5 de julio de 2020

El reloj de Belgrano

El Tribuno, 5 de julio 2020

 “Somos el porvenir de aquellos muertos;
nuestro deber es la gloriosa carga
que a nuestra sombra legan esas sombras
que debemos salvar”
(Oda a la Patria, Jorge L. Borges)

 

Durante junio pasado homenajeamos a Manuel José Joaquín del Corazón de Jesús Belgrano a 200 años de su muerte. Con distintas miradas se recordó su peregrinar por estas crueles provincias, que contribuyó a independizar con ideas y batallas, y  un legado moral todavía inconcluso.


Belgrano abarca mucho más que la bandera si consideramos su tenacidad, dolores, frustraciones y vacilaciones propias del difícil tiempo en que vivió. Alguien dijo que fue abogado de profesión, economista por vocación y militar por necesidad. Amó y fue amado, estudió, administró, polemizó, viajó, negoció, guerreó, se equivocó, enfermó, rezó: una dimensión humana solapada detrás del prócer.


Salta, provincia fundante de la Nación Argentina y teatro trágico de la gesta independentista, es también belgraniana. La reciente instalación de una llama votiva en el Campo de la Cruz indica que hay allí una tumba de guerra, potenciando el simbolismo de la consigna “A vencedores y vencidos”.


Un obsequio real

El famoso reloj fue una cortesía diplomática. Lo recibió en un momento reposado -por decir así- de su trajinada vida, cual fue su actividad diplomática pre Congreso de Tucumán.


La revolución de 1810 estaba atascada y la convocatoria a un congreso general se retrasaba demasiado. El enfrentamiento progresivo entre Buenos Aires y las nacientes provincias preanunciaba anarquía; para colmos, Fernando VII había sido repuesto en el trono de España.


Después de Vilcapujio y Ayohuma, Belgrano cedió gustoso el mando del Ejército del Norte a San Martín, sellando en enero de 1814 una alianza geoestratégica en la Posta de los Algarrobos, algo más al norte de Yatasto.


El empantanamiento de la revolución y los contrastes bélicos abrieron la negociación como una posible salida. Una misión diplomática -integrada por Belgrano, García, Rivadavia y Sarratea- salió a explorar los humores de las cortes europeas, acosadas por Napoleón. Embarcada en septiembre de 1814, la delegación tuvo una estancia previa en Brasil y de allí siguió a Inglaterra.


En el periplo londinense, el rey Jorge III Hannover (ese que murió medio loco) le regaló un costoso reloj de bolsillo de oro con esmalte, cadena de cuatro eslabones, pasador y con iniciales grabadas. Tal obsequio, en esa época y viniendo de esa corte, supondría un reconocimiento por tantos ajetreos y desvelos; pero lejos estaría de imaginar siquiera el derrotero de la lujosa pieza, una alegoría argentina. 


Volvió al Plata en noviembre de 2015 más persuadido de la conveniencia de una monarquía constitucional, afirma Daniel Balmaceda en “Belgrano, el gran patriota argentino” (Ed. Sudamericana, 2019).


Al Norte

Reacomodado en la complicada política criolla, viajó a Tucumán adonde llegó cuatro días antes de la histórica Declaración.

Jamás imaginaremos la confusión, tensiones y tribulaciones de esos angustiosos días en que Belgrano, tuvo de nuevo un papel protagónico. Además de la reciente experiencia diplomática sumaba prestigio militar.


Repuesto en la comandancia del Ejército del Norte, remplazó a Rondeau. San Martín mismo, en la conocida carta a Godoy Cruz de marzo de 1816, había adelantado su preferencia: “…no será un Moreau o un Bonaparte, pero en punto a milicia… es lo mejor que tenemos en la América del Sur”.


Entre fines de 1816 y mediados de 1819, la anarquía tenía nivel de epidemia. El ánimo de las tropas acantonadas en Tucumán venía en baja y el malestar se reflejaba en indisciplinas y deserciones, acentuando el deterioro físico del prócer.


Promediando 1819, Rondeau, nuevo director supremo, ordenó que los dos principales ejércitos patrios se enfocaran en las rebeldías provincianas, cuya génesis estaba bastante clara salvo para la burocracia portuaria. No era la revolución la que vacilaba sino la propia independencia. 


El glorioso Ejército se sustrajo de la misión elemental de frenar el avance español, para aplacar las trifulcas de Santiago del Estero o la resistencia de Estanislao López. Ese era el clima de época: un descalabro de unidad estratégica y desenfoques políticos que nos marcaron para siempre.


