Revista Claves nº 233 –
septiembre 2014
El
gobierno nacional celebró con recargado entusiasmo el reciente pronunciamiento
de la Asamblea General de Naciones Unidas (AG), referido a un posible marco
regulatorio para reestructurar deudas soberanas. Bienvenido sea, pero pónganse las
cosas en su lugar.
La preocupación de la comunidad internacional por poner algún
freno a los manejos económico-financieros antojadizos e injustos de las grandes
potencias no es nueva y reconoce antecedentes valiosos, como ocurrió cuando el
bloqueo de Puerto Cabello, La Guayra y Maracaibo (con consentimiento de
Washington), en Venezuela, por parte de Alemania, Gran Bretaña e Italia en
1902, y motivó la reacción argentina.
Luis María Drago, canciller en la segunda presidencia del
Gral. Roca, instruyó a su delegado en Estados Unidos -Martín García Merou- a
que sentara protesta por esta nueva forma de intervencionismo en suelo
americano, invocando precisamente la Doctrina de James Monroe. La nota diplomática,
de diciembre de ese año, pasó a la historia con el nombre de Doctrina Drago[1].
La posición argentina causó revuelo y fue debatida en la
Conferencia Internacional sobre la Paz de La Haya, en 1907. Allí los países
acreedores plantearon qué hacer ante deudores recalcitrantes y así surgió la
llamada “enmienda” propuesta por el delegado norteamericano H. Porter, mediante
la cual se estableció que los países deudores debían someterse a un arbitraje
internacional; si no lo hacían o emitido un laudo condenatorio no lo cumplían,
el recurso de la fuerza quedaba expedito. Otro aporte argentino, variación de
Drago, fue la Doctrina de Carlos Calvo de renuncia a la protección diplomática,
mediante la cual se estableció que ciudadanos y empresas extranjeras no podían
recurrir a la protección diplomática de su país, sin antes haber agotado las
instancias jurisdiccionales del país de la inversión.
El Pacto de la Sociedad de las naciones no logró excluir el
uso de la fuerza. Recién en agosto de 1928 el Pacto Briand - Kellog de 1928) la
prohibió como instrumento de política nacional. Suscripto por 15 países, más
tarde adhirieron otros 57, fue el antecedente inmediato de la prohibición
absoluta establecida en el art. 4.2 de la Carta de Naciones Unidas. O sea que,
para 1945, ya era imposible recurrir a la fuerza para cobrar deudas públicas o
privadas de los Estados. En consecuencia, desterrada la fuerza como herramienta
idónea, bien vale el esfuerzo de acomodar hoy las cargas con base en viejos y
nuevos principios del derecho internacional, operativos en una instancia de
cambio epocal.
La
información obtenida de la página de internet de la AG[2]
dice “La Asamblea General de la ONU adoptó hoy
una resolución en la que pugna por el establecimiento de un marco jurídico
multilateral para regular la reestructuración de la deuda pública de los
países. Promovido por Bolivia en su calidad de presidente del G77 más China, el
texto obtuvo 124 votos a favor, 11 en contra y 41 abstenciones”. Tras cartón, la
Casa Rosada celebró en cadena nacional y con una retahíla de hipérboles autoreferenciales
el mérito de la Argentina que “sentará jurisprudencia” (sic), flotando –otra
vez- una sensación: con esta
intervención de Naciones Unidas los fondos rapiñeros fueron vencidos por los
desguarnecidos pueblos del tercer mundo, sus víctimas predilectas. Semejante voluntarismo
reduccionista, propio del cantar de gesta de estos años, induce a la confusión.
Veamos.
Una función poco conocida de la AG es fomentar el desarrollo progresivo y la codificación del derecho internacional.
En esa línea de acción y a través de la Comisión de Derecho Internacional, la
ONU ha propiciado diversas conferencias diplomáticas para “codificar” el
derecho internacional en aquellas materias en las que existía suficiente
consenso de la comunidad internacional. Así, e independiente de la cantidad de
ratificaciones obtenidas en cada caso, fueron elaborados trabajosamente
verdaderos tratados codificadores, entre ellos las Convenciones de Viena sobre
Relaciones Diplomáticas (1961) y sobre Relaciones Consulares (1963); sobre
Derecho de los Tratados (1969), sobre Sucesión de Estados en Materia de
Tratados (1978) y en Materia de Bienes, Archivos y Deuda Pública (1983), la
Convención sobre Derecho Internacional del Mar (1982). Hay algunas que, por su
fuerte voltaje político, todavía están dando vueltas en aquella Comisión, tal
el caso del Proyecto sobre Responsabilidad Internacional de los Estados, nada
menos. La de la deuda soberana no le irá en zaga.
Por lo demás, conviene saber que la AG solo emite
resoluciones con carácter recomendatorio y, por ende, carecen de fuerza
obligatoria para los Estados miembros. Sin embargo, pueden ser obligatorias en
la medida en que la práctica de los países las asuma como obligatorias. En tal
supuesto, la obligatoriedad vendrá por la opinio
iuris sive necessitatis o deber jurídico base de la costumbre, fuente
principal del derecho internacional. Ello ocurrió, por ejemplo, con la
Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, que a ningún Estado se
le ocurrirá desconocer.
