Revista Claves nº 232
–agosto 2014
El
esfuerzo religioso-diplomático del Papa Francisco a fines de mayo pasado fue
inmediatamente “desautorizado” con el aguzamiento de la crisis siria y la
violencia recíproca (aunque desproporcionada) en Gaza. Como si fuera poco, el
aún enigmático Estado Islámico en Irak y el Levante (EIIL) proclamó un mes
después la instauración de un califato en áreas bajo su control militar. ¿Es
esto posible en el mundo actual?
La península arábiga tuvo un
florecimiento pre islámico cuando, a causa de la confrontación militar entre
Bizancio y Persia, el tráfico mercantil se desvió por ese territorio. Había
allí una sociedad de estructura tribal y, como resultado de su enriquecimiento,
surgieron importantes ciudades que en adelante tendrían un papel significativo
en la construcción de la futura comunidad musulmana (la umma).
En el siglo VII, tribus nómades pastoriles y comunidades agrícolas de
la región meso-arábiga debieron movilizarse a causa de las condiciones
climáticas. Por tal razón, la historia de Abulqasim
Muhammed ibn Abdullah ibn Ashim –Mahoma- empezó en La Meca, ciudad controlada
por la tribu Qurays a la que pertenecía. En 622 ya era rico mercader de
extraordinaria capacidad conductora; sabía que el objetivo de apaciguar a
Yatreb (Medina – la ciudad del Profeta), permitiría controlarla. A partir de la
Hégira y hasta su muerte en 632, en apenas diez años, sus seguidores estaban tan
impregnados de una concepción de la vida y de Dios que ya nada sería igual en la
estratégica región.
Al dividirse la herencia del profeta entre grupos electivistas (los Omeyas,
fuertes en Damasco, que sostenían la sucesión dinástica de Alí, yerno de Mahoma,
para construir una monarquía absoluta por encima de las tribus) y legitimistas (los Abasíes, con sede en Bagdad, que afirmaban su preeminencia por
pertenecer a los Qurays, iniciadores de la universalidad del islam con no
árabes incluidos). Prevalecieron los últimos, quienes lograron la conversión de
los persas y la adopción por éstos de la lengua árabe. Empezaba así la edad de
oro de la civilización árabe, mientras que la Europa cristiana, continuadora
del imperio romano, esperaba su ocasión. Los árabes alcanzaron un nivel de
poder y conocimientos nunca superados por ellos mismos, similar a lo ocurrido
en la Grecia clásica.
La primera
expansión del islam aconteció en tiempos de omeyas, cuando llega hasta Pakistán
al oriente, y el Magreb y España a occidente, entre 661 y 750. Luego fue el
turno abasí, cuya posterior declinación tiene mucho que ver con los conflictos
doctrinarios entre las ramas suníes y chiíes, debido a la influencia militar
turca y al descalabro económico. El poder político se fragmentó al punto que
cada gobierno provincial estaba regido por dinastías con alguna independencia
del califato. A su turno los selyúcidas aprovecharon las divisiones y los conflictos
en la porción que abarcaba la Anatolia, Armenia, Siria, Azerbaiján, Irán e Irak
hasta el Punjab.
Timur Lang (Tamerlán)
representó la irrupción de la etnia turca. La formación del Imperio Otomano,
iniciada con Osmán I hacia 1335, logró unificar al mundo musulmán y al mundo
árabe, pese al retroceso que significó la derrota naval de Lepanto en 1571. Allí
empezó la expansión de los intereses occidentales luego de que Europa se
“reacomodara” a partir de la Paz de Westafalia en 1648, consolidando su
predominio con la retirada turca de la Mitteleuropa
luego de la decisiva Batalla de Kahlenberg en las puertas mismas de Viena, en septiembre
de 1683.
Cuando en la
década de 1830 las naciones balcánicas van obteniendo su independencia, el
desmembramiento imperial otomano se acentúa a partir de 1863 y hasta el fin de
la Primera Guerra. Francia y el Reino Unido asumieron como administradores del
mandato previsto por los tratados de Sèvres y San Remo de 1920. En 1924, Kemal
Ataturk controlado ya el poder en Turquía proclamó el fin del califato como
institución central de la vida musulmana.
Un hecho nuevo complicó
la relación entre los habitantes de ambas religiones cuando Gran Bretaña
propuso crear un “hogar nacional judío” en Palestina (Declaración de Balfour, 1917). La cuestión judía y los
alineamientos que generó son otro dato esencial para entender la situación de
los países islámicos y la política de esa parte del globo.
Lo que siguió es
historia reciente y ha sido tratado varias veces en esta columna. Resta decir
que Oriente Próximo pagó por los pecados de Occidente y también por los propios,
que son bastantes.
