24 de octubre de 2014

La No independencia de Escocia: jaque doble del Sr. Salmond



Revista Claves nº 234 – octubre 2014

La campaña por el sí a la independencia ha envuelto sus argumentos en guiños hacia las socialdemocracias de los países nórdicos, y no hacia las gestas bélicas del patriarcado pretérito(Borja Bergareche)[1].

Según pudo apreciarse antes y después del 18 de septiembre pasado, el referéndum escocés ocasionó en el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte (RU) -y en Europa toda- un suspenso mayúsculo. Conocido ya el resultado, ¿incidirá en procesos similares?; ¿son todos iguales? La saga independentista europea continúa con final abierto.
Scotia
Escocia ocupa el tercio norte de la Gran Bretaña, poco más de 78.000 km2 (la mitad de Salta), y tiene 5,3 millones de habitantes (8,3% del Reino Unido); la capital es Edimburgo y la ciudad más poblada Glasgow. La economía es agrícola e industrial, aprovecha el turismo y la exportación de alimentos y bebidas, recibe regalías por el petróleo del Mar del Norte y en un par de años el 50% de su matriz energética será de energía eólica. El PBI orilla los u$ 245.000 millones, ocupando el puesto 14º mundial según ranking de la OCDE.

El espíritu indómito de escocés se remonta a la época del Imperio Romano, cuando el Muro de Adriano fue límite y barrera de contención. Esa actitud moldeó su idiosincrasia, estableció la estructura sociopolítica de clanes (que mucho aporta a la identidad nacional), cultivando la épica anti inglesa con personajes legendarios como William Wallace (Braveheart, en la alta Edad Media) y Robert McGregor (Rob Roy, versión escocesa y más moderna del Robin Hood inglés).

Luego de la muerte sin herederos de su prima Tudor Isabel I, Jaime VI -hijo de María Estuardo- unificó ambas coronas en 1603. Un siglo de presiones, sobornos e intrigas concluyó con la integración de Escocia al Reino Unido en 1707,  cerrando disputas dinásticas, militares, religiosas y económicas con el Tratado de Unión aún vigente.

Europa invertebrada
El mapa actual del separatismo europeo parece volver a los tiempos de la Paz de Wetsfalia[2], que habilitó la supremacía mundial de Europa. Desde entonces hasta el fin de la Primera Guerra Mundial, la división política estuvo siempre atada a acomodamientos políticos periódicos como la Revolución Francesa o el afianzamiento de las unidades estatales.

Concluidas las Guerras Napoleónicas de inicios del siglo XIX, el acuerdo obtenido en Viena en 1815 entre Austria, Prusia y Rusia -la Santa Alianza- implicó un diseño para apuntalar la restauración monárquica, hasta que los procesos de unidad en Bélgica, Italia y Alemania introdujeron un nuevo dibujo.

Paralelo a los avatares políticos y militares, el capitalismo -expresado en sus diversas fases durante esa centuria- fue el disparador de serias convulsiones sociales. En ese contexto ocurrió la Primera Guerra Mundial, en realidad la última gran guerra europea del siglo XIX. Fin del Concierto Europeo y vuelta al acomodo de mapas por la desaparición del Imperio Austrohúngaro y el reparto de un destartalado Imperio Otamano.

A partir de 1919, Europa nunca podría exhibirse como conciencia civilizadora mundial. Su territorio había sido un vasto campo de batalla, desangrado en guerras cuyas causas repican en los actuales reclamos independentistas. Además, Estados Unidos y Japón decidieron asumir sus cuotas de protagonismo mundial.

Cuando en 1945 la Carta de la ONU prohibió el uso de la fuerza y propuso un sistema multilateral de solución de conflictos, aquel orden decimonónico fue definitivamente sepultado, aunque sus consecuencias persisten hasta la fecha en África y Oriente Próximo[3].

¿Aprendió Europa la lección después de 60 millones de muertos en solo tres décadas? A partir de la creación de la CECA, EURATOM y el MCE, inició un proceso unificador y expansivo de las economías nacionales, cuyo ápice fue la creación de la Unión Europea por medio del Tratado de Maastricht (1992), revisado en Ámsterdam (1997), Niza (2001) y Lisboa (2007); alternativas demuestran la complejidad de su construcción.

