Revista Claves nº 234
– octubre 2014
“La campaña por el sí a la independencia ha
envuelto sus argumentos en guiños hacia las socialdemocracias de los países
nórdicos, y no hacia las gestas bélicas del patriarcado pretérito” (Borja Bergareche)[1].
Según
pudo apreciarse antes y después del 18 de septiembre pasado, el referéndum escocés
ocasionó en el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte (RU) -y en
Europa toda- un suspenso mayúsculo. Conocido ya el resultado, ¿incidirá en
procesos similares?; ¿son todos iguales? La saga independentista europea
continúa con final abierto.
Scotia
Escocia
ocupa el tercio norte de la Gran Bretaña, poco más de 78.000 km2 (la mitad de
Salta), y tiene 5,3 millones de habitantes (8,3% del Reino Unido); la capital
es Edimburgo y la ciudad más poblada Glasgow. La economía es agrícola e industrial,
aprovecha el turismo y la exportación de alimentos y bebidas, recibe regalías
por el petróleo del Mar del Norte y en un par de años el 50% de su matriz
energética será de energía eólica. El PBI orilla los u$ 245.000 millones,
ocupando el puesto 14º mundial según ranking de la OCDE.
El
espíritu indómito de escocés se remonta a la época del Imperio Romano, cuando
el Muro de Adriano fue límite y barrera de contención. Esa actitud moldeó su
idiosincrasia, estableció la estructura sociopolítica de clanes (que mucho aporta
a la identidad nacional), cultivando la épica anti inglesa con personajes
legendarios como William Wallace (Braveheart,
en la alta Edad Media) y Robert McGregor (Rob
Roy, versión escocesa y más moderna del Robin
Hood inglés).
Luego
de la muerte sin herederos de su prima Tudor Isabel I, Jaime VI -hijo de María
Estuardo- unificó ambas coronas en 1603. Un siglo de presiones, sobornos e
intrigas concluyó con la integración de Escocia al Reino Unido en 1707, cerrando disputas dinásticas, militares,
religiosas y económicas con el Tratado de Unión aún vigente.
Europa invertebrada
El
mapa actual del separatismo europeo parece volver a los tiempos de la Paz de
Wetsfalia[2],
que habilitó la supremacía mundial de Europa. Desde entonces hasta el fin de la
Primera Guerra Mundial, la división política estuvo siempre atada a
acomodamientos políticos periódicos como la Revolución Francesa o el
afianzamiento de las unidades estatales.
Concluidas
las Guerras Napoleónicas de inicios del siglo XIX, el acuerdo obtenido en Viena
en 1815 entre Austria, Prusia y Rusia -la Santa Alianza- implicó un diseño para
apuntalar la restauración monárquica, hasta que los procesos de unidad en
Bélgica, Italia y Alemania introdujeron un nuevo dibujo.
Paralelo
a los avatares políticos y militares, el capitalismo -expresado en sus diversas
fases durante esa centuria- fue el disparador de serias convulsiones sociales.
En ese contexto ocurrió la Primera Guerra Mundial, en realidad la última gran
guerra europea del siglo XIX. Fin del Concierto Europeo y vuelta al acomodo de
mapas por la desaparición del Imperio Austrohúngaro y el reparto de un destartalado
Imperio Otamano.
A
partir de 1919, Europa nunca podría exhibirse como conciencia civilizadora mundial.
Su territorio había sido un vasto campo de batalla, desangrado en guerras cuyas
causas repican en los actuales reclamos independentistas. Además, Estados Unidos
y Japón decidieron asumir sus cuotas de protagonismo mundial.
Cuando
en 1945 la Carta de la ONU prohibió el uso de la fuerza y propuso un sistema
multilateral de solución de conflictos, aquel orden decimonónico fue
definitivamente sepultado, aunque sus consecuencias persisten hasta la fecha en
África y Oriente Próximo[3].
¿Aprendió
Europa la lección después de 60 millones de muertos en solo tres décadas? A partir
de la creación de la CECA, EURATOM y el MCE, inició un proceso unificador y
expansivo de las economías nacionales, cuyo ápice fue la creación de la Unión
Europea por medio del Tratado de Maastricht (1992), revisado en Ámsterdam
(1997), Niza (2001) y Lisboa (2007); alternativas demuestran la complejidad de
su construcción.
