Diario El Tribuno, 20 de abril de 2020
Valores y condición humana
La palabra “humanos” sobra en el título pues, tratándose de valores, necesariamente aludimos al conjunto de cualidades que acompaña al género humano en su peregrinaje terrenal. Las cosas también valen, claro, pero jamás como los valores humanos.
Sólo el ser humano discierne entre lo bueno y lo malo; su libre albedrío le permite optar por el bien mientras estén claros sus deberes. Por ello, cada época acuña, promueve, transforma y hasta relativiza valores. Sin embargo, son inalterables aquellos que confirman la trascendencia del hombre; valores “absolutos” como la vida, el bien, la paz, la justicia, y preceden a los de carácter universal: libertad, honestidad, responsabilidad, solidaridad, tolerancia, patriotismo, etc.
La trascendencia del hombre va más allá de su materialidad física. Eso lo hace un ser espiritual, aun considerándolo –según la dialéctica de Pascal- una “inestable unidad de cuerpo y espíritu”.
Respetar valores propios y ajenos, nos deriva a la cuestión de la moralidad, o sea cómo se asumen tales prescripciones en la cotidianidad. Pero no avanzaremos más que lo dicho. Los especialistas dirimirán el debate sobre moral y ética.
En este contexto de pandemia universal, analizado en estas páginas (“Nosotros y la pandemia” -31/03/202- y “El mundo en pandemia” -14/04/2020), referimos a la sorpresa, estupefacción e incertidumbre inoculadas en la humanidad, de cara a la muerte y con graves dudas sobre el futuro.
Nunca antes se había revelado con tanta crudeza nuestra insignificancia cósmica: “Solo en la vida humana, la muerte adquiere un carácter auténtico, específico y propio”, dicen los manuales de filosofía. Y siendo la vida el tránsito hacia aquella, cada cual asume –con mayor o menor conciencia- una postura “sobre el yo, el nosotros y la vida”. Es muy probable que, introspección mediante, todo esto diera vueltas por nuestras cabezas en tiempos de encierro y de Pascua.
La insoportable levedad del ser
Así las cosas, imposible superar ésta y las pandemias que sobrevengan, imposible mejorar como Nación e imposible pretender un mundo mejor, sin revisar el andamiaje teórico que, desde la entronización de la razón por la Ilustración, se ha estancado en la modernidad líquida descripta por Z. Bauman.
La violencia (“el mal absoluto”, para C. Magris) de guerras en distintas escalas, marcó a fuego la primera mitad del siglo pasado. La otra mitad lleva el sello del Mayo francés de 1968, una parodia de revolución cultural que corrió los límites libertarios hasta la desmesura pero sin tocar, ni mínimamente, las causas profundas del desbarajuste moral.
Los portentosos avances potenciados por la globalización no mejoraron la moralidad humana. La violencia es multiforme, se enquistó en la desigualdad, en la injusticia, en la intolerancia, en la miseria, en la corrupción, en la irresponsabilidad, en la indiferencia. El Informe Social Mundial 2019 señala que 2.155 multimillonarios poseen un equivalente al de 4.600 millones de personas. Estas cifras son indicativas de que, de este modo, el mundo va al colapso. Por eso Francisco asegura, en el # 14 de Laudato Si, que hay “Síntomas de una verdadera degradación, de una silenciosa ruptura de los lazos de integración y comunión social”. ¿Estaremos a tiempo de revertirlo?
Para colmos, el concepto político de “posverdad”, surgido en las postrimerías del siglo pasado, se transformó en sello de estas dos primeras décadas transitadas. Las redes sociales lo han viralizado como un signo de época asumido acríticamente. Pilatos sigue preguntando “¿Y qué es la verdad?”. La posverdad posiblemente no existiera sin el sustento implícito que le brinda un contexto relativista.
Casi todas las corrientes filosóficas modernas, desde las basadas en la idea del progreso infinito (materialismo, positivismo, nihilismo) hasta las corrientes existencialistas que pusieron fin a esa ilusión, convinieron en la inexistencia de valores absolutos. Coinciden en la idea de que lo correcto e incorrecto, lo bueno y lo malo, se corresponde con las perspectivas de cada persona, pues no existen criterios jerárquicos para clasificar conductas. La verdad viene “a la carta”: todo da igual, nada es mejor, lo señala más rústicamente el premonitorio tango de Discépolo. Las respuestas con que cada corriente filosófica procuró dar respuestas ya no sirven para contestar las preguntas impulsadas por los desafíos actuales.
¿Mejores o peores?
Líderes mundiales -de cualquier rubro- hablan sin demasiada convicción sobre las desigualdades. Pero el bien no se declama, se practica. ¿Es incompatible con la política el ser buena gente, buenos ciudadanos? Muchos se preguntan si saldremos mejores de esta pesadilla, pues ciertas cuestiones no se resuelven con vacunas. Urge trabajar nuevos paradigmas.
¿Cómo limitar los excesos sin una mayor espiritualidad? La solución pasará presumiblemente por reponerla, estando ínsita en la condición humana. Si bien la pandemia nos sacó de eje, no podremos continuar sin privilegiar lo social, un “yo y nuestras circunstancias”, un soy en mi prójimo que no deje margen al egoísmo.
Se adjudica a André Malraux la frase: “El siglo XXI será espiritual o no será” (otra versión refiere al adjetivo “religioso”). La espiritualidad no necesariamente implica religiosidad; y una religión sin espiritualidad es inconcebible: Europa, por caso, está pagando caro haber expulsado a Dios de la plaza pública. Pero, insistimos, no se trata de un problema de creyentes; la mayor o menor espiritualidad es un serio problema humano.
Irish Murdoch, reconocida novelista irlandesa, fue profesora de Filosofía en Oxford y, proviniendo de una familia protestante, se consideraba una persona de espiritualidad no religiosa. Adscripta al existencialismo, se apartó al advertir que esa corriente no contribuía a “sacar de su descrédito” a la filosofía moral. Bregó por un retorno a la espiritualidad y que la noción del Bien fuese nuevamente objeto de especulación filosófica. “Necesitamos una filosofía moral –decía Murdoch en su ensayo sobre “La Soberanía del Bien”- en la que el concepto de amor, tan raramente mencionado hoy en día por los filósofos, pueda volver a ocupar un lugar central”, pero sin sustituir la “idea” de Dios. Y una franca posibilidad, agregamos, es reencontrar la fe con la razón.
Para salvar al mundo hay que barajar y dar de nuevo en materia filosófica, moral y ética; salvar al hombre desorientado por tantos espejismos. Rescatar su trascendencia y hacerle sentir que volvió a sus raíces.
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