Diario El Tribuno, 2 de septiembre de 2018 – Suplemento
Día de la Industria
La industrialización integral de la Argentina continúa
siendo la mayor asignatura pendiente desde fines del siglo XIX. Por entonces, la
fórmula agroexportadora funcionaba muy bien, inserta en una división
internacional del trabajo que nos asignara el papel de proveedores de materias
primas. Tal esquema fue sostenido, sin mayores fisuras, por aquella emblemática
Generación del 80. ¿Para qué cambiar lo que bien andaba y nos ponía entre las
economías más pujantes del planeta? Sin embargo, dentro mismo de ese colectivo
habían disputas internas sobre cómo debía ser la estructura productiva
nacional. Las divergencias repercutían en un esquema de poder construido sobre ganados
y mieses y, para salvarlo, hubo que recurrir a la Ley Sáenz Peña – Gómez que
introdujo el voto universal y obligatorio.
Aquel debate de fondo tuvo al visionario Carlos Pellegrini
como uno de sus protagonistas. Las constancias se encuentran en los discursos sobre
la ley de aduanas en el Congreso Nacional (1875-1876), en su cruce epistolar
con Floro Costa en 1902 y en sus mensajes de campaña por una banca en el Senado
(1903). El “Gringo” había analizado el funcionamiento de las grandes economías
y por eso apostaba al proteccionismo: la inversión de los saldos de exportación
serviría para construir la industria nacional. En aquel contexto histórico su
visión era lúcida pero le ganaron los otros. Primera frustración.
El siguiente intento -más profundo y sistémico- ocurrió ocho
décadas después durante la presidencia de Arturo Frondizi. En el interín habían
sucedido dos pavorosas guerras mundiales, Rusia salía del mercado capitalista, empezaban
las luchas de liberación nacional, la crisis del ’30 arrastró la libre
convertibilidad de divisas, entre otros dramas de incidencia internacional.
Concluida la Segunda Guerra y reconstruida Europa merced al
aporte del Plan Marshall, la economía mundial entró en una inédita fase de
expansión de casi dos décadas. En este nuevo contexto emergió en las usinas de
la CEPAL la escuela estructuralista latinoamericana, cuyos aportes teóricos
fueron asumidos por varios gobiernos de la región (Argentina, Brasil, México,
principalmente). Era el momento propicio para dar un giro de 180º, apuntando al
desarrollo integral de las economías iberoamericanas.
Frondizi y Rogelio Frigerio no tenían demasiadas opciones frente
a las condiciones en que estaba la Argentina, y encararon la estrategia de estabilidad
y desarrollo mediante la fórmula “carne + petróleo = acero + industria”.
Para esa irrepetible dupla había
que superar el esquema de la industrialización liviana, demasiado dependientes
de la demanda interna y los subsidios públicos, condicionada a la vez por los
vaivenes del precio de commodities. Con ese esquema imposible erradicar con
prontitud los seis indicadores del subdesarrollo (estrangulamiento del sector
externo, deterioro de la relación de intercambio, desequilibrio en la balanza
de pagos, desigual distribución de ingresos, escasa o mala distribución
poblacional, falta de competencia interna y externa).
En consecuencia había que apostar por un desarrollo
económico estructuralmente sostenido y sostenible en el tiempo, dando un salto
cualitativo a la estrategia de sustitución de importaciones propuesta por Perón,
orientando el proceso a la creación de las industrias de base (siderurgia,
petroquímica, celulosa, energía eléctrica, bienes de capital, infraestructura
de comunicaciones, etc.). También sabemos cómo terminó esa breve etapa. Segunda
y más grave frustración.
En suma, pasamos el siglo XX sin siquiera haber debatido y
acordado una nueva estructura productiva, sin perjuicio de notables avances en
algunos rubros (tal el solitario ejemplo de nuestra industria nuclear). Para
qué llorar sobre leche derramada: lo que no se hizo, no fue. La cuestión
entonces, frente a tamaño vacío, es preguntarnos qué margen tenemos hoy para
industrializar las economías “emergentes” en este primer cuarto del siglo XXI.
Los tres grandes sectores de la economía (primario,
secundario y terciario), desagregados, implican al menos diez subsectores
diferenciables, los cuales necesitan de la industria para evolucionar. Todo
avance hoy está estrechamente vinculado a la innovación tecnológica. Las
industrias metal-mecánica y de elaboración de alimentos, por ejemplo, ya
aplican avances técnicos significativos, que redundan en puestos de trabajo genuino
e inversiones con efecto multiplicador, apuntando a la modesta pero válida
aspiración de que nos vean como un “supermercado del mundo”.
En esta perspectiva, el papel del Estado sigue siendo decisivo,
ya que las estrategias requieren
planificación en base de un proyecto amplio y abarcador de todos los sectores y
clases sociales. Luego seguirán la fijación de prioridades y el cumplimiento de
cada objetivo en tiempo y forma. Constantemente cambian en el mundo las formas
de organizar la economía, pero esas consignas permanecen vigentes.
Otra cuestión, ligada a lo anterior, imposible de soslayar aún
en esta época es que no conviene librar al mercado la asignación de recursos para
fabricar caramelos o acero. El Estado orienta la inversión mediante adecuadas políticas
crediticia y fiscal. Esto que resulta tan fácil de exponer resulta difícil de implementar cuando se padece la endemia
del cortoplacismo.
No solo el sector industrial, todos los sectores
productivos deben movilizarse en función de parámetros establecidos por datos de
la realidad, lo cual requiere estímulo a la inversión extranjera, fomento al
ahorro interno, diversificación de exportaciones, búsqueda de nuevos mercados y
una fina política de estímulo a la investigación.
Tenemos un mercado nacional desarticulado y raquítico,
reducido a esa condición por las recetas populistas, monetaristas y gradualistas,
alejadas del imperativo constitucional del equilibrio entre las regiones argentinas. Urge la integración física y espiritual de
nuestra Nación.
En el actual cuadro de situación hay que seguir apostando y
priorizando la industrialización, extractiva o de transformación, sin la cual ningún
país es viable. Tenemos la capacidad y los recursos humanos necesarios para lograrlo.
Solo falta una línea argumental consistente, que no es poco. Esa es nuestra
aspiración para este complicado 2 de septiembre de 2018.
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