4 de junio de 2017

¿Qué significa “hacer” el desarrollo?


Por estas horas Argentina se enmaraña en la tensión irredimible entre ortodoxia y heterodoxia económicas. Ambas agrupan o identifican posturas que no suelen explicitarse en las plataformas políticas. ¿Especulación o indefinición? 
En la ortodoxia suelen abrevar las corrientes liberales/conservadoras y monetaristas, y se caracteriza por una formulación académica inflexible. Entre ellas no hay total coincidencia y lo demuestra el debate inacabable sobre diagnóstico y remedios para atacar la inflación. 
Por su parte, los heterodoxos -asociados mecánicamente con izquierda o centroizquierda- también disputan entre sí desde el “pragmatismo” a la hora de adoptar medidas económicas.
Las dos escuelas son irreconciliables y actúan como el agua y el aceite.
Industrialización = desarrollo

Una de las acepciones del verbo desarrollar es “progresar las comunidades humanas en los planos económico, social, cultural y político”. El didáctico significado connota un proceso en el cual las etapas posteriores implican mejoras respecto de las precedentes.
La historia comprueba que ninguna gran potencia alcanzó ese estatus de la noche a la mañana, sino mediante un derrotero signado por avances, retrocesos, contradicciones y fracasos: de la sociedad agraria a la industrial y de la tecno-industrial a la del conocimiento en el transcurso de los últimos trescientos años. 
Desde inicios del capitalismo, las principales economías transitaron por sucesivas fases de industrialización. Generados suficientes excedentes de producción, se lanzaron al mundo promoviendo la libertad de los mercados a fin de colocar sus manufacturas, hasta por la fuerza si era necesario.
Las naciones desarrolladas, luego de “retirar la escalera” (según la acertada metáfora de Friedrich List) para bloquear la industrialización de los productores de materias primas, sumaron dos consignas a la –para ellas- primordial del libre comercio: democracia y derechos humanos. Con las tres justificaron sus intervenciones en cualquier lugar del planeta y con cualquier pretexto. 
Desarrollo, desde la inmediata posguerra y para países como el nuestro, fue sinónimo de industrias básicas -acero, química, petroquímica, energía eléctrica, celulosa-, esenciales para sustituir importaciones, a las cuales se sumaban sistemas de transporte y de comunicación para integrar los mercados internos. Cabe recordar que la expansión de la industria liviana dependió siempre de manufacturas externas; en cambio, la industria pesada –de efecto multiplicador- facilita la fabricación de bienes de capital para agregar valor a las materias primas. 
El “estructuralismo latinoamericano”

El Consejo Económico y Social de Naciones Unidas estableció en Santiago de Chile, a fines de 1948, la Comisión Económica para América Latina (CEPAL), la cual se trasformó en un laboratorio del cual surgió la corriente estructuralista latinoamericana, operando el concepto de desarrollo económico a partir de aquella etapa. 
La economía mundial, desde la segunda revolución industrial de mediados del siglo XIX en adelante, se basaba –dicen los expertos- en un sistema a la vez jerárquico y asimétrico, con un centro industrializado y una vasta y diseminada periferia exportadora de materias primas. 
La división internacional del trabajo condenaba al atraso a los países agropecuarios a causa del “deterioro de la relación de intercambio” (mejores precios para las manufacturas respecto las materias primas, más allá de picos coyunturales), condicionando el intercambio comercial a nivel global. Por lo demás, los países centrales seguían limitando -a través de los organismos multilaterales de crédito- la transferencia tecnología y la inversión de capitales, impidiendo o al menos controlando la industrialización de cualquier país.  
Este estructuralismo (basado en una corriente de análisis de las relaciones internacionales de igual nombre) planteó, pues, la teoría de la dependencia e impulsó (con Raúl Prebisch a la cabeza) propuestas concretas de gobierno adaptables a cada realidad nacional y más allá de los resultados finalmente obtenidos.
Así como en los ’80/’90 en el marco del Consenso de Washington floreció un neo-liberalismo, hoy despunta el “neoestructuralismo” -con aportes de varias escuelas económicas- que busca adaptar el paradigma desarrollista a sesenta años de su formulación inicial. 
En resumen, el desarrollismo reconoce tres vertientes: keynesiana, en cuanto considera al Estado inductor de la economía (para el liberalismo solo el mercado asigna recursos y decide si se fabrica acero o caramelos); la liberal, por cuanto no descalifica el papel de la oferta y de la demanda (el Estado promueve el desarrollo con estímulos fiscales y financieros, evitando interferir indebidamente en el mercado); la socialista, por cuanto la economía debe promover integralmente las necesidades populares, en especial de los sectores más desprotegidos, apuntando al pleno empleo y a salarios reales ascendentes para disminuir la brecha entre ricos y pobres. El desarrollismo es, entonces, una doctrina económica reformista del capitalismo, cuyas sus contrapartes son las escuelas liberales y monetaristas prevalecientes en el mundo desarrollado, y las de planificación socialista en franca retirada.
Desarrollismo en la Argentina

