Acallada
la euforia por la presencia del Santo Padre en Cuba, Estados Unidos y Asamblea General de Naciones
Unidas, todo volvió a la “normalidad” en este diablo mundo. Así, horas
después de su retorno al Vaticano, hubo desencuentros en las cumbres de B.
Obama con V. Putin por la cuestión siria (28/09) y con R. Castro por la difícil
transición cubana (29/9); al día siguiente, pese al reclamo de Francisco en el Congreso
norteamericano, fue ejecutada una mujer condenada por la Corte de Georgia.
Primera consideración:
se trató de un viaje apostólico, cuyo
objetivo principal era asistir al VIII Encuentro Mundial de las Familias,
realizado en Filadelfia el domingo 27. La agenda, programada al detalle con
meses de antelación, se armó en función de ese acontecimiento, anticipo del
Sínodo Extraordinario de Obispos sobre la Familia, que ha empezado ya en el Vaticano
(una verdadera prueba de fuego para el Papa). Esto indica que, para la Santa
Sede, la prioridad será siempre expandir y consolidar el magisterio de la Iglesia.
La escala
previa en Cuba también tuvo impronta pastoral, tanto en La Habana y en especial
por la peregrinación al Santuario de Nuestra Señora del Cobre ubicado en
Santiago.
En ambos
países se dio tiempo para “visitas de cortesía” (así las mencionaba la agenda) a
los respectivos jefes de estado y al Capitolio. Todos los discursos
pronunciados -con mensajes entre líneas y destinatarios explícitos e
implícitos- tuvieron repercusión política aunque carezcan, como parece obvio,
de efectos inmediatos.
Segunda consideración:
el discurso ante la Asamblea General de la ONU, que un papa solo pronuncia
previa invitación, expresó con amplitud la posición de la Santa Sede respecto
de la agenda mundial, aunque no aludió a su percepción sobre la “tercera guerra
mundial por etapas”.
Desde 1964
la Santa Sede actúa como Estado observador permanente de la ONU. Pablo VI fue
el primero en hablar en ese plenario (1965); luego lo hicieron Juan Pablo II
(1979 y 1995) y Benedicto XVI (2008). Ese carácter (que implica derechos y
obligaciones bien delimitados) fue ratificado –por unanimidad- por Resolución
58/314 de la Asamblea General de 2004. Todo un dato.
Tercera consideración:
frente a la dimensión de la eternidad, un año, una década, un siglo, para la
Iglesia es casi nada; importan los procesos históricos. Jorge Bergoglio, siendo
cardenal, trabajaba con tres conceptos que aplica ahora a su pontificado: el tiempo es superior al espacio, la realidad es superior a la idea y el todo es más que la suma de las partes.
Si no recibió, por caso, a disidentes cubanos fue para no tensar una relación llena
de dificultades. La dictadura castrista disuadió a jóvenes que pretendían asistir
a una misa dedicada a ellos y abundan testimonios de sacerdotes sobre las
dificultades para ejercer su ministerio. Pero cuánto se avanzó desde aquella
primera visita papal de 1998, cuando Juan Pablo II pidió, frente al propio
Fidel, que Cuba se abriera al mundo y el mundo se abra a Cuba.
Cuarta consideración.
Tanto en La Habana como en Washington, Francisco clamó por diálogo,
reconciliación y no violencia; ya se sabe qué difícil es que las sociedades
nacionales y la comunidad internacional lo asuman con decisión. Siendo un
Estado mínimo, la actuación de la Santa Sede –proclamaba Karol Wojtyla- apunta
a ser la voz de la conciencia humana. Su interés no pasa sino por la promoción
humana, más allá de cada nacionalidad, cultura e idiosincrasia: el mundo entero
es su ámbito de acción. Por ende, la diplomacia vaticana apunta al bienestar de
la humanidad pues se corresponde con su misión salvífica, apuntando sobre todo
a los varados en la periferia existencial
según propone el actual pontífice. Si no se considera esta dimensión, los cálculos
y análisis no serán certeros.
La quinta
consideración resume las anteriores: Francisco no está haciendo nada diametralmente
distinto a lo que sus antecesores inmediatos han aportado. Juan Pablo II
contribuyó a concluir la Guerra Fría y el injustamente desmerecido Benedicto
XVI fue la bisagra entre aquella etapa y los desafíos del siglo XXI, que el papa
argentino afronta mirando para adentro de la Iglesia.
Cuando Juan XXIII sacudió a Occidente convocando al
Concilio Vaticano II en enero de 1959, tuvo en mente varios objetivos, entre
ellos asumir definitivamente las ventajas de haber perdido los Estados
Pontificios en 1929, reconciliar al catolicismo con la modernidad, concluir el colateralismo (esto es, la relación de
la Iglesia con partidos políticos inducidos por ella a partir de la segunda
posguerra), empezar cuanto antes el aggiornamento
(concepto popularizado por él) y salir al encuentro de las “iglesias del
silencio” encerradas en Europa Oriental. La incomprensión, dudas y egoísmos ad intra respecto de aquella acertada
lectura de los tiempos, propias de un experto diplomático como fue el papa
Roncalli, produjo una corriente rupturista y otra continuista.
Entre los primeros, el arco pasaba del lefevrismo y
otras variantes del sedevacantismo a los partidarios de la teología de la
liberación. Los papas posteriores se inscribieron sin duda en la línea
mayoritaria de continuidad histórica. Por eso, equivocan quienes suponen que la
agilización de la nulidad del matrimonio eclesiástico implica aceptación del
divorcio, o que extender a todos los curas del mundo -durante el Año de la
Misericordia- la facultad de perdonar a mujeres que lo practicaron habilitará
el aborto, o que no juzgar homosexuales significa aceptar que el sexo sea una
construcción social electiva. Siendo temas que pican, los grandes desafíos de
la Iglesia van por otro lado.
Las consideraciones expuestas son cosecha del autor
y no consideran –por cuestión de espacio- los inminentes desafíos geoestratégicos
del Vaticano. Seguro que hay otras de igual o mayor envergadura que se pueden
exponer con más solvencia, pero lo que sí parece claro es que ciertos analistas
criollos, no tanto para convertirse sino para entender las acciones de la Santa
Sede proyectadas a la comunidad internacional, debieran leer -cuanto menos-
estos grandes documentos: Pacem in terris
(1963), Nostra aetate (1965), Populorum progressio (1967), Centesimus annus (1991), Caritas in veritate (2009) y la reciente
Laudato si (2015). Si así no lo
hicieren, seguirán confundiéndose y confundiendo a la gente.
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