3 de diciembre de 2015

El futuro del kirchnerismo y el PJ


Treinta años de interna pública del Partido Justicialista habilitan esta nota.


A las 21:30 del domingo 22, apenas reconocida la derrota, comenzó la guerra de sucesión en el PJ. ¿Existe hoy alguien capaz de unificar la mayor fuerza política de la Argentina? El perdidoso vecino E. Fellner es su presidente desde mayo del año pasado, acompañado por un consejo monocolor -J. Capitanich, A. Caló, B. Rojkés y Wado De Pedro- incompatible para este tiempo.

Como sucede en estas circunstancias, sobrevendrá la inevitable catarsis, los pases de facturas y, tras cartón, purgas, realineamientos, retiros voluntarios y forzosos, probables rupturas.

Analistas de todo laya coinciden en la puja entre tres grandes líneas dispuestas a dar pelea: la massista del eje Tigre-Córdoba, la liga de gobernadores (¿más Scioli?, sociedad aún en formación) y el kirchnerismo con su cohors praetoria –La Cámpora- en retirada. Cada cual con poder de fuego y capacidad de maniobra para alianzas durables o de coyuntura.

El espectáculo será atractivo, potenciado por la evidencia de que, como casi todos los partidos -bien que por distintas razones-, es una cáscara que necesita recuperar, actualizar y definir contenidos acordes con la época.

En tal contexto, la única rama excéntrica -desde el punto de vista ideológico- es la kirchnerista (de la cual el cristinismo es la versión dura). Esta fracción tendrá una tarea doble a partir del 11 de diciembre: lograr la conducción del Consejo y del Congreso partidarios e imponer su línea ideológica en tanto fase superior del peronismo. Para entender el fundamento teórico implícito del grupo, tal vez convenga recordar el origen del maridaje populismo-progresismo.

Siempre se identificó peronismo con populismo, pero nunca fue tan evidente con la intensidad vivida en los últimos ocho años. Lo fue de derecha entre 1946 y 1955; de izquierda entre 2003-2015. Vale la pena intentar, entonces, una explicación sobre la autenticidad de esa segunda tendencia, cuyos referentes se identifican con la izquierda setentista, refractaria al “facho” Perón.

J. Castañeda en La utopía desarmada (1993) refiere que en un principio fue el “crisol cubano” con las premisas que sustentaban la teoría del foco: 1 - carácter continental de la revolución, 2 - su naturaleza socialista, 3 - ineludible necesidad de la lucha armada, 4 - responsabilidad conductiva de la pequeña burguesía, 5 - construcción de alianzas para diseminar la revolución y 6 – descarte de los partidos comunistas por carecer de impulso revolucionario.

Salvo el nº 3 (que nadie en su sano juicio puede sostener ahora), los otros cinco puntos están en la base del socialismo del siglo XXI con primera versión venezolana, sucesora del castrismo agotado. Ese esquema repicó en Ecuador, Nicaragua y Bolivia (integrantes del ALBA con Cuba y Venezuela) y, con menor resultado, en Brasil y una Argentina donde el pueblo peronista mantiene raíces socialcristianas.

Las izquierdas –en cualquiera de sus ismos- habían impulsado el “entrismo” en los años de la Guerra Fría, una maniobra de penetración en los grandes partidos populares latinoamericanos. La matriz nacionalista-católica originaria de Montoneros bloqueó por un tiempo la entrada del marxismo al PJ hasta que, expulsados de Plaza de Mayo, lo asumen como referencia ideológica. Ya sabemos cómo terminó esa historia.

Pues bien, cierta dejadez intelectual en las dirigencias del PJ habilitó la paulatina irrupción de aquellas izquierdas sin necesidad de asaltar ningún Palacio de Invierno: encontraron las puertas abiertas y lograron su objetivo. J.J. Hernández Arregui y J.W. Cooke, doctrinarios de cabecera en los ‘70, fueron acoplados a Ernesto Laclau. La mutación genética impuso una dimensión agonista de la política, según la cual resulta imprescindible reconocer un adversario central (o varios). Con todo, para ese politólogo el antagonismo -expresado en la fórmula nosotros/ellos- debía ser compatible con una democracia pluralista. Sin embargo, los epígonos criollos sostuvieron la relación adversarial en términos amigo/enemigo. Así les fue.

El formato ideológico del kirchnerismo fue tarea de Carta Abierta, más allá de diferencias y matices entre sus miembros. Bajado al llano como cantar de gesta por una multitud de medios adictos, tal construcción trocó en relato para la militancia juvenil, cuya (in)consistencia fue otra causal de la derrota electoral. El FPV (de improbable perdurabilidad) fue el gran colector de quienes asumieron la épica, aunque sin la menor intención de someterla a un debate institucional en el PJ. Eso suele ocurrir con los “modelos”: lo tomas o lo dejas, te adhieres o te vas.

En suma –inhibida la lucha armada y de clases- el nuevo socialismo privilegia la voluntad popular por sobre la República, en tanto prima la voluntad del caudillo cuya continuidad en el poder -omnímodo y omnívoro- carece de plazos y no se comparte. Justicia sitiada, venganza antes que verdad y reconciliación, control de los medios de comunicación, legislaturas-escribanías donde nada se debate, dispersión o absorción de las minorías, se contraponen al equilibrio de poderes ínsito de la democracia republicana, a la cual debemos preservar conscientes de que representa un tercio de nuestra problemática (desarrollo y justicia social son los otros dos).

¿Desaparecerá el kirchnerismo después del 23 N? No. Luego del fracaso electoral era obvio el repliegue táctico que estamos presenciando e implica rescatar heridos, verificar lealtades y preparar una “Resistencia con aguante: Cristina 2019”.

Es notorio el recambio generacional, con una dirigencia que oscila entre 40 y 50 años dispuesta a asumir protagonismo. Cómo obviar la muchachada de La Cámpora, recalcitrante y autoreferencial, desprovista de la generosa caja estatal: ¿dará batalla por la conducción del PJ, con el aporte de aquella izquierda invasora?, ¿enfrentará a los gobernadores?, ¿se reciclará?, ¿constituirá nuevo partido?

Todo esto se definirá más temprano que tarde. La estabilidad institucional lo requiere y el nuevo presidente lo padecerá.

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