La plenitud de tiempos se dio para nosotros entre los años ’50 y ‘60 del siglo pasado, con la clara percepción de alternativa, por un lado, a la economía de planificación socialista implementada por la Unión Soviética y sus satélites y, por otro, a un capitalismo cuyo curso se fue desplazando de la inversión productiva a la especulación financiera “salvaje”. 
Hasta la Iglesia Católica aportó su visión en ese tramo de la Guerra Fría con la magistral Populorum Progressio de Pablo VI (1967), para la cual fuera consultado Arturo Frondizi.    
La dupla Frondizi-Rogelio Frigerio acá (1958/1062), Juscelino Kubistchek en Brasil (1956/1961), Adolfo López Mateo en México (1958/1964), todos apuntaron al desarrollo industrial con resultados diferentes, luego de advertir que el momento había llegado y debía ser aprovechado. 
Para el desarrollismo nunca fue lo mismo crecimiento (un concepto cuantitativo, que se mide con la evolución del PBI) que desarrollo (concepto cualitativo que implica cambio de la estructura productiva), y hay que diferenciarlos. La distinción, por suerte, ya fue incorporada no hace mucho en los discursos de campaña, con unos cuantos años de retraso en verdad.
Otro aspecto destacable del “método” desarrollista de Frondizi-Frigerio, fue la programación del desarrollo a partir de una atenta lectura de la realidad mundial, y que consiste en identificar los objetivos estratégicos, establecer un orden de prioridades, obtener financiamiento y fijar plazos de cumplimiento. 
¿Macri desarrollista?

El presidente Macri manifestó en varias ocasiones su admiración por Arturo Frondizi, cuya gestión –como se sabe- fue frustrada por el torpe golpe militar del 29 de marzo de 1962, cuyas consecuencias todavía pagamos muy caro. ¿Por qué dudar de esa adhesión? Otra cosa es que se trate de un nuevo presidente desarrollista. 
Para la izquierda en sus distintos pelajes, siempre refractaria del desarrollismo, el actual presidente es un neo liberal defensor de los intereses del empresariado. Lo curioso es que para liberales y monetarista se trata de un desarrollista. Los extremos se tocan y en su momento contribuyeron -por acción u omisión- a la caída de Frondizi.
El gobierno de Cambiemos carece de un plan de desarrollo aplicable a los tiempos que corren, pues si lo tuviera no estaría atravesando tanta turbulencia. ¿Está a tiempo de construir sobre la marcha una propuesta neodesarrollista?; tal vez, aunque no es lo mismo que arrancar con un plan concreto y viable. ¿Conspira la heterogeneidad del equipo?; puede ser, pero con un proyecto consistente el equipo termina alineándose. Así pasó en 1958. 
En varias declaraciones (la última en China), Macri proclamó que la Argentina fue demasiado tiempo granero del mundo y que ahora debía ser su “supermercado”. Con esa propuesta subraya la necesidad de agregar valor a la producción primaria. No está mal, pero es insuficiente para superar una matriz económica crónicamente dependiente de los vientos de cola – imprevisibles y pasajeros- del valor de las commodities. [El despilfarro de esos recursos por el populismo kirchnerista acredita que, no obstante su íntima revalorización del desarrollismo, la resultante de sus doce años fue la contracara].
El liberalismo sostiene con renovado vigor que la teoría del deterioro de la relación de intercambio es un falso argumento. Su consigna sigue siendo desregular, “abrir” la economía y producir lo que sabemos hacer bien, coincidiendo con aquella consigna que Nelson Rockefeller propusiera en su famoso informe de 1969 sobre la calidad de vida en las Américas, y apuntaba a acomodar las economías latinoamericanas según su “eficiencia relativa y eficacia selectiva”.  
Obviamente, las condiciones del mundo en 1950, en los ’90 de la implosión de la URSS o cuando la crisis financiera de 2008, son francamente distintas. Así cabe preguntar, ¿qué es desarrollo para el siglo XXI? 
Igual que hace seis décadas, una economía subdesarrollada se caracteriza porque su crecimiento está inducido por las necesidades del mercado mundial antes que por las de determinado país. Seguimos drenando divisas hacia el mundo desarrollado, aunque no tanto por vía del intercambio comercial cuanto por la remesas financieras.
Entonces, ¿cuáles son las actividades prioritarias que puedan modificar la estructura productiva argentina? ¿Cómo promover un debate que, al definirla, apunte al largo plazo? Un proyecto de desarrollo se construye desde abajo, conciliando los intereses de todas las clases y sectores sociales de la Nación.
Escribí esta nota sin intensión de pasar por economista, que no lo soy. La hice en mi condición de desarrollista irredento. 

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