Los
doce países firmantes originarios establecieron un Comité de las Regiones en el
marco del Tratado de la UE, a fin de establecer un mecanismo para expresar y
atender los intereses de las distintas identidades europeas y sus históricas
prerrogativas locales en donde las había. Pero también era una fórmula
pragmática para impedir que los localismos desmadraran y pusieran en peligro la
construcción mayor. De este modo, varios países fueron “cuerpeando” los
problemas planteados con frecuencia por reclamos independentistas, en los
cuales el componente económico –por exceso o defecto- tiene bastante que ver.
Evidentemente
la cuestión no es nada fácil y ello hizo a la UE refractaria a esta clase de
divisiones. En efecto, mientras la propuesta europeísta –sobre todo luego del
revés de la Constitución Europea[4]-
apunta a una variante federativa en la cual la palabra clave es autonomía, los procesos secesionistas
–por naturaleza- introducen factores de tensión endógena sumados a los
provocados por factores exógenos como las sucesivas oleadas migratorias desde
las ex colonias.
Nadie
sabe si el susto por el referéndum escocés hubiera pasado a pesadilla, ya que
en distintas partes de Europa hay –según la fuente- entre 33 y 37 situaciones
similares (VER RECUADRO), algunas de mayor
tensión política como en el caso de Catalunya. Y sin contar los procesos
independentistas ocurridos en las ex URSS y Yugoeslavia, en cuyo contexto los
incidentes entre Ucrania y Crimea son un remezón.
Por
ende, resulta difícil pronosticar hasta dónde resiste/conviene tanta
fragmentación, en tiempos en que la autoridad estatal aparece tan cuestionada
como desprestigiada. El futuro de la integración europea no está ajeno a la
geopolítica de esta época; es más, la Europa de los 28 –más de 4.500.000 km2 y
cerca de 500 millones de habitantes- sabe que debe presentar al mundo un bloque
sólido.
Independencia o
autonomía, esa es la cuestión
El
del 18 de septiembre fue el tercer referéndum realizado en las Highlands. Por eso, la posibilidad de
que Escocia saliera del Reino Unido luego de tres siglos de unidad, ponía los
pelos de punta.
El
primero ocurrió en marzo 1979 y una sola pregunta movilizó al electorado: la
aceptación o no de la Ley de Escocia de 1978, que habilitaba el Parlamento
Escocés y ciertas competencias en materia impositiva. Sin embargo, pese al
triunfo del Sí (33% contra el 31% del No), aquella ley no entró en vigencia por
no lograrse el piso del 40%. En ese tiempo gobernaba Margaret Thatcher, la cual
había trabajado arduo por el voto negativo mientras implementaba medidas que afectaban
a las industrias locales. A partir de entonces los escoceses identificaron “lo
inglés” con la Primer Ministro, potenciando sus consignas independentistas.
El
segundo referéndum ocurrió en septiembre de 1997 para tratar el mismo asunto,
pero desdoblando las preguntas. El Sí ganó en ambas propuestas (o sea si había
acuerdo para instalar el Parlamento y que éste tuviese competencias
impositivas), pero tampoco se implementó por no haberse alcanzado esa vez el 50
% de los votos emitidos. Sin embargo, Anthony Blair, a la sazón primer ministro
e impulsor del referéndum por promesas de campaña, obtuvo la aprobación de la
Ley de Escocia por el Parlamento Británico, concediendo facultades en materia
de educación, justicia y salud[5].
El
paulatino crecimiento electoral del Partido Nacional de Escocia (SNP) llevó al
señor Alexander Salmond, ministro principal de Escocia (equivalente a primer
ministro) desde 2007, a preparar el terreno para el reciente referéndum. Dice
Bergareche que Salmond evitó caer en el “recurso Braveheart”, rebajando “la temperatura patriótica para centrarse en
las presuntas bondades socio-económicas de la independencia” y apuntando
especialmente a un electorado femenino con tendencia socialdemócrata. Los contenidos
de la propuesta del SNP lo dicen todo: 1- independencia, pero compartiendo la reina
Isabel II como jefe de estado, 2- mantenimiento de la libra esterlina, y 3- incorporación
a la Unión Europea.
