Los focos de incendio en la Amazonia,
cuya causa y extensión reales desconocemos, han generado intensos debates en los
más diversos ámbitos, dejando mucha tela para cortar.
En nuestro desorbitado país, opinólogos
habituales se pasaron de raya e hicieron la más fácil: caerle a Jair Bolsonaro
por los muchos flancos débiles que exhibe. De hecho, no importarían tanto sus
modales cuanto sus políticas respecto del desastre ambiental ocurrido, que lo
colocó en una situación muy complicada. Ni el amigo Trump le podrá garantizar
tranquilidad.
Que el inconmensurable bosque sea históricamente
para Brasil tanto una oportunidad como una amenaza, está a la vista.
Oportunidad, porque se trata de un fenomenal recurso tangible de poder bajo su soberanía;
amenaza, porque -si no lo cuida- la “gobernanza” mundial se le va a meter en la
casa con “recomendaciones” y presiones no necesariamente compatibles con su
interés nacional.
Tampoco están en discusión los
problemas que acarrea el cambio climático global. Negarlo es un desatino. A
Brasil, más que a nadie, le conviene apagar los fuegos –físico y político- e
implementar medidas adecuadas para el corto, mediano y largo plazos, dado que
la mayor parte de esa masa vegetal está dentro de su jurisdicción exclusiva.
Por si fuera poco, el presidente Emanuel
Macron, en clase abierta de cinismo político, aprovechó el incidente para un
jaque doble: justificar, por un lado, su oposición al posible futuro (no es más
que eso) tratado Mercosur-UE; por otro, embestir contra un país competidor con
vocación protagónica por tamaño y extensión, pero con serias dificultades
políticas, económicas y sociales. ¿De qué otra manera puede entenderse su
pedido de movilizar a las grandes potencias “para salvar la Amazonia” a horas de
la cumbre del G 7 en Biarritz? Difícil que en ese ámbito se aborde la desforestación
francesa.
En un mundo con gravísimos problemas,
Francia –con ADN imperialista al igual que Brasil- se planta en conmovedora defensa
de la humanidad ante países que, desde hace tiempo, buscan terciar en los
debates geopolíticos actuales. Y es la misma Francia que, entre 1966 y 1974,
afianzó su política nuclear con cuarenta y seis explosiones en la atmósfera,
sobre los atolones de Mururoa y Fangataufa, Polinesia Francesa, a 17.000
kilómetros de París. Tres generaciones de polinesios continúan sufriendo
enfermedades degenerativas ocasionadas por las radiaciones. Francia lo negó
siempre.
Mientras tanto, en decenas de círculos
rojos establecidos en las grandes capitales vuelve a rodar esta pregunta: ¿a
quién pertenece la Amazonia, productora del 20% del oxígeno que respiramos? Detrás
del mensaje se advierte cómo los intereses de las metrópolis del siglo XIX han
optado por nuevas formas de prevalencia usando el multilateralismo de Naciones
Unidas del siglo XXI. Existe una tendencia mundialista, bien pensante y
políticamente correcta, que busca sustraer de las soberanías nacionales a
ciertos espacios y recursos naturales que, por su importancia, debieran ser
“patrimonio común de la humanidad”.
El
espacio ultraterrestre, “incluso la Luna y otros cuerpos celestes” en 1967, y -en 1982-
los fondos oceánicos fueron declarados patrimonio humano. Ningún país podría
apropiarse de ellos por estar fuera de jurisdicciones nacionales y sometidas a
un régimen interestatal. Un serio problema será determinar quién ejercerá la
representación de la Humanidad. ¿Un Consejo de Seguridad con cinco miembros
permanentes y poder de veto? ¿La Asamblea General o alguno de sus organismos
subsidiarios? ¿El Banco Mundial o el FMI?
El debate suele potenciarse en
ocasiones de desastres. En cualquier momento le va a tocar el turno a la
Antártida. ¿Argentina cometería el desvarío de aceptar una declaración tal?
¿Estamos en condiciones de aguantar las ineludibles presiones que sobrevendrán?
La ocupación argentina del Sector Antártico sobre el que sostenemos soberanía,
se basa en una ocupación pública, pacífica y continua de una terra nullius, desde 1904 a la fecha. En
1990 se estableció una moratoria de 50 años para diferir la problemática de la
explotación de los recursos antárticos; o sea que en 2040 tendremos allí un
foco de tormenta.
Y sin caer en teorías de complot,
hasta la peligrosamente vacía y desarticulada Patagonia podría ser objeto de experimentos
a causa de nuestra incuria.
En ámbitos académicos internacionales
se debate sobre la caducidad del “Orden de Westfalia”, aquel gestado con el
tratado de paz que en 1648 finalizó la Guerra de los 30 años en Europa y marcó
el inicio de un mundo de Estados, basado en tres pilares: soberanía, libre
determinación, equilibrio de poderes.
En ese esquema, desde 1978 funciona la
Organización del Tratado de Cooperación Amazónica (OTCA), integrado por los
ocho países suramericanos comprometidos con esa vasta cuenca hídrica y selvática.
A ese grupo le compete principalmente asumir el problema y tomar las medidas necesarias
en función de sus respetivos intereses nacionales, conscientes de su
responsabilidad para con el mundo entero. El resto acompañaremos, promoveremos,
advertiremos, presionaremos, pero hasta allí.
Mientras nosotros seguimos ahondando
brechas, las potencias económicas (incluida Brasil) juegan fichas en función de
sus proyectos geopolíticos. Nosotros no lo tenemos porque nuestra claudicante dirigencia
hace décadas que abandonó estas preocupaciones. Así nos va y así lo vamos a
pagar.
A poco de llegado a la presidencia, Macron
habló a sus altos oficiales en la base naval de Toulon, donde reiteró que la disuasión nuclear forma parte de la
historia contemporánea francesa, de su estrategia permanente de defensa. Por
eso los ensayos nucleares en el Pacífico (hubo otros seis más entre 1995-1996,
en tiempos de Chirac). Sus secuelas no cuentan.
Y
ahora justificó su cruzada porque la Amazonia es un bien común -francés, y europeo, se entiende-. Lo mismo había sostenido
la Sra. Aude Maio-Coliche, casualmente francesa, embajadora de la UE ante
nuestro país, cuando en octubre pasado asistió en nuestra ciudad al IV Congreso
Mundial del Gran Chaco Americano, al sostener que esa región es para Europa un
bien común de la humanidad. ¿Mera coincidencia? Movido por santa indignación
escribí la nota titulada “Y la dama dejó un mensaje” (El Tribuno, 18/10/18).
Agua. A nadie se le movió un pelo.
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