24 de agosto de 2014

El retorno del califato*

Revista Claves nº 232 –agosto 2014

El esfuerzo religioso-diplomático del Papa Francisco a fines de mayo pasado fue inmediatamente “desautorizado” con el aguzamiento de la crisis siria y la violencia recíproca (aunque desproporcionada) en Gaza. Como si fuera poco, el aún enigmático Estado Islámico en Irak y el Levante (EIIL) proclamó un mes después la instauración de un califato en áreas bajo su control militar. ¿Es esto posible en el mundo actual?


Un proceso con final abierto

La península arábiga tuvo un florecimiento pre islámico cuando, a causa de la confrontación militar entre Bizancio y Persia, el tráfico mercantil se desvió por ese territorio. Había allí una sociedad de estructura tribal y, como resultado de su enriquecimiento, surgieron importantes ciudades que en adelante tendrían un papel significativo en la construcción de la futura comunidad musulmana (la umma).

En el siglo VII, tribus nómades pastoriles y comunidades agrícolas de la región meso-arábiga debieron movilizarse a causa de las condiciones climáticas. Por tal razón, la historia de Abulqasim Muhammed ibn Abdullah ibn Ashim –Mahoma- empezó en La Meca, ciudad controlada por la tribu Qurays a la que pertenecía. En 622 ya era rico mercader de extraordinaria capacidad conductora; sabía que el objetivo de apaciguar a Yatreb (Medina – la ciudad del Profeta), permitiría controlarla. A partir de la Hégira y hasta su muerte en 632, en apenas diez años, sus seguidores estaban tan impregnados de una concepción de la vida y de Dios que ya nada sería igual en la estratégica región.

Al dividirse la herencia del profeta entre grupos electivistas (los Omeyas, fuertes en Damasco, que sostenían la sucesión dinástica de Alí, yerno de Mahoma, para construir una monarquía absoluta por encima de las tribus) y legitimistas (los Abasíes, con sede en Bagdad, que afirmaban su preeminencia por pertenecer a los Qurays, iniciadores de la universalidad del islam con no árabes incluidos). Prevalecieron los últimos, quienes lograron la conversión de los persas y la adopción por éstos de la lengua árabe. Empezaba así la edad de oro de la civilización árabe, mientras que la Europa cristiana, continuadora del imperio romano, esperaba su ocasión. Los árabes alcanzaron un nivel de poder y conocimientos nunca superados por ellos mismos, similar a lo ocurrido en la Grecia clásica.

La primera expansión del islam aconteció en tiempos de omeyas, cuando llega hasta Pakistán al oriente, y el Magreb y España a occidente, entre 661 y 750. Luego fue el turno abasí, cuya posterior declinación tiene mucho que ver con los conflictos doctrinarios entre las ramas suníes y chiíes, debido a la influencia militar turca y al descalabro económico. El poder político se fragmentó al punto que cada gobierno provincial estaba regido por dinastías con alguna independencia del califato. A su turno los selyúcidas  aprovecharon las divisiones y los conflictos en la porción que abarcaba la Anatolia, Armenia, Siria, Azerbaiján, Irán e Irak hasta el Punjab.

Timur Lang (Tamerlán) representó la irrupción de la etnia turca. La formación del Imperio Otomano, iniciada con Osmán I hacia 1335, logró unificar al mundo musulmán y al mundo árabe, pese al retroceso que significó la derrota naval de Lepanto en 1571. Allí empezó la expansión de los intereses occidentales luego de que Europa se “reacomodara” a partir de la Paz de Westafalia en 1648, consolidando su predominio con la retirada turca de la Mitteleuropa luego de la decisiva Batalla de Kahlenberg en las puertas mismas de Viena, en septiembre de 1683.

Cuando en la década de 1830 las naciones balcánicas van obteniendo su independencia, el desmembramiento imperial otomano se acentúa a partir de 1863 y hasta el fin de la Primera Guerra. Francia y el Reino Unido asumieron como administradores del mandato previsto por los tratados de Sèvres y San Remo de 1920. En 1924, Kemal Ataturk controlado ya el poder en Turquía proclamó el fin del califato como institución central de la vida musulmana.

Un hecho nuevo complicó la relación entre los habitantes de ambas religiones cuando Gran Bretaña propuso crear un “hogar nacional judío” en Palestina (Declaración de Balfour, 1917). La cuestión judía y los alineamientos que generó son otro dato esencial para entender la situación de los países islámicos y la política de esa parte del globo.

Lo que siguió es historia reciente y ha sido tratado varias veces en esta columna. Resta decir que Oriente Próximo pagó por los pecados de Occidente y también por los propios, que son bastantes.