Realizada
la pregunta ¿Debería ser Escocia un país independiente?, un
sorpresivo 56,3 respondió que No contra el 44,7 del Sí, con una concurrencia
record del 84,59% del electorado; salvo en Glasgow donde el 53,5% votó positivo.
Todas las especulaciones referidas a la composición del voto y su tendencia
final no fueron como se suponía. El voto joven (16 años para arriba), por
ejemplo, no se jugó por la independencia.
A
medida que aumentaba la temperatura de la campaña, los alineamientos pasaron de
gestos indicativos a claras definiciones (desde Washington y Pekín, por caso,
salieron explícitas señales de apoyo a la unidad británica). El poderoso sector
financiero -con el Banco de Inglaterra a la cabeza- expresó la imposibilidad de
mantener la libra esterlina en una Escocia independiente, sabiendo que el 72 %
de los escoceses prefiere mantenerla. A su vez, desde Bruselas avisaron que si
Escocia se independizaba, tendría que solicitar su ingreso, lo cual implica un complejo
trámite de una década de papeleo, cuando está en duda la continuidad misma del
Reino Unido en la UE o al menos en la zona del euro. [El propio premier
británico, David Cameron, se comprometió –en caso de ser reelecto- a convocar a
un referéndum general para definir la permanencia del Reino Unido en la Unión
Europea, a fines de 2017]. Por último, si bien la reina mantuvo un prudente
silencio (más del 60 % apoya la monarquía), a nadie se le pasa que mantenerla
como jefe de estado sea sin costos.
Antes
de la consulta, Cameron había considerado extender las facultades autonómicas
en el marco de la Ley de Escocia, para conceder las demoradas reformas en
materia impositiva: las “transferencias sin precedentes” alcanzan a la
recaudación del impuesto a las rentas de personas físicas, las tasas por
pasajeros de avión y sobre ganancias de capital. Salmond, dentro de todo, sabe
que así habrá de ocurrir: ganando o perdiendo, su gobierno se fortalecería de
cualquier manera. Como se advierte, fue un jaque doble.
A modo de cierre
Es
propio de la condición humana la construcción de cada identidad personal o
grupal, por la ancestral tendencia de identificarse con quien habla el mismo
idioma, practica la misma religión, vive en el mismo lugar y mantiene similares
costumbres. La intensidad y los justificativos han variado a través de la
historia.
En
un mundo en que los Estados siguen siendo los actores primordiales de la
política internacional, el principio de autodeterminación fue elemental desde
su origen, pues faculta a los pueblos a decidir libremente sin injerencia
externa su condición política y de procurar su desarrollo económico y social
conforme a sus ritmos y posibilidades. Sin embargo, el ejercicio de este
derecho encuentra su limitante en otro principio esencial derivado también del
principio matriz de soberanía, la integridad territorial.
Esta
fórmula vigente hasta hoy implica la necesidad de acomodar las cargas fronteras
adentro para evitar que los desaciertos e incoherencias internas provoquen más
perjuicios que los beneficios de una independencia a cualquier costo. Y cuidado:
ese fantasma ronda también entre nosotros.
[1] Destacado periodista del
madrileño ABC, autor de un lúcido ensayo titulado “La independencia light de Salmond para Escocia”. Revista Política Exterior nº 161 -
septiembre/octubre 2014. Madrid.
[2] Los acuerdos de Münster y
Osnabrück -1648- decidieron separar el poder temporal del religioso, establecer
el concepto geoestratégico de equilibrio de poderes y el principio de libre
determinación.
[3] Ver “El retorno del califato”, Claves nº 232, agosto 2014.
[4] La propuesta de unidad total fue
sometida a referéndum en todos los países de la UE. En mayo de 2005 los
electores franceses y holandeses dijeron No y el proyecto se archivó. El
Tratado de Lisboa fue la angustiosa salida para un proceso que parecía al borde
del precipicio.
[5] La Ley de Escocia, la Ley de
Inglaterra y la Ley de Irlanda del Norte, integran el plexo jurídico del Reino
Unido y conceden a cada país módicos atributos de autonomía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario