Pueblo indígena en acción
La sorpresiva
irrupción de una “Resistencia Ancestral Mapuche” (RAM) en Chubut ocasionó un
tembladeral, exponiendo una situación desconocida para el gran público de nuestras
principales ciudades.
Su reclamo de autodeterminación sacudió
la modorra de agentes de gobierno y despertó el interés de opinadores genéricos
ávidos de novedades, cuyos comentarios sonaron mentalmente distantes de la
problemática indígena argentina. Mientras tanto, el referente Jones Huala
reclamaba desde su celda un “enclave” (jurisdicción territorial inserta en otra
de mayor envergadura, como Lesoto en Sudáfrica). Un despropósito jurídico.
La RAM operaría entonces como brazo argentino
del grupo chileno Weichan Auka Mapu -“territorio rebelde en lucha”- aparentemente
escindido de la central Coordinadora Arauco Malleco, que repudia la violencia y
obviamente niega la relación. Para colmos, el oscuro incidente de Santiago
Maldonado provocó una mescolanza política-ideológica-electoralista de alcances
insospechados.
Los actos violentos ocurridos en
uno y otro lado de la cordillera, para sus promotores y autores materiales, son
parte de una lucha de “liberación nacional” equiparable a las de los años ’60
del pasado siglo. Su objetivo confeso es constituir -vía secesión- un nuevo país,
fraccionando los actuales territorios de Argentina y Chile. Es imposible a la
luz del orden institucional argentino y del derecho y práctica internacionales
aplicables a estos casos.
El gobierno en
retirada de M. Bachelet anunció en junio de este año el “Plan Araucanía: Invirtiendo en Personas y Oportunidades”, resultado de un informe elaborado por una
Comisión Asesora Presidencial al efecto, piloteada por el obispo de Temuco
Mons. Héctor Vargas, y elevado en enero pasado.
Ese Plan prevé el
reconocimiento constitucional de los pueblos indígenas, con nuevas formas de
participación y reparación, la creación de un ministerio ad hoc, de una comisión nacional de tierras y mayor representatividad
en el Congreso, entre otros objetivos.
No obstante, fue rechazado por sus
destinatarios sobre todo por no incluir la propuesta de “plurinacionalidad” en la
Constitución de Chile. Tampoco parece que haya total coincidencia con las propuestas
entre la dirigencia política trasandina.
Rodrigo Vergara escribió un
informe “El conflicto sin fin de la Araucanía”, publicado en la revista Qué pasa de Santiago (nº 2421, 01/09/07).
En su análisis refiere que en el movimiento mapuche se diferencian tres posturas
que, coincidentes en lo básico (reconocimiento constitucional de la
plurinacionalidad y recuperación de tierras), se diferencian por las vías de
acción: están los reclamantes de independencia (irreductibles de extrema
izquierda y anarquistas antisistema), los que apuntan a sus objetivos mediante
vías distintas a la participación política tradicional y, finalmente, los
dispuestos a hacerlo en elecciones formales y dentro de partidos políticos
reconocidos.
En tal contexto, cabe subrayar,
los violentos (de allá y de acá) son
franca minoría y, por ende, resulta tan torpe negar u ocultar el problema como
sobredimensionarlo. Asimismo, aunque Argentina introdujo la temática indígena
en la reforma de 1994 (y por eso normativamente está más actualizada), los
mapuches mantienen unidad de discurso pues de trata de “la misma nación en lucha”.
Esto explica por qué seguir con atención los sucesos en Chile.
A todo esto, ¿qué pueblo es “indígena”? El
art. 1.1. del Convenio nº 169 de la OIT -sobre Pueblos Indígenas y Tribales en Países
Independientes- de junio de 1989 aplica el criterio del
autoreconocimiento, según el cual lo es el que así se considera por el hecho de
descender de poblaciones que habitaban en un determinado país o región
geográfica en la época de la conquista o de la colonización, y conservar todas
sus propias instituciones sociales, económicas, culturales, políticas, o parte
de ellas. El art. 1.2. confirma que “La conciencia de su
identidad indígena o tribal deberá considerarse un criterio fundamental para
determinar los grupos a los que se aplican las disposiciones del presente
Convenio”. Estas definiciones, por su amplitud, han generado debates
interminables.
Basamento jurídico de la
descolonización
El proceso de descolonización fue
impulsado por Naciones Unidas desde 1945 mismo. Para encausarlo, la Asamblea
General dictó en 1960 la “Declaración sobre la concesión de la independencia a
los países y pueblos coloniales” (Resolución nº 1.514 AG XV), cuyo parágrafo 2 reconoce
a todos los pueblos el derecho de libre determinación en virtud del cual “determinan
libremente su condición política y persiguen libremente su desarrollo
económico, social y cultural”. Por tanto, cualquier tipo de explotación, sujeción
o subyugación a una dominación extranjera resulta contrario a los propósitos y
principios de la Carta de la ONU (parágrafo 1).