Proyección de la influencia islámica

Los pueblos islámicos o musulmanes[1] (no todos árabes ni de raza semita) contribuyeron a la construcción de la modernidad, haciendo del Mediterráneo un estratégico vaso comunicante y civilizador del mundo de entonces. Absorbieron saberes de Egipto y la Mesopotamia, los reelaboraron y transmitieron a su vez hacia las regiones que iban conquistando. Transmitieron conocimientos filosóficos (facilitando a la Europa medieval nada menos que el acceso a Aristóteles) y de concepciones novedosas en materia política, social, religiosa y tecnológica.

El cristianismo había necesitado de lo griego para captar prosélitos, mientras el judaísmo se encerraba en sí mismo debido a la diáspora. El islamismo terció en el debate religioso con una ventaja: participó también de la caída del imperio romano occidental presionando desde el sur, mientras desde el noroeste lo hacían germanos y del noreste los eslavos.

Los turcos habían conquistado Bizancio en 1453 no solo por superioridad militar sino también por la infiltración islámica que favoreció su avance. Pero los musulmanes, a pesar de los cambiantes juegos de poder en todos los niveles, no abandonaron su comunidad de intereses afirmada en las entidades árabe, persa y turca. Lo “árabe” traspasó la unidad lingüística para presentar una definición civilizadora.

Numerosos estudios sobre arabismo e islamismo sostienen que aquellos pueblos quedaron como anclados en su era clásica, inmunes a la potencia transformadora del Renacimiento, la Reforma y la Ilustración. Sin embargo, para el islam no representó otra cosa que su dominación y desarticulación. Son más que explícitos cuando manifiestan que no quieren vivir nada parecido a la decadencia de Occidente.

Las categorías de la cultura islámica, luego de siglos de preeminencia occidental, siguen sosteniéndose por dirigencias decididas a defender su identidad y unidad de destino; lo contrario sucede en Occidente, cuya textura modernista y posmodernista le impide entender y tolerar al Islam como argumento incluso para su equilibrada contención.

Tales categorías arraigan en la simbiosis de lo religioso y político. No hay una sola forma de ser musulmán: “son las personalidades islamistas la que hacen el islamismo, y no al contrario. Su substrato humano es lo que determina hoy sus formas de expresión política”[2]. La búsqueda de identidad nace de adentro de las personas como un imperativo espiritual; y de abajo, en la medida en que expresa a los marginales, que no son únicamente los pobres totales.

De los 193 Estados miembros actuales de la ONU, casi el 25% son islámicos: 22 son países árabes ubicados en el norte de África y Oriente Próximo, 12 son del África negra, y hay 14 países musulmanes no árabes en Asia. Ello sin contar las cada vez más amplias comunidades en Europa. Hace veinticinco años el catolicismo representaba el 20% de la población mundial contra 18% de musulmanes; hoy la tendencia demográfica indica una prevalencia musulmana del 21% contra el 18%.

Umma, califato y “neo” califato

El concepto de califato está estrechamente vinculado a la umma, derivado de umm –madre-. Esa comunidad matriz es la “[…] portadora de todos los valores religiosos que anticipan de alguna manera el reino de Dios sobre la tierra”[3]. Tal fue la fórmula que encontró el Profeta para construir la unidad árabe y así superar las  disputas y desencuentros de aquella organización tribal originaria. De este modo, la tribu quedó supeditada a la Umma mediante un pacto religioso juramentado, quedando superada la lealtad proveniente de los lazos de sangre con sus secuelas de reproches y venganzas inacabables.

Para Maíllo Salgado, la umma tenía un carácter dual: para los musulmanes de entidad religiosa y para los no musulmanes de confederación tribal artificial. Pero posee fortalezas políticas indudables ya que no la constriñen límites geográficos, su vínculo es la fe por observación de la ley coránica (sharia), con la cual los musulmanes desarrollaron dogmas y pautas éticas e institucionales para toda la comunidad de creyentes.

En los tiempos posteriores a la muerte del Profeta, la umma se fracturó en tres grandes líneas: jariyíes, shiíes y suníes (alrededor del 1%, 10% y 89% de la población musulmana, respectivamente) y así continuaron hasta ahora, en que no hay autoridad religiosa ni política capaz de lograr su unidad.

El califato –jilafa- fue la solución institucional para cubrir el vacío, concentrando el poder temporal para gobernar los dominios con las prescripciones del Corán. La etimología de esa palabra y de califa -jalifa- alude a la idea de “sucesión” y de “sucesor o lugarteniente”; de tal manera el cargo señalaba a quien asumía el carácter de “sucesor del Enviado de Dios”. Pero ese poderío no se entiende plenamente sin la dimensión religiosa que subyace en él. El califa podía administrar también los asuntos civiles y militares, aunque su misión primordial era la defensa de la fe. Con el tiempo, la autoridad califal distribuyó el poder en los visires -funcionarios de gobierno- y de los sultanes -príncipes a cargo de un determinado territorio, principado o reino-. Esta fue la historia, resta considerar si puede repetirse.