Los doce países firmantes originarios establecieron un Comité de las Regiones en el marco del Tratado de la UE, a fin de establecer un mecanismo para expresar y atender los intereses de las distintas identidades europeas y sus históricas prerrogativas locales en donde las había. Pero también era una fórmula pragmática para impedir que los localismos desmadraran y pusieran en peligro la construcción mayor. De este modo, varios países fueron “cuerpeando” los problemas planteados con frecuencia por reclamos independentistas, en los cuales el componente económico –por exceso o defecto- tiene bastante que ver.

Evidentemente la cuestión no es nada fácil y ello hizo a la UE refractaria a esta clase de divisiones. En efecto, mientras la propuesta europeísta –sobre todo luego del revés de la Constitución Europea[4]- apunta a una variante federativa en la cual la palabra clave es autonomía, los procesos secesionistas –por naturaleza- introducen factores de tensión endógena sumados a los provocados por factores exógenos como las sucesivas oleadas migratorias desde las ex colonias.

Nadie sabe si el susto por el referéndum escocés hubiera pasado a pesadilla, ya que en distintas partes de Europa hay –según la fuente- entre 33 y 37 situaciones similares (VER RECUADRO), algunas de mayor tensión política como en el caso de Catalunya. Y sin contar los procesos independentistas ocurridos en las ex URSS y Yugoeslavia, en cuyo contexto los incidentes entre Ucrania y Crimea son un remezón.

Por ende, resulta difícil pronosticar hasta dónde resiste/conviene tanta fragmentación, en tiempos en que la autoridad estatal aparece tan cuestionada como desprestigiada. El futuro de la integración europea no está ajeno a la geopolítica de esta época; es más, la Europa de los 28 –más de 4.500.000 km2 y cerca de 500 millones de habitantes- sabe que debe presentar al mundo un bloque sólido.

Independencia o autonomía, esa es la cuestión
El del 18 de septiembre fue el tercer referéndum realizado en las Highlands. Por eso, la posibilidad de que Escocia saliera del Reino Unido luego de tres siglos de unidad, ponía los pelos de punta.

El primero ocurrió en marzo 1979 y una sola pregunta movilizó al electorado: la aceptación o no de la Ley de Escocia de 1978, que habilitaba el Parlamento Escocés y ciertas competencias en materia impositiva. Sin embargo, pese al triunfo del Sí (33% contra el 31% del No), aquella ley no entró en vigencia por no lograrse el piso del 40%. En ese tiempo gobernaba Margaret Thatcher, la cual había trabajado arduo por el voto negativo mientras implementaba medidas que afectaban a las industrias locales. A partir de entonces los escoceses identificaron “lo inglés” con la Primer Ministro, potenciando sus consignas independentistas.

El segundo referéndum ocurrió en septiembre de 1997 para tratar el mismo asunto, pero desdoblando las preguntas. El Sí ganó en ambas propuestas (o sea si había acuerdo para instalar el Parlamento y que éste tuviese competencias impositivas), pero tampoco se implementó por no haberse alcanzado esa vez el 50 % de los votos emitidos. Sin embargo, Anthony Blair, a la sazón primer ministro e impulsor del referéndum por promesas de campaña, obtuvo la aprobación de la Ley de Escocia por el Parlamento Británico, concediendo facultades en materia de educación, justicia y salud[5].

El paulatino crecimiento electoral del Partido Nacional de Escocia (SNP) llevó al señor Alexander Salmond, ministro principal de Escocia (equivalente a primer ministro) desde 2007, a preparar el terreno para el reciente referéndum. Dice Bergareche que Salmond evitó caer en el “recurso Braveheart”, rebajando “la temperatura patriótica para centrarse en las presuntas bondades socio-económicas de la independencia” y apuntando especialmente a un electorado femenino con tendencia socialdemócrata. Los contenidos de la propuesta del SNP lo dicen todo: 1- independencia, pero compartiendo la reina Isabel II como jefe de estado, 2- mantenimiento de la libra esterlina, y 3- incorporación a la Unión Europea.

