24 de septiembre de 2014

Entre la gesta y la cruda realidad



Revista Claves nº 233 – septiembre 2014

El gobierno nacional celebró con recargado entusiasmo el reciente pronunciamiento de la Asamblea General de Naciones Unidas (AG), referido a un posible marco regulatorio para reestructurar deudas soberanas. Bienvenido sea, pero pónganse las cosas en su lugar.


La preocupación de la comunidad internacional por poner algún freno a los manejos económico-financieros antojadizos e injustos de las grandes potencias no es nueva y reconoce antecedentes valiosos, como ocurrió cuando el bloqueo de Puerto Cabello, La Guayra y Maracaibo (con consentimiento de Washington), en Venezuela, por parte de Alemania, Gran Bretaña e Italia en 1902, y motivó la reacción argentina.

Luis María Drago, canciller en la segunda presidencia del Gral. Roca, instruyó a su delegado en Estados Unidos -Martín García Merou- a que sentara protesta por esta nueva forma de intervencionismo en suelo americano, invocando precisamente la Doctrina de James Monroe. La nota diplomática, de diciembre de ese año, pasó a la historia con el nombre de Doctrina Drago[1]

La posición argentina causó revuelo y fue debatida en la Conferencia Internacional sobre la Paz de La Haya, en 1907. Allí los países acreedores plantearon qué hacer ante deudores recalcitrantes y así surgió la llamada “enmienda” propuesta por el delegado norteamericano H. Porter, mediante la cual se estableció que los países deudores debían someterse a un arbitraje internacional; si no lo hacían o emitido un laudo condenatorio no lo cumplían, el recurso de la fuerza quedaba expedito. Otro aporte argentino, variación de Drago, fue la Doctrina de Carlos Calvo de renuncia a la protección diplomática, mediante la cual se estableció que ciudadanos y empresas extranjeras no podían recurrir a la protección diplomática de su país, sin antes haber agotado las instancias jurisdiccionales del país de la inversión.

El Pacto de la Sociedad de las naciones no logró excluir el uso de la fuerza. Recién en agosto de 1928 el Pacto Briand - Kellog de 1928) la prohibió como instrumento de política nacional. Suscripto por 15 países, más tarde adhirieron otros 57, fue el antecedente inmediato de la prohibición absoluta establecida en el art. 4.2 de la Carta de Naciones Unidas. O sea que, para 1945, ya era imposible recurrir a la fuerza para cobrar deudas públicas o privadas de los Estados. En consecuencia, desterrada la fuerza como herramienta idónea, bien vale el esfuerzo de acomodar hoy las cargas con base en viejos y nuevos principios del derecho internacional, operativos en una instancia de cambio epocal.

La información obtenida de la página de internet de la AG[2] dice “La Asamblea General de la ONU adoptó hoy una resolución en la que pugna por el establecimiento de un marco jurídico multilateral para regular la reestructuración de la deuda pública de los países. Promovido por Bolivia en su calidad de presidente del G77 más China, el texto obtuvo 124 votos a favor, 11 en contra y 41 abstenciones”. Tras cartón, la Casa Rosada celebró en cadena nacional y con una retahíla de hipérboles autoreferenciales el mérito de la Argentina que “sentará jurisprudencia” (sic), flotando –otra vez- una sensación: con esta intervención de Naciones Unidas los fondos rapiñeros fueron vencidos por los desguarnecidos pueblos del tercer mundo, sus víctimas predilectas. Semejante voluntarismo reduccionista, propio del cantar de gesta de estos años, induce a la confusión. Veamos.

Una función poco conocida de la AG es fomentar el desarrollo progresivo y la codificación del derecho internacional. En esa línea de acción y a través de la Comisión de Derecho Internacional, la ONU ha propiciado diversas conferencias diplomáticas para “codificar” el derecho internacional en aquellas materias en las que existía suficiente consenso de la comunidad internacional. Así, e independiente de la cantidad de ratificaciones obtenidas en cada caso, fueron elaborados trabajosamente verdaderos tratados codificadores, entre ellos las Convenciones de Viena sobre Relaciones Diplomáticas (1961) y sobre Relaciones Consulares (1963); sobre Derecho de los Tratados (1969), sobre Sucesión de Estados en Materia de Tratados (1978) y en Materia de Bienes, Archivos y Deuda Pública (1983), la Convención sobre Derecho Internacional del Mar (1982). Hay algunas que, por su fuerte voltaje político, todavía están dando vueltas en aquella Comisión, tal el caso del Proyecto sobre Responsabilidad Internacional de los Estados, nada menos. La de la deuda soberana no le irá en zaga.

Por lo demás, conviene saber que la AG solo emite resoluciones con carácter recomendatorio y, por ende, carecen de fuerza obligatoria para los Estados miembros. Sin embargo, pueden ser obligatorias en la medida en que la práctica de los países las asuma como obligatorias. En tal supuesto, la obligatoriedad vendrá por la opinio iuris sive necessitatis o deber jurídico base de la costumbre, fuente principal del derecho internacional. Ello ocurrió, por ejemplo, con la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, que a ningún Estado se le ocurrirá desconocer.

Lo expuesto implica la necesidad de convocar a una conferencia diplomática, a la cual los Estados enviarán sus delegaciones para negociar un acuerdo. Una vez adoptado su texto, regirá para adelante, nunca será retroactivo, y tendrá validez solo para los gobiernos que a través de sus procedimientos constitucionales internos lo aprueben. Ese tratado entrará en vigencia recién cuando se deposite la cantidad de instrumentos de ratificación prevista en su texto. Queda entonces un largo trecho y habrá que desplegar una eficaz capacidad negociadora y tenacidad para convencer, sobre todo, a los gobiernos de los países que controlan el sistema financiero mundial. Que todo quede en el marco de una resolución declarativa, en suma, no será ni chicha ni limonada. Hay que evitar lo sucedido con la “Carta de Derechos y Deberes Económicos de los Estados” (1974) o las “Normas sobre las responsabilidades de las empresas transnacionales y otras empresas comerciales en la esfera de los derechos humanos” (2003), que no superaron la retórica.

Sin embargo la iniciativa merece la atención ya que, antes de concluir este 69º período de sesiones de la AG, se espera aprobar un marco regulatorio para “[…] aumentar la eficiencia, estabilidad y previsibilidad del sistema financiero internacional y lograr un crecimiento y desarrollo económico sostenido, inclusivo y equitativo de conformidad con las circunstancias y prioridades nacionales”[3]. Con ello –suponemos- se sentarían las bases de un futuro tratado marco. Nadie en su sano juicio estaría en contra de semejante aspiración. Pero los 11 votos en contra y las 41 abstenciones que obtuvo (entre ellos, de las principales economías del planeta), dan la pauta de que el trámite debe ser otro para lograr el objetivo. Por lo demás, ¿podrá avanzarse sin la opinión del BM, FMI y OMC?

En esta columna ya hemos analizado los daños provocados por el capitalismo salvaje[4], sobre todo en su actual versión financiera quintaesencia de la globalización, y también bregado por instituir algún tipo de control internacional ante tanto desmadre.

El lavado del dinero espurio proveniente de las multinacionales del delito (narcotráfico, contrabando de armas, trata de personas, pornografía) se insume en paraísos fiscales descontrolados y bajo el amparo del secreto bancario. Pero también en los más rancios circuitos financieros se ha generado un entramado de corrupción que aumenta la brecha no solo entre países ricos y pobres, sino entre ricos y pobres de cada sociedad nacional.

Punta de iceberg: un informe del Global Financial Integrity de febrero de 2013[5] señalaba que Rusia había perdido en los últimos dieciocho años u$ 782.500 millones por evasión ilícita de capitales y que, en el mismo período, habían ingresado u$ 552.900 millones de dinero sucio. Las cifras espantan. Detrás de ese país siguen el ranking de evasión India, Indonesia, Malasia, Filipinas y Nigeria, países cuyos indicadores demuestran que siguen siendo estructuralmente subdesarrollados. En el primer mundo, a su vez, la autoridad monetaria de Estados Unidos aplicó multas multimillonarias, una de u$ 13.000 millones en enero de este año al JP Morgan por su “mala praxis bancaria” en el mercado hipotecario que provocó la crisis de 2008; la otra, el mes pasado, de u$ 16.650 nada menos que al Bank of America por igual razón. Podríamos citar varios casos más en la Unión Europea, que demuestran una incipiente reacción del poder político… ¿para cambiar todo para que nada cambie?

Estos datos de la realidad son reflejo del mundo en que vivimos. Toda esa masa de dinero circula en forma de empréstitos e inversiones, nadie sabe a ciencia cierta su origen, complica –e infecta- la vida de los países ad intra y ad extra, independientemente de sus recursos de poder. Y para colmos, se los necesita. El desafío, como se advierte, es monumental, será para rato y nadie sabe en definitiva cómo resultará.


[1] " […] El reconocimiento de la deuda, la liquidación de su importe, pueden y deben ser hechos por la Nación, sin menoscabo de sus derechos primordiales como entidad soberana, pero el cobro compulsivo e inmediato, en un momento dado, por medio de la fuerza, no traería otra cosa que la ruina de las naciones más débiles y la absorción de su gobierno con todas las facultades que le son inherentes por los fuertes de la tierra”.
[3] Ídem.
[4] “El Consenso de Washington y las desigualdades”, nº 105, nov. 2001; “El caso Enron y el capitalismo salvaje”, nº 149, jun. 2006; “La generación iPod”, nº 157, mar. 2007.

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