Claves
nº 219 - mayo de 2013
Nicolás Maduro (¿un
Bordaberry de
gauche?) realizó su primera salida
internacional a principios de mayo para visitar Uruguay, Argentina y Brasil, en
ese orden lógico. La gira, limitada a tales socios del Mercosur, suponía dos
objetivos: agradecer a los tres gobiernos el rápido reconocimiento de su
cuestionado triunfo electoral y afianzar la no menos cuestionada membrecía en el
sub bloque, gran productor de alimentos necesitado de petróleo. Desde otra óptica,
se trata de una vuelta de tuerca en los reacomodamientos políticos de estos años
críticos. Buen motivo para reflexionar sobre el destino de Suramérica. ¿Ya está
definido el rumbo, quiénes lo están trazando?
¿Qué
liderazgo declamar? El regreso de Maduro no pudo ser más ingrato; lo esperaban asustantes
índices: el acumulado de inflación en el primer trimestre de este año llegó al
12,5 %, la escasez de alimentos trepó al 21,3% y la estimación de crecimiento bajó
a un desilusionante 0,1 % para este año. Su enemiga no es la oposición sino la
economía.
Así
las cosas, la diplomacia venezolana se apoyará sobre la cuenca atlántica donde
se ubican la “proveeduría” Mercosur. ¿Qué puede ofrecerle ahora el socio Rafael
Correa, seguro anfitrión de la próxima gira?
Venezuela
necesita más de la bioceánica Colombia, por una gran cantidad de factores, pero
esa relación aún padece los equívocos de Chávez. Asimismo fue un error no haber
justificado de alguna manera una escala en Paraguay, socio fundador actualmente
suspendido a causa de la destitución del indefendible Fernando Lugo[3].
Perdió la ocasión de mostrarse un estadista o quizás no logró consenso de los
otros tres presidentes con cola de paja. Y así se van trenzando alianzas y propiciando
reencuentros en este zarandeado continente de los siete colores.
Cambio de paradigmas[4]
No
se puede enfocar correctamente el proceso suramericano sin la referencia
global, acopiando datos, leyendo sucesos y observando los comportamientos de distintos
gobiernos en un mundo nuevamente en transición hacia un orden que aparejará además
un esquema de seguridad planetaria distinto. Y si todo cambio en la estructura
económica implica a mediano plazo un cambio en la estructura del poder, la emersión
de las economías de China e India en especial, estaría anunciando el
reacomodamiento de piezas con cambio de paradigmas. Detrás de este dato
central, sobrevendrá una cadena de derivaciones para las cuales los países con
vocación protagónica deberán prepararse muy bien.
Y
mientras se revisan las estrategias, los juegos de poder están lanzados por dos
vías, sea reeditando las potencias de siempre una alianza noratlántica como reafirmación
del orden eurocéntrico instaurado allá en 1648 con la Paz de Westfalia, en línea
con lo que Chantal Mouffe denominó cosmopolitismo;
sea abriendo los países emergentes la instancia de un multipolarismo aún invertebrado, pero que conviene más a sus intereses[5].
La
consigna central de aquel señero acontecimiento histórico fue equilibrio de poderes, entendiendo por
tal el esfuerzo de impedir la preponderancia de un país sobre otro u otros. Propiciada
posteriormente por los teóricos del realismo, presupone que los
relacionamientos interestatales son siempre producto de la confrontación y
competencia en que prevalecen los más hábiles. Con esa fórmula Europa manejó a piacere los asuntos mundiales hasta
que el sistema del Concierto Europeo estalló en la Primera Guerra Mundial,
demostrando que la guerra no podía ser más instrumento idóneo para transferir
riquezas de un país a otro.
Aunque
se trate de un concepto criticado por las consecuencias trágicas que aparejó a
los propios súbditos de las metrópolis y a los pueblos colonizados, la política
del equilibrio contribuyó a estabilizar la política internacional en distintas
épocas por su aptitud de ir acomodándose a los hechos. Frente a la alternativa
de la inestabilidad que genera la violación de las reglas de juego, aún hoy es
necesaria para evitar las incertidumbres y trabas en los procesos de
integración.
Los
Tratados de Versalles introdujeron entonces una consigna más adecuada a los
tiempos que se supuso superadora: la seguridad
colectiva. Esa propuesta no fue asumida con la lucidez necesaria por las
potencias vencedoras y así lo comprueba una Segunda Guerra Mundial, más siniestra
y devastadora. En abril de 1945, al gobierno universal que proponía Naciones
Unidas no le resultaba suficiente sólo el no
uso de la fuerza[6], necesitando
dos refuerzos elementales: la solución
pacífica de controversias y la cooperación
internacional. Esos tres principios, base del sistema de la ONU, unificaban
la nueva visión de la seguridad colectiva, construyendo una consigna trinitaria
epocal para reaseguro de la humanidad durante la Guerra Fría, aunque
paradójicamente condenó al fracaso las acciones del Consejo de Seguridad, al no
confiarle el monopolio del uso de la fuerza por la redacción del art. 51 sobre
legítima defensa. Los atentados terroristas habidos en distintos países la han
puesto en crisis, de allí el énfasis en los debates: nuevo orden político y
nuevo esquema de seguridad son más que
nunca dos caras de la misma moneda.