Realizada la pregunta ¿Debería ser Escocia un país independiente?, un sorpresivo 56,3 respondió que No contra el 44,7 del Sí, con una concurrencia record del 84,59% del electorado; salvo en Glasgow donde el 53,5% votó positivo. Todas las especulaciones referidas a la composición del voto y su tendencia final no fueron como se suponía. El voto joven (16 años para arriba), por ejemplo, no se jugó por la independencia.

A medida que aumentaba la temperatura de la campaña, los alineamientos pasaron de gestos indicativos a claras definiciones (desde Washington y Pekín, por caso, salieron explícitas señales de apoyo a la unidad británica). El poderoso sector financiero -con el Banco de Inglaterra a la cabeza- expresó la imposibilidad de mantener la libra esterlina en una Escocia independiente, sabiendo que el 72 % de los escoceses prefiere mantenerla. A su vez, desde Bruselas avisaron que si Escocia se independizaba, tendría que solicitar su ingreso, lo cual implica un complejo trámite de una década de papeleo, cuando está en duda la continuidad misma del Reino Unido en la UE o al menos en la zona del euro. [El propio premier británico, David Cameron, se comprometió –en caso de ser reelecto- a convocar a un referéndum general para definir la permanencia del Reino Unido en la Unión Europea, a fines de 2017]. Por último, si bien la reina mantuvo un prudente silencio (más del 60 % apoya la monarquía), a nadie se le pasa que mantenerla como jefe de estado sea sin costos.

Antes de la consulta, Cameron había considerado extender las facultades autonómicas en el marco de la Ley de Escocia, para conceder las demoradas reformas en materia impositiva: las “transferencias sin precedentes” alcanzan a la recaudación del impuesto a las rentas de personas físicas, las tasas por pasajeros de avión y sobre ganancias de capital. Salmond, dentro de todo, sabe que así habrá de ocurrir: ganando o perdiendo, su gobierno se fortalecería de cualquier manera. Como se advierte, fue un jaque doble.

A modo de cierre
Es propio de la condición humana la construcción de cada identidad personal o grupal, por la ancestral tendencia de identificarse con quien habla el mismo idioma, practica la misma religión, vive en el mismo lugar y mantiene similares costumbres. La intensidad y los justificativos han variado a través de la historia.

En un mundo en que los Estados siguen siendo los actores primordiales de la política internacional, el principio de autodeterminación fue elemental desde su origen, pues faculta a los pueblos a decidir libremente sin injerencia externa su condición política y de procurar su desarrollo económico y social conforme a sus ritmos y posibilidades. Sin embargo, el ejercicio de este derecho encuentra su limitante en otro principio esencial derivado también del principio matriz de soberanía, la integridad territorial.

Esta fórmula vigente hasta hoy implica la necesidad de acomodar las cargas fronteras adentro para evitar que los desaciertos e incoherencias internas provoquen más perjuicios que los beneficios de una independencia a cualquier costo. Y cuidado: ese fantasma ronda también entre nosotros.


[1] Destacado periodista del madrileño ABC, autor de un lúcido ensayo titulado “La independencia light de Salmond para Escocia”. Revista Política Exterior nº 161 - septiembre/octubre 2014. Madrid.

[2] Los acuerdos de Münster y Osnabrück -1648- decidieron separar el poder temporal del religioso, establecer el concepto geoestratégico de equilibrio de poderes y el principio de libre determinación.

[3] Ver “El retorno del califato”, Claves nº 232, agosto 2014.

[4] La propuesta de unidad total fue sometida a referéndum en todos los países de la UE. En mayo de 2005 los electores franceses y holandeses dijeron No y el proyecto se archivó. El Tratado de Lisboa fue la angustiosa salida para un proceso que parecía al borde del precipicio.


[5] La Ley de Escocia, la Ley de Inglaterra y la Ley de Irlanda del Norte, integran el plexo jurídico del Reino Unido y conceden a cada país módicos atributos de autonomía.

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