Proyección
de la influencia islámica
Los pueblos
islámicos o musulmanes[1]
(no todos árabes ni de raza semita) contribuyeron a la construcción de la
modernidad, haciendo del Mediterráneo un estratégico vaso comunicante y
civilizador del mundo de entonces. Absorbieron saberes de Egipto y la
Mesopotamia, los reelaboraron y transmitieron a su vez hacia las regiones que iban
conquistando. Transmitieron conocimientos filosóficos (facilitando a la Europa
medieval nada menos que el acceso a Aristóteles) y de concepciones novedosas en
materia política, social, religiosa y tecnológica.
El cristianismo había
necesitado de lo griego para captar prosélitos, mientras el judaísmo se encerraba
en sí mismo debido a la diáspora. El islamismo terció en el debate religioso
con una ventaja: participó también de la caída del imperio romano occidental
presionando desde el sur, mientras desde el noroeste lo hacían germanos y del
noreste los eslavos.
Los turcos habían
conquistado Bizancio en 1453 no solo por superioridad militar sino también por
la infiltración islámica que favoreció su avance. Pero los musulmanes, a pesar
de los cambiantes juegos de poder en todos los niveles, no abandonaron su
comunidad de intereses afirmada en las entidades árabe, persa y turca. Lo “árabe” traspasó la unidad lingüística
para presentar una definición civilizadora.
Numerosos
estudios sobre arabismo e islamismo sostienen que aquellos pueblos quedaron como
anclados en su era clásica, inmunes a la potencia transformadora del
Renacimiento, la Reforma y la Ilustración. Sin embargo, para el islam no
representó otra cosa que su dominación y desarticulación. Son más que
explícitos cuando manifiestan que no quieren vivir nada parecido a la
decadencia de Occidente.
Las categorías
de la cultura islámica, luego de siglos de preeminencia occidental, siguen
sosteniéndose por dirigencias decididas a defender su identidad y unidad de destino;
lo contrario sucede en Occidente, cuya textura modernista y posmodernista le
impide entender y tolerar al Islam como argumento incluso para su equilibrada contención.
Tales categorías
arraigan en la simbiosis de lo religioso y político. No hay una sola forma de
ser musulmán: “son las personalidades islamistas la que hacen el islamismo, y
no al contrario. Su substrato humano es lo que determina hoy sus formas de
expresión política”[2]. La
búsqueda de identidad nace de adentro
de las personas como un imperativo espiritual; y de abajo, en la medida en que expresa a los marginales, que no son
únicamente los pobres totales.
De los 193
Estados miembros actuales de la ONU, casi el 25% son islámicos: 22 son países
árabes ubicados en el norte de África y Oriente Próximo, 12 son del África
negra, y hay 14 países musulmanes no árabes en Asia. Ello sin contar las cada
vez más amplias comunidades en Europa. Hace veinticinco años el catolicismo
representaba el 20% de la población mundial contra 18% de musulmanes; hoy la
tendencia demográfica indica una prevalencia musulmana del 21% contra el 18%.
Umma,
califato y “neo” califato
El concepto de
califato está estrechamente vinculado a la umma, derivado de umm –madre-. Esa comunidad matriz es la “[…] portadora de todos los valores
religiosos que anticipan de alguna manera el reino de Dios sobre la tierra”[3].
Tal fue la fórmula que encontró el Profeta para construir la unidad árabe y así
superar las disputas y desencuentros de aquella
organización tribal originaria. De este modo, la tribu quedó supeditada a la Umma
mediante un pacto religioso juramentado, quedando superada la lealtad
proveniente de los lazos de sangre con sus secuelas de reproches y venganzas inacabables.
Para Maíllo
Salgado, la umma tenía un carácter dual: para los musulmanes de entidad
religiosa y para los no musulmanes de confederación tribal artificial. Pero
posee fortalezas políticas indudables ya que no la constriñen límites
geográficos, su vínculo es la fe por observación de la ley coránica (sharia), con la cual los musulmanes
desarrollaron dogmas y pautas éticas e institucionales para toda la comunidad
de creyentes.
En los tiempos
posteriores a la muerte del Profeta, la umma se fracturó en tres grandes
líneas: jariyíes, shiíes y suníes (alrededor del 1%, 10% y 89% de la población
musulmana, respectivamente) y así continuaron hasta ahora, en que no hay
autoridad religiosa ni política capaz de lograr su unidad.