Sin embargo, para resguardar la
estabilidad interna de cada Estado fue necesario aclarar que: "Todo
intento encaminado a quebrantar total o parcialmente la unidad nacional y la
integridad territorial de un país es incompatible con los propósitos y
principios de la Carta de las Naciones Unidas” (parágrafo 5). De esta manera quedaba
garantizado el ejercicio pleno de la soberanía estatal y su jurisdicción
exclusiva, evitando posibles fracturas inducidas por los juegos de poder. El
mismo resguardo está previsto en otra importante resolución de la Asamblea
General (nº 2.625, de 1970), en el capítulo dedicado precisamente al principio
de igualdad de derechos y libre determinación de los pueblos.
Desde entonces el sistema internacional
habilitó el ejercicio de la libre determinación exclusivamente para los casos de
colonialismo o, también, a supuestos de graves violaciones sistemáticas de
derechos civiles y políticos. La práctica del Comité de Descolonización y de la
Corte Internacional de Justicia convalidó con los años esa comprensión del
problema, aplicable tanto a mapuches, a los falklanders
trasplantados desde Gran Bretaña o a las recientes pretensiones de catalanes y
escoceses.
Por esa razón se han multiplicado
estudios y referencias a las declaraciones unilaterales de independencia de
Eslovenia (1991) y Kosovo (2008). Incluso este último caso motivó una opinión
consultiva (dictamen jurídico no obligatorio) de la Corte Internacional de
Justicia, muy criticada por sus imprecisiones. [Comentario al paso: separatistas
catalanes mantienen contactos desde hace tiempo con los sectores mapuches más recalcitrantes].
Las normas
internacionales tampoco habilitan a los pueblos originarios de cualquier país,
en tanto comunidades integrantes de una población nacional, la posibilidad de
reclamar su autodeterminación. Por eso el art. 1.3. del Convenio 169 (aprobado
por ley nº 24.071/92) es contundente: “La utilización del término ‘pueblos’ en este Convenio no deberá
interpretarse en el sentido de que tenga implicación alguna en lo que atañe a
los derechos que pueda conferirse a dicho término en el derecho internacional”.
Es importante destacar que dicho Convenio
fue “reforzado” por la Declaración de las Naciones Unidas sobre los derechos de
los pueblos indígenas, aprobada por Resolución nº 61/295 de la Asamblea General
(septiembre 2007), con todo lo que ello implica en materia de seguimientos por
comités de observadores internacionales.
Autonomía en la práctica
Vedada
pues la libre determinación (principio de derecho internacional), los países iberoamericanos
con alto porcentaje de población indígena han experimentado distintas fórmulas
de autonomía (principio del derecho público
nacional), para evitar precisamente la ruptura de la unidad nacional o
arriesgar la integridad territorial tal como están reconocidas por la comunidad
internacional.
Si bien en varias experiencias nacionales
se identifica autonomía con libre determinación, a la hora de proponerse
soluciones a los conflictos, generalmente se encaran propuestas autonómicas en
algún nivel institucional. Éstas, por cierto, representan una vía
cualitativamente distinta a la implicancia internacional de autodeterminación.
Desde Tierra del Fuego hasta Nunavut (Canadá),
es decir en América toda, están reconocidos decenas de pueblos originarios,
cada cual con características antropológicas y culturales propias, más o menos
mestizados, con desencuentros y conflictos de diversa intensidad. No hay un
caso parecido a otro ni los reclamos son exactamente los mismos, pero todos se
parecen en cuanto a la situación de marginación y por dos reclamos básicos:
posesión de la tierra y autonomía. Éstas, por cierto, representan una vía cualitativamente
diferente a la implicancia de la libre determinación.
El Estado Plurinacional de Bolivia, cuya
población indígena se redujo del 62 al 41% según el Censo de 2012 (pero sigue
siendo de las más numerosas junto con las de Guatemala y Belice), estableció, por
ejemplo, en la reforma constitucional vigente desde febrero de 2009, un modelo
de autonomía que hasta introdujo una Jurisdicción Originaria Indígena Campesina.
México (15%) optó por reconocer y habilitar tipos de autonomía municipal; las
comunidades involucradas nunca llegaron a plantear la secesión. En Guatemala (40%)
y en Chile según vimos (9%, Censo de 2015) no terminan de armarse paquetes de
medidas prácticas para salir de un estancamiento de consecuencias impensadas. Para
comparar, y según el Censo 2010, había a ese año en Argentina 955.032 personas
que se reconocían descendientes de pueblos indígenas, un 2,4% del total
nacional. De aquellas, poco más de 27.000 pertenece a la etnia mapuche.
En suma, el desconocimiento
o, peor, la indiferencia estatal para encarar la problemática y proponer
salidas sensatas y acordadas con los interesados, suele llevar a callejones sin
salida. Nada impide que el Estado, ejerciendo las competencias que derivan de
su condición soberana y hacen a la capacidad de organización interna, promueva
propuestas acordes para las distintas poblaciones indígenas, cuyas realidades
varían tanto en su composición y cantidad como en sus niveles de integración
con el resto de la sociedad nacional.
En cuanto al abordaje en la
Argentina, eso da para otra nota.
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