San Martín ni se dio por enterado. Belgrano dispuso algún regimiento para aquel objetivo menor, pero sin desmantelar un ejército parado como mínima fuerza defensiva por si las tropas realistas rebasaban a Güemes en Jujuy y Salta.


En un periplo por Córdoba le diagnosticaron la hidropesía, por lo que delegó el mando al general Fernández de la Cruz. Decidió entonces retornar a Tucumán, donde ya había nacido Manuela, la hija tuvo con Dolores Helguero. [El otro hijo, Pedro, fruto de su relación con Josefa Ezcurra, se estaba criando en el hogar del futuro Restaurador y Encarnación Ezcurra, tía carnal del niño].


Pero las autoridades le dieron la espalda, sobrevenida la asonada del oscuro Abraham González. La intermediación del médico norteamericano Joseph Readhead evitó que lo engrillaran y lo arrumbaran en una celda.


Güemes, enterado de la grave situación de su respetado amigo, decidió enviar a su médico personal para atenderle las dolencias y con una propuesta de asilo en nuestra ciudad. Redhead conoció a Belgrano en Salta, pues lo había asistido en sus padecimientos físicos antes y después del 20 de febrero, incluso lo acompañó en Vilcapujio y Ayohuma.


Tan enfermo como la Patria

Belgrano era un despojo humano, hidropésico con problemas cardíacos y renales. Redhead, verificado el estado del paciente, entendió mejor trasladarlo a Buenos Aires y así se decide. Belgrano sabía muy bien que regresaba para morir en su ciudad natal. Ese viaje fue posible por la generosa ayuda de Celdonio Balbín, aunque le implicó un martirio físico y moral.


Llegado a destino en abril de 1821, se hospedó en la importante casa paterna (torpemente demolida en 1909), asistido por su hermana Josefa hasta el suspiro final. Finalmente expiró a las siete de la mañana del 20 de junio de 1820, “sin temor pero con gran sentimiento” según confiara a sus escasos visitantes.


Muy pocas personas asistieron a su sepelio en el Convento de Santo Domingo, a metros de la casa paterna, sepultado -igual que su madre- con el hábito de terciario dominico, pues eran de profunda fe católica.


Ese día Buenos Aires era un hervidero y no se sabía exactamente quién estaba a cargo del gobierno después de las renuncias de Ramos Mejía, Soler y un Cabildo que preparaba la “solución” Dorrego.


Al primer año de su fallecimiento, Valentín Gómez recordó en su discurso de homenaje que varias veces Belgrano había musitado, entre brumas, “¡Desgraciada Patria mía!”, como presintiendo lo que sobrevendría.


El reloj cambió de dueño

Poco antes del fin, Belgrano convocó al doctor Redhead para que le aceptara su reloj como parte de pago; era realmente lo único de valor que poseía. El médico lo aceptó pero nunca quiso cobrar honorarios.


Como se le adeudaban salarios retrasados, en su testamento instruyó a su albacea y hermano -Domingo, fraile dominico- cómo saldar sus deudas hasta el último centavo.


Para Redhead el legado debió ser un honor. El reloj pasó por otras manos hasta que Carlos Vega Belgrano lo donó, en agosto de 1901, al Museo Histórico Nacional. Tuve ocasión de verlo allí, en una vitrina, al menos tres veces, cerca de la conmovedora carta de Dorrego a su esposa e hijas. 


Un sábado de junio de 2007, el hábil ladrón lo sustrajo abriendo la vitrina y cortando la tanza que lo sujetaba, sin mucho esfuerzo. Una cámara de seguridad captó al malandra caminando entre un público que raleaba a esa hora. Integraba la banda de la familia Baldo, especializada en robo de objetos históricos, que fue desarticulada y sus integrantes condenados, en 2011, a ocho años de prisión por esa y otras sustracciones en otros museos.


Nunca dijeron una palabra del reloj, aunque se presume su venta a algún coleccionista europeo a cambio de aproximadamente 400.000 euros. Tampoco se sabe cuánto avanzaron los sucesivos gobiernos nacionales en procura de su restitución a nuestro acervo histórico. ¡Ah, si se usara para esto la inteligencia del Estado!


Belgrano no vió a su Patria organizada ni cuánto más le costaría constituirse en Nación. Sus adversarios y detractores impusieron, finalmente, un diseño de país desequilibrado y desintegrado que seguimos padeciendo.


Fallamos, Manuel Belgrano, perdónanos.

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