los habitantes de la Nación gozan de los
siguientes derechos conforme a las leyes que reglamenten su ejercicio; a saber:
[…] de profesar libremente su culto”.
En suma, Bidart Campos ha entendido bien que nuestro sistema institucional
resolvió “[…] el problema entre el
Estado y la Iglesia asumiendo una postura confesional”.
De tal modo, considerar que la Argentina es un “Estado laico” implica un serio error
conceptual y, para ello será necesaria entonces una reforma de la Constitución
Nacional que elimine esa definición identitaria.
A propósito y para finalizar, visto de esta perspectiva, la enseñanza
religiosa en las escuelas salteñas, consagrada desde hace años en nuestra
Constitución Provincial, no parece ningún desatino sino todo lo contrario. Se
corresponde con un signo de los tiempos, solo que en un país cuya dirigencia
carece de la visión de largo plazo.
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