El  repaso inicial indica que la idea de una umma está arraigada en la conciencia histórica de países y pueblos islámicos. Pero el concepto mismo fue evolucionando a través del tiempo hasta diferenciarse en tres modalidades o representaciones: la del estado nacional, la de nación árabe y la de comunidad islámica; así lo señala el diccionario de Maíllo Salgado.  Es un aspecto importante analizar cuánta incidencia de Occidente hubo en ese proceso, ya que el neo califato está empujando un giro sino de 180 al menos de 90 grados respecto de lo que aún entendemos como representación estatal y comunidad internacional.

Esta comunidad universal necesita instituciones para apaciguar tanta diversidad; una de ellas fue el califato. La primera pregunta, entonces, consiste en saber si es posible reeditarlo en el tiempo que vivimos y llamamos de cambio epocal.

La siguiente cuestión atañe a la decisiva jefatura espiritual que lleva implícito el califato. ¿Quién puede hoy asumir la representatividad de todo el islamismo?; lo cual abre otra línea de análisis ante la evidencia de que en el islamismo no existe –ni ha tenido nunca- algo similar a un concilio ecuménico o sínodos obispales, o siquiera un grupo de teólogos con autoridad suficiente para cerrar un debate. Al contrario, hay tantas escuelas  de pensamiento como madrasas y ello impide cualquier aproximación de diálogo no solo entre Occidente y Oriente sino dentro del propio mundo islámico.

El EIIL, surgido en 2006, es expresión del proceso de deterioro situacional interno en Irak y Siria, en cuyos orígenes –dicho sea de paso- son fácilmente detectables los horrores de las cancillerías de las principales potencias occidentales, las cuales también suelen huir para adelante cuando se trata de petróleo.

Lo que empezó como una insurgencia radical suní en Irak, hoy proclama un califato cabalgando en territorios de dos países claves. Es importante recordar que su germen había sido el movimiento Yama’at al-Tawhid wal Yihad, organización cercana a Al Qaeda, comandada por Abu al Zarqawi para enfrentar la invasión aliada de 2003. Muerto ese líder, siguió expandiendo su influencia a medida que se infiltraba en las ciudades más importantes de Irak, para extenderse ahora a Siria. De allí a proclamar el califato era cuestión de meses… y de romper con Al Qaeda.

Abu al Baghdadi, el autoproclamado califa, es una de las tantas figuras misteriosas que emergen cada tanto en el complejo universo de los movimientos islámicos. Es otro sunita, radical doctorado en estudios islámicos en la universidad de Bagdad, y hoy funge como una continuidad más extremista aún de Osama Ben Laden.

La manera sangrienta en que el nuevo líder se viene comportando, sigue un “esquema” clásico: sumisión y conversión o muerte. Lo comprueba la persecución anticristiana, pintando la N de nazareno en la puerta de sus fieles, no encuentra ninguna clase de explicación ni justificación. Al revés, solo consigue dar la razón a los pobres argumentos de Huntington para su choque de civilizaciones.

Pero más inquietante todavía es indagar qué hay detrás del califato y su violencia despiadada, y quiénes son sus verdaderos ideólogos. ¿Arabia Saudita?

Tal vez ahora se entienda mejor por qué las relaciones con el islam sean el mayor desafío geopolítico del Vaticano, desde que Juan Pablo II emitió su Exhortación Apostólica postsinodal “Una nueva esperanza para el Líbano”, de mayo de 1997, luego de la visita pastoral a ese país. Toda una línea de acción para la actitud de los árabes cristianos libaneses entre sí y sus compatriotas musulmanes, aplicable a cualquier todos los casos.


* La presente nota resume parte de un trabajo inédito del autor, titulado “Los países islámicos en el sistema internacional de posguerra”.

[1] Etimológicamente “islam” indica el abandono de sí mismo y la sumisión a la voluntad de Dios; por ende, musulmán –muslim- es el sometido a Dios. Islam también refiere a una religión constituida y asumida como cultura de síntesis, por el aporte que recibió de distintas religiones, entre ellas judaísmo y cristianismo.

[2] Burgat, F., El Islamismo cara a cara. Barcelona, Ed. Bellaterra, 1996.


[3] Felipe Maíllo Salgado, Vocabulario de Historia Árabe e Islámica. Ed. Akal, Madrid, 1996.

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