Las
reglas derivadas de la consigna básica de la segunda mitad del siglo XX,
promovidas también en la Resolución 2625 de la Asamblea General (1975), fueron de
hecho insuficientes para encarar los desafíos planteados por el uso y abuso de
los recursos de poder nacional, en especial la tecnología nuclear.
La
implosión de la Unión Soviética y la efímera unipolaridad norteamericana fueron
el embrión del mundo que avizoramos y al cual nos referimos tantas veces en
estas columnas: el comando de los asuntos mundiales lo tendrán países de mucha
extensión territorial y población, habituados a planificar para el largo plazo.
Es probable que no actúen solos sino en bloques más o menos afines y sin necesidad
de adyacencia geográfica. Lo expone el surgimiento de los BRICS o la reciente
convocatoria de B. Obama para construir una alianza estratégica con la Unión
Europea[7].
¿Y para el siglo
XXI?
La
percepción de las cosas expuesta en el párrafo que antecede, implica un
reconocimiento previo para destacar: aún en la era de la globalización -y pese
a lo que se ha escrito y se escriba- los estados
nacionales no son los únicos pero sí los principales actores de la escena
internacional.
No
obstante, los desafíos del siglo XXI -relacionados al control y administración
de los recursos naturales y a la seguridad nacional y colectiva- son de tal
envergadura que ningún país estará en condiciones de abordar por sí solo o en
grupos reducidos. En efecto, las oportunidades ofrecidas por la globalización
no han logrado contrapesar las amenazas de su lado oscuro, advertidas a lo
largo y ancho del planeta y que se expresan en recurrentes y todavía insolubles
crisis de representatividad, manifestadas en el último lustro en revueltas
populares en los países más disímiles. Lo hemos visto en el norte de África, en
la indignación de varias ciudadanías europeas, en la inevitable fragmentación
social y política de varios países americanos, incluido el nuestro[8].
La
gente está cansada de dirigentes incompetentes y tornadizos, que han vaciado el
sentido de la política y ha transformado a sus respectivos partidos en meras
maquinarias electorales para hacer negocios; y no es un fenómeno latinoamericano
sino universal. La pobreza y la corrupción estructurales, en la base de la
ineficiencia, están ocasionando más daños que el derretimiento de los polos o
el aprovechamiento de los mares y sus plataformas.
Un
“orden” implica un patrón de conductas asentado en reglas imprescindibles para
la coexistencia pacífica, reconocidas y aceptadas por todos los países. Las
surgidas en el origen de los Estados han sido revisadas, revalorizadas y sumadas
a las incorporadas con el tiempo: los principios de soberanía, de integridad
territorial e independencia política, son aún insoslayablemente necesarios, tanto
como la libre determinación, el cumplimiento de buena fe de las obligaciones,
cooperación o desarrollo sustentable. Todos han generado conciencia acerca de
lo que no se debe hacer, propiciando una suerte de orden público internacional
- ius cogens-, reglas imperativas que
no admiten acuerdo en contrario.
La
consigna de nuestro tiempo – si se quiere impútesela a la teoría idealista (que
reconoce al poder apenas un medio para obtener fines)- debiera implicar otro
salto cualitativo e insumirse en la responsabilidad
solidaria de los Estados, una etapa superior para la política mundial apropiada
para la primera mitad de este siglo.
Finalmente,
la construcción de una estructura interestatal o supranacional, que represente
realmente los legítimos intereses de la gran nación sudamericana, está plagada
de inconvenientes y acechanzas no solo por intereses contrapuestos con los de
otros componentes de la comunidad internacional sino por nuestros propios
fantasmas. Nuestra región contiene ingentes recursos naturales y una población
que representa un mercado interno de enorme valor, pero estamos envarados en
una contienda ideológica inconducente que nos desenfoca de la magnitud de la construcción
que se avecina.
Nadie
regala nada, y por eso ningún Estado se jugará en apuntalar una estructura
política en la que no pueda desplegar su capacidad política y económica. La
tarea es difícil, apasionante y obligatoria.
[1] Lo señalamos al final de “Hugo Chávez hasta 2019, al menos”, Claves nº 214 - octubre 2012.
[2] José Insulza, secretario general
de la OEA, en otra demostración de realismo político y a solo dos días de los
comicios del 14 de abril, se declaró respetuoso de las formas legales de
Venezuela y de la decisión de su Consejo Electoral.
[3] Ocurrida a mediados de junio de
2012; a fines de ese mes la torpe decisión en la 43ª cumbre de jefes de estado
del Mercosur, realizada en Mendoza, en la cual se oficializó el ingreso de Venezuela.
[4] Para completar información ver “Cambio de época, ¿cambio de paradigmas?:resultados inciertos”, Claves nº205 – noviembre 2011.
[5] Hicimos una referencia al
respecto en “¿Qué Papa necesita laIglesia?”, Claves nº 217 – marzo2013.
[6] Propuesta en el art. 2 de la
Carta como la prohibición del uso de la
fuerza o de la amenaza de su uso como instrumento de política nacional,
contra la integridad territorial o la independencia política de cualquier
Estado.
[7] El gobierno mexicano había
pedido ser incluidos, junto con Canadá, en las negociaciones; la Casa Blanca ni
lo consideró. ¿Paso en falso del Departamento de Estado o solo una muestra de
cómo Washington moverá sus fichas?
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