El califato –jilafa- fue la solución institucional para
cubrir el vacío, concentrando el poder temporal para gobernar los dominios con
las prescripciones del Corán. La etimología de esa palabra y de califa -jalifa- alude a la idea de “sucesión” y de
“sucesor o lugarteniente”; de tal manera el cargo señalaba a quien asumía el
carácter de “sucesor del Enviado de Dios”. Pero ese poderío no se entiende
plenamente sin la dimensión religiosa que subyace en él. El califa podía administrar
también los asuntos civiles y militares, aunque su misión primordial era la
defensa de la fe. Con el tiempo, la autoridad califal distribuyó el poder en
los visires -funcionarios de gobierno- y de los sultanes -príncipes a cargo de
un determinado territorio, principado o reino-. Esta fue la historia, resta
considerar si puede repetirse.
El repaso inicial indica que la idea de una umma
está arraigada en la conciencia histórica de países y pueblos islámicos. Pero
el concepto mismo fue evolucionando a través del tiempo hasta diferenciarse en
tres modalidades o representaciones: la del estado nacional, la de nación árabe
y la de comunidad islámica; así lo señala el diccionario de Maíllo
Salgado. Es un aspecto importante
analizar cuánta incidencia de Occidente hubo en ese proceso, ya que el neo
califato está empujando un giro sino de 180 al menos de 90 grados respecto de
lo que aún entendemos como representación estatal y comunidad internacional.
Esta comunidad
universal necesita instituciones para apaciguar tanta diversidad; una de ellas
fue el califato. La primera pregunta, entonces, consiste en saber si es posible
reeditarlo en el tiempo que vivimos y llamamos de cambio epocal.
La siguiente
cuestión atañe a la decisiva jefatura espiritual que lleva implícito el
califato. ¿Quién puede hoy asumir la representatividad de todo el islamismo?;
lo cual abre otra línea de análisis ante la evidencia de que en el islamismo no
existe –ni ha tenido nunca- algo similar a un concilio ecuménico o sínodos
obispales, o siquiera un grupo de teólogos con autoridad suficiente para cerrar
un debate. Al contrario, hay tantas escuelas
de pensamiento como madrasas y
ello impide cualquier aproximación de diálogo no solo entre Occidente y Oriente
sino dentro del propio mundo islámico.
El EIIL, surgido
en 2006, es expresión del proceso de
deterioro situacional interno en Irak y Siria, en cuyos orígenes –dicho sea de
paso- son fácilmente detectables los horrores de las cancillerías de las
principales potencias occidentales, las cuales también suelen huir para
adelante cuando se trata de petróleo.
Lo que empezó
como una insurgencia radical suní en Irak, hoy
proclama un califato cabalgando en territorios de dos países claves. Es
importante recordar que su germen había sido el movimiento Yama’at al-Tawhid wal Yihad, organización cercana a Al Qaeda,
comandada por Abu al Zarqawi para enfrentar la invasión aliada de 2003. Muerto ese
líder, siguió expandiendo su influencia a medida que se infiltraba en las
ciudades más importantes de Irak, para extenderse ahora a Siria. De allí a
proclamar el califato era cuestión de meses… y de romper con Al Qaeda.
Abu al Baghdadi,
el autoproclamado califa, es una de las tantas figuras misteriosas que emergen cada
tanto en el complejo universo de los movimientos islámicos. Es otro sunita,
radical doctorado en estudios islámicos
en la universidad de Bagdad, y hoy funge como una continuidad más extremista
aún de Osama Ben Laden.
La manera
sangrienta en que el nuevo líder se viene comportando, sigue un “esquema”
clásico: sumisión y conversión o muerte. Lo comprueba la persecución
anticristiana, pintando la N de nazareno en la puerta de sus fieles, no
encuentra ninguna clase de explicación ni justificación. Al revés, solo
consigue dar la razón a los pobres argumentos de Huntington para su choque de
civilizaciones.
Pero más
inquietante todavía es indagar qué hay detrás del califato y su violencia
despiadada, y quiénes son sus verdaderos ideólogos. ¿Arabia Saudita?
Tal vez ahora se
entienda mejor por qué las relaciones con el islam sean el mayor desafío
geopolítico del Vaticano, desde que Juan Pablo II emitió su Exhortación
Apostólica postsinodal “Una nueva esperanza para el Líbano”, de mayo de 1997,
luego de la visita pastoral a ese país. Toda una línea de acción para la
actitud de los árabes cristianos libaneses entre sí y sus compatriotas
musulmanes, aplicable a cualquier todos los casos.
* La presente nota resume parte de un trabajo inédito del autor, titulado
“Los países islámicos en el sistema internacional de posguerra”.
[1] Etimológicamente
“islam” indica el abandono de sí mismo y la sumisión a la voluntad de Dios; por
ende, musulmán –muslim- es el
sometido a Dios. Islam también refiere a una religión constituida y asumida
como cultura de síntesis, por el aporte que recibió de distintas religiones,
entre ellas judaísmo y cristianismo.
[2] Burgat, F., El Islamismo
cara a cara. Barcelona, Ed. Bellaterra, 1996.
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