Lo expuesto implica la necesidad de convocar a una
conferencia diplomática, a la cual los Estados enviarán sus delegaciones para negociar
un acuerdo. Una vez adoptado su texto, regirá para adelante, nunca será retroactivo,
y tendrá validez solo para los gobiernos que a través de sus procedimientos constitucionales
internos lo aprueben. Ese tratado entrará en vigencia recién cuando se deposite
la cantidad de instrumentos de ratificación prevista en su texto. Queda
entonces un largo trecho y habrá que desplegar una eficaz capacidad negociadora
y tenacidad para convencer, sobre todo, a los gobiernos de los países que controlan
el sistema financiero mundial. Que todo quede en el marco de una resolución
declarativa, en suma, no será ni chicha ni limonada. Hay que evitar lo sucedido
con la “Carta de Derechos y Deberes Económicos de los Estados” (1974) o las “Normas
sobre las responsabilidades de las empresas transnacionales y otras empresas
comerciales en la esfera de los derechos humanos” (2003), que no superaron la
retórica.
Sin embargo la iniciativa merece la atención ya que, antes de
concluir este 69º período de sesiones de la AG, se espera aprobar un marco
regulatorio para “[…] aumentar la eficiencia, estabilidad y previsibilidad del
sistema financiero internacional y lograr un crecimiento y desarrollo económico
sostenido, inclusivo y equitativo de conformidad con las circunstancias y
prioridades nacionales”[3]. Con ello –suponemos- se
sentarían las bases de un futuro tratado marco. Nadie en su sano juicio estaría
en contra de semejante aspiración. Pero los 11 votos en contra y las 41
abstenciones que obtuvo (entre ellos, de las principales economías del
planeta), dan la pauta de que el trámite debe ser otro para lograr el objetivo.
Por lo demás, ¿podrá avanzarse sin la opinión del BM, FMI y OMC?
En esta columna ya hemos analizado los daños provocados por
el capitalismo salvaje[4], sobre todo en su actual versión
financiera quintaesencia de la globalización, y también bregado por instituir
algún tipo de control internacional ante tanto desmadre.
El lavado del dinero espurio proveniente de las
multinacionales del delito (narcotráfico, contrabando de armas, trata de
personas, pornografía) se insume en paraísos fiscales descontrolados y bajo el
amparo del secreto bancario. Pero también en los más rancios circuitos
financieros se ha generado un entramado de corrupción que aumenta la brecha no
solo entre países ricos y pobres, sino entre ricos y pobres de cada sociedad
nacional.
Punta de iceberg: un informe del Global Financial Integrity de febrero de 2013[5] señalaba que Rusia había
perdido en los últimos dieciocho años u$ 782.500 millones por evasión ilícita
de capitales y que, en el mismo período, habían ingresado u$ 552.900 millones
de dinero sucio. Las cifras espantan. Detrás de ese país siguen el ranking de
evasión India, Indonesia, Malasia, Filipinas y Nigeria, países cuyos
indicadores demuestran que siguen siendo estructuralmente subdesarrollados. En el
primer mundo, a su vez, la autoridad monetaria de Estados Unidos aplicó multas
multimillonarias, una de u$ 13.000 millones en enero de este año al JP Morgan
por su “mala praxis bancaria” en el mercado hipotecario que provocó la crisis
de 2008; la otra, el mes pasado, de u$ 16.650 nada menos que al Bank of America
por igual razón. Podríamos citar varios casos más en la Unión Europea, que
demuestran una incipiente reacción del poder político… ¿para cambiar todo para
que nada cambie?
Estos datos de la realidad son reflejo del mundo en que
vivimos. Toda esa masa de dinero circula en forma de empréstitos e inversiones,
nadie sabe a ciencia cierta su origen, complica –e infecta- la vida de los
países ad intra y ad extra, independientemente de sus
recursos de poder. Y para colmos, se los necesita. El desafío, como se
advierte, es monumental, será para rato y nadie sabe en definitiva cómo
resultará.
[1] " […] El reconocimiento de la deuda, la liquidación de su importe,
pueden y deben ser hechos por la Nación, sin menoscabo de sus derechos
primordiales como entidad soberana, pero el cobro compulsivo e inmediato, en un
momento dado, por medio de la fuerza, no traería otra cosa que la ruina de las
naciones más débiles y la absorción de su gobierno con todas las facultades que
le son inherentes por los fuertes de la tierra”.
[3] Ídem.
[4] “El Consenso de
Washington y las desigualdades”, nº 105, nov. 2001; “El caso Enron y el
capitalismo salvaje”, nº 149, jun. 2006; “La generación iPod”, nº 157, mar.
2007.
[5] En portal Rusia
Hoy http://es.rbth.com/economia/2013/02/20/fuga_de_capitales_780000_millones
_de_dolares_desde _ 1994